Authors: Paolo Bacigalupi
—¿Has estado en Yaowarat? ¿En el arrabal? —pregunta asombrado.
Mai asiente con la cabeza.
—Tuve suerte. —Reprime otro sollozo.
Hock Seng menea la cabeza.
—¿Por qué has venido?
—No se me ocurría otro lugar...
—¿Y se han producido más contagios?
La niña asiente con la cabeza, asustada.
—Los camisas blancas nos interrogaron, no sabía qué hacer, les dije...
—No te preocupes. —Hock Seng apoya una mano tranquilizadora en su hombro—. Los camisas blancas no volverán a molestarnos. Tienen sus propios problemas.
—¿Has...? —Mai deja la frase en el aire. Al cabo, dice—: Incendiaron el poblado. Todo.
Qué criatura tan patética. Tan pequeña. Tan vulnerable. Hock Seng se la imagina huyendo de su hogar devastado, buscando refugio en el único lugar que le queda. Y encontrándose de repente en pleno corazón del conflicto. Una parte de él quiere librarse de la carga que supone, pero son ya demasiadas las muertes que lo rodean, y su compañía le produce un placer indefinible. Sacude la cabeza.
—Mocosa estúpida. —Hace un ademán en dirección al interior de la fábrica—. Ven conmigo.
Un hedor agresivo los envuelve cuando llegan a la sala principal. Los dos se tapan la cara con una mano, respirando entrecortadamente.
—Los tanques de algas —murmura Hock Seng—. Los muelles percutores han dejado de accionar los ventiladores. El aire no circula.
Sube la escalera que conduce al despacho y abre la puerta de un empujón. Una pestilencia asfixiante flota en la estancia, equiparable a la de la planta de producción, tras tantos días cerrada. Hock Seng se apresura a abrir los postigos y dejar que entren la brisa nocturna y el resplandor de la ciudad en llamas. El fuego oscila sobre los tejados y se eleva en la noche, como plegarias dirigidas al cielo.
Mai se sitúa a su lado, con el rostro iluminado por el fulgor irregular. Una farola de gas arde libremente calle abajo, rota. Debe de haber varias como ella diseminadas por toda la ciudad. A Hock Seng le extraña que nadie haya cortado aún el suministro de gas. Alguien tendría que haberlo hecho ya, y sin embargo la farola llamea todavía, verde y cegadora, reflejándose en las facciones de Mai. Se le ocurre que es guapa. Grácil y hermosa. Una criatura inocente atrapada entre bestias en pie de guerra.
Da la espalda a la ventana y se acuclilla junto a la caja fuerte. Inspecciona los botones y los recios candados, las combinaciones y las palancas. Es caro fabricar algo compuesto de tanto acero. Cuando aún dirigía su propia empresa, cuando las Tres Velas gobernaban el mar de la China Meridional y el océano Índico, tenía una parecida en el despacho, una reliquia familiar, rescatada de un banco antiguo cuando este perdió liquidez, sacada directamente de la cámara acorazada y transportada a la empresa comercial Tres Prosperidades con ayuda de dos megodontes. La que tiene delante ahora se burla de él. Debe destruir todas sus juntas. Necesita tiempo.
—Acompáñame —dice.
Conduce a Mai abajo, a la planta principal de la fábrica. La niña se niega a seguir caminando cuando Hock Seng encamina sus pasos hacia la sala de refinado. Hock Seng le da una de las máscaras que utilizan los trabajadores de la cadena.
—Debería bastar.
—¿Estás seguro?
Hock Seng se encoge de hombros.
—Quédate aquí, como prefieras.
Pero la pequeña termina siguiéndolo hasta el depósito de conservante ácido. Caminan con cuidado. Hock Seng utiliza un trapo para apartar las cortinas de la sala de refinado, procurando no tocar nada más. Su aliento resuena con fuerza dentro de la máscara, como un serrucho. Las salas de producción están patas arriba después del registro de los camisas blancas. El hedor de las algas podridas es intenso, incluso a través de la máscara. Hock Seng respira acompasadamente, esforzándose por contener las arcadas. