Authors: Paolo Bacigalupi
Los megodontes maniobran y cargan. La gente se agolpa contra Hock Seng, intentando apartarse de su camino. Su masa le oprime el pecho. Le cuesta respirar. Intenta pedir auxilio, abrirse paso, pero la presión es demasiado grande. Grita. El peso de las personas que huyen desesperadamente lo apisona, amenaza con exprimirle hasta el último aliento. Un megodonte embiste contra ellos. Retrocede y vuelve, cargando entre la gente y haciendo oscilar sus colmillos erizados de cuchillas. Los estudiantes arrojan botellas de aceite contra las bestias, seguidas de antorchas encendidas, remolinos de luz y fuego...
El diluvio de discos afilados arrecia. Hock Seng se encoge cuando los cañones apuntan en su dirección, escupiendo plata. Un muchacho le mira a los ojos, con la cara ensangrentada cubierta con un pañuelo amarillo. La pierna de Hock Seng estalla de dolor. No sabe si ha recibido un disparo o si se ha roto la rodilla. Profiere un alarido de frustración y terror. La avalancha humana lo arroja al suelo. Va a perecer aplastado, enterrado bajo los muertos. A pesar de todo, no supo entender el carácter caprichoso de la guerra. La arrogancia le hizo creer que podía estar preparado. Estúpido...
De pronto, el silencio. Le pitan los oídos, pero las armas han dejado de disparar y los barritos de los megodontes han cesado. Hock Seng aspira una trémula bocanada de aire bajo el peso de los cadáveres. A su alrededor, solo se oyen gemidos y sollozos.
—¿Chan? —llama.
No obtiene respuesta.
Hock Seng se arrastra fuera del túmulo funerario. No es el único que ha empezado a salir a gatas de la masacre. Algunos empiezan a socorrer a los heridos. Hock Seng apenas si se tiene en pie. Siente un dolor atroz en la pierna. Está cubierto de sangre. Busca entre los cadáveres, intentando localizar a Chan el Risueño, pero si el hombre se encuentra en la pila, debe de estar bañado de sangre; hay demasiados cuerpos y está demasiado oscuro para distinguirlo.
Hock Seng grita su nombre otra vez, inspeccionando la masa. Calle abajo arde cegadora una farola de metano, rota, proyectando un chorro de gas al firmamento. Hock Seng supone que podría explotar de un momento a otro y destruir las tuberías de metano de toda la ciudad, pero le faltan las fuerzas necesarias para preocuparse.
Pasea la mirada sobre los cadáveres que le rodean. La mayoría de ellos pertenecen a estudiantes, al parecer. Chiquillos temerarios que intentaron plantar cara a los megodontes. Idiotas. Reprime el recuerdo de sus hijos, muertos y apilados. Las matanzas de Malaca, repetidas en suelo tailandés. Recoge una pistola de resortes de manos de un camisa blanca fallecido y comprueba el cargador. Solo le quedan unos pocos discos, pero aun así. Amartilla el muelle, añadiendo energía. La guarda en un bolsillo. Niños jugando a la guerra. Niños que no merecen morir, pero son demasiado estúpidos para seguir viviendo.
El fragor de la batalla continúa resonando a lo lejos, buscando otros frentes y otras víctimas. Hock Seng renquea por la calle sembrada de cadáveres. Llega a una intersección y cruza a trompicones, demasiado agotado como para que le importe el riesgo de exponerse al descubierto. En la acera de enfrente yace un hombre apoyado en una pared, con una bicicleta tumbada a su lado y el regazo empapado de sangre.
Hock Seng coge la bicicleta.
—Es mía.
Hock Seng se detiene y se queda mirando al hombre, que apenas si puede mantener los ojos abiertos pero aun así se aferra a la normalidad, a la idea de que algo como una bicicleta todavía puede considerarse una propiedad. Hock Seng da media vuelta y empieza a empujar la bicicleta en dirección a la carretera.
—Es mía —repite el hombre, pero ni se pone de pie ni hace nada por detener a Hock Seng, que pasa una pierna por encima del cuadro y apoya los pies en los pedales.
Si el hombre vuelve a quejarse, Hock Seng no lo oye.
—Creía que no íbamos a actuar hasta dentro de dos semanas —protesta Anderson—. No hay nada en su sitio.
—Cambio de planes. Tus armas y tus fondos aún resultan muy útiles. —Akkarat se encoge de hombros—. De todas formas, la presencia de tropas de asalto
farang
en la ciudad no facilitaría necesariamente la transición. Es posible que esta precipitación de los acontecimientos tenga sus ventajas.
Las explosiones sacuden toda la ciudad. Una columna de metano arde verde y cegadora, amarilleando ahora conforme encuentra bambú y otros materiales a su paso. Akkarat contempla el incendio, hace un gesto al encargado del radioteléfono. El soldado acciona la manivela mientras Akkarat habla con voz tranquila, ordenando el envío de equipos de bomberos al lugar de la conflagración. Mira a Anderson de reojo.
—Si no controlamos los incendios —explica—, no habrá ciudad que defender.
Anderson estudia la riada de fuego, los reflejos en el
chedi
del palacio, el Templo del Buda Esmeralda.
—Ese incendio está cerca de la columna de la ciudad.
—
Khap
. No podemos permitir que arda la columna. Sería un mal presagio para un nuevo régimen del que se espera que sea fuerte y progresista.
Anderson sale al balcón y se apoya en la barandilla. Todavía le palpita la mano, ya entablillada, pero con el hueso devuelto a su sitio por un médico militar, se siente mejor por primera vez en horas. Una entumecedora capa de morfina contribuye a mantener el dolor a raya.
Otro arco de fuego se dibuja en el cielo, un misil que se entierra a lo lejos, en algún lugar del complejo del Ministerio de Medio Ambiente. Las fuerzas que ha aglutinado Akkarat para ayudarse en su ascensión desafían la imaginación. Tenía a su disposición más poder del que daba a entender. Anderson aparenta indiferencia mientras formula la siguiente pregunta:
—¿No alterará las bases de nuestro acuerdo esta «precipitación de los acontecimientos»?
—AgriGen sigue siendo nuestro socio predilecto para la era que comienza ahora. —Ante estas palabras conciliadoras, Anderson se relaja, pero la siguiente frase de Akkarat vuelve a ponerlo sobre alerta—. Aunque la situación ya no es la misma, evidentemente. Después de todo, fuiste incapaz de que fructificara la promesa de ciertos recursos.
Anderson lo observa con severidad.
—Teníamos un calendario previsto. Las tropas acordadas están en camino, junto con más armas y fondos.
Akkarat esboza una leve sonrisa.
—No pongas esa cara de preocupación. Ya se nos ocurrirá algo, seguro.
—Todavía queremos el banco de semillas.
Akkarat se encoge de hombros.
—Entiendo tu postura.
—Además, no olvides que Carlyle posee las bombas que os harán falta antes de que empiecen las lluvias.
Akkarat observa a Carlyle de soslayo.
—Seguro que podemos llegar a un acuerdo por separado.
—¡No!
Carlyle sonríe, pasea la mirada de uno a otro y levanta las manos mientras retrocede de espaldas.
—Arregladlo entre vosotros. Yo no pinto nada en esta discusión.
—Precisamente. —Akkarat vuelve a concentrarse en los pormenores de la batalla.
Anderson continúa espiándolo con los párpados entornados. Aún tienen poder sobre él. La garantía de semillas fértiles de última generación. Arroz inmune a la roya durante al menos una docena de temporadas de siembra. Considera la manera más adecuada de apelar a Akkarat, de recuperarlo para la causa, pero la morfina y la fatiga de las últimas veinticuatro horas pesan sobre él como una losa.
El humo de uno de los incendios llega hasta ellos, provocando ataques de tos antes de que la brisa cambie de nuevo. Las estelas de fuego siguen arqueándose sobre la ciudad, seguidas del lejano retumbo de las detonaciones.
Carlyle frunce el ceño.
—¿Qué ha sido eso?
—La Compañía Krut del ejército, seguramente. Su comandante rechazó nuestra oferta de paz. Debe de estar bombardeando los amarraderos por orden de Pracha —explica Akkarat—. Los camisas blancas quieren impedir el reabastecimiento. Si les dejamos, irán también a por los rompeolas.
—Pero la ciudad se ahogaría.
—Y nosotros tendríamos la culpa. —Akkarat tuerce el gesto—. Durante el golpe de Estado del doce de diciembre, la defensa de los diques dejó mucho que desear. Si Pracha se huele la derrota, como debería ser el caso, los camisas blancas podrían intentar secuestrar la ciudad para forzar una rendición más favorable. —Se encoge de hombros—. Es una lástima que no hayamos recibido todavía las bombas de carbón.
—En cuanto cese el tiroteo —dice Carlyle—, me pondré en contacto con Calcuta y pediré que las embarquen.
—No esperaría menos. —Los dientes de Akkarat resplandecen.
Anderson evita a duras penas fruncir el ceño. No le gusta el cariz tan amigable de esta conversación. Es casi como si su cautividad previa hubiera quedado olvidada, como si Carlyle y Akkarat fueran viejos amigos. No le gusta el modo en que Akkarat parece haber separado los intereses de Anderson de los de Carlyle.
Anderson contempla el paisaje mientras sopesa sus opciones. Si conociera el paradero del banco de semillas, podría dar instrucciones para que un equipo de asalto se movilizara y aprovechara la confusión de este conflicto urbano...
Llegan unos gritos procedentes de abajo. Los curiosos deambulan por las calles con la mirada vuelta hacia el caos, intentando ver qué les depara esta guerra. Sigue la mirada desconcertada de la multitud. Las torres de la antigua Expansión se yerguen negras entre las llamas; los restos de cristal que quedan en las ventanas tintinean alegremente al compás de la conflagración. Más allá de la ciudad y de las columnas de fuego ondea negro el océano, un manto de tinieblas. Vistos desde arriba, los rompeolas parecen curiosamente insustanciales. Un anillo de luces de gas, y después nada más que la negrura voraz.
—¿Es posible que rebasen los diques? —pregunta Anderson.
Akkarat encoge los hombros.
—Son nuestro punto débil. Pensábamos defenderlos con el personal de la armada adicional procedente del sur, pero creo que resistiremos.
—¿De lo contrario?
—Quien permita que la ciudad se hunda no será perdonado jamás —dice Akkarat—. Sería intolerable. Lucharemos por los diques como si fuéramos los aldeanos de Bang Rajan.
Anderson contempla los incendios y el mar que les sirve de telón de fondo. Carlyle se apoya en la barandilla junto a él. La luz oscilante se refleja en sus rasgos. Exhibe la sonrisa satisfecha de quien sabe que no puede perder. Anderson se acoda en la balaustrada.
—Puede que Akkarat sea influyente aquí, pero la influencia de AgriGen es internacional. —Mira al comerciante a los ojos—. No lo olvides. —Le complace ver que la sonrisa de Carlyle titubea.
Resuenan más disparos sobre el paisaje. Desde las alturas, la contienda carece de fuerza visceral. Es una pelea de insectos por un puñado de arena. Como si alguien hubiera aplastado dos hormigueros para asistir al choque de sus triviales civilizaciones. Atruena el mortero. Las llamas titilan y centellean.
A lo lejos, una sombra se desprende de la negra cubierta celeste. Un dirigible, cayendo hacia la ciudad incendiada. Flota a escasa distancia del fuego hasta que, de repente, un diluvio de agua marina escapa de su vientre y sofoca una porción de la conflagración.
Akkarat observa el espectáculo, sonriendo.
—Es de los nuestros —dice.
Acto seguido, como si el fuego no estuviera apagado sino que hubiera aprendido a volar, el dirigible estalla. Las llamas lo devoran con un rugido, su piel incandescente se hace jirones arrancados por la brisa mientras la enorme bestia se hunde hasta estrellarse entre los edificios.
—Dios —murmura Anderson—, ¿seguro que no queréis esperar hasta que lleguen nuestros refuerzos?
El gesto de Akkarat se mantiene impasible.
—No creía que les diera tiempo a desplegar los misiles.
Una explosión gigantesca sacude la ciudad entre llamaradas de gas verde que se elevan al filo del horizonte. Una nube de fuego rueda y se expande. Inimaginables cantidades de gas comprimido se liberan en un ensordecedor hongo esmeralda.
—La reserva estratégica del Ministerio de Medio Ambiente, me parece —comenta Akkarat.
—Precioso —murmura Carlyle—. Jodidamente precioso.
Hock Seng se guarece en un callejón mientras Thanon Phosri tiembla al paso de los tanques y los camiones. Se estremece al pensar en todo ese combustible consumido. Tiene que ser una gran parte de las reservas de diésel del reino, dilapidadas en una orgia de violencia. El humo del carbón inunda el aire al traqueteante compás de las ruedas de oruga de los carros blindados. Hock Seng se agazapa entre la basura. Todos sus planes se han esfumado en un momento de crisis. En vez de esperar y dirigirse cautamente al norte como una unidad, dejó que sus posesiones se redujeran a cenizas apostándolo todo a una carta desesperada.
«Deja de quejarte, carcamal. Si no te hubieras ido cuando lo hiciste os habríais asado todos, tus baht morados, tus amigos tarjetas amarillas y tú.»
Aun así, desearía haber tenido la precaución de traer siquiera una parte de sus reservas, acumuladas con tanto tesón. Se pregunta si su karma estará tan dañado que anula automáticamente cualquier esperanza de tener éxito.
Vuelve a asomarse a la calle. Las oficinas de SpringLife están a la vista. Mejor todavía, no hay ningún guardia. Hock Seng se permite esbozar una sonrisa. Los camisas blancas tienen sus propios problemas. Cruza la calle empujando la bicicleta, usándola de muleta para conservar el equilibrio.
En el interior del complejo se aprecian indicios de una breve reyerta. Un trío de cadáveres yacen recostados contra una pared, aparentemente ejecutados. Alguien les ha arrancado los brazaletes amarillos, tirados en el polvo junto a ellos. Más chiquillos estúpidos jugando a la política...
Algo se mueve a su espalda.
Hock Seng gira sobre los talones e incrusta la pistola de resortes en el cuerpo de Mai, que jadea sin aliento cuando el cañón se le clava en la tripa. Con los ojos como platos, emite un gañido atemorizado.
—¿Qué haces tú aquí? —susurra Hock Seng.
Mai se aparta de la pistola, tambaleándose.
—He venido a buscarte. Los camisas blancas descubrieron nuestra aldea. Hay personas enfermas allí —dice entre sollozos—. Y han incendiado tu casa.
Hock Seng repara por fin en el hollín y los cortes que cubren el cuerpo de la pequeña.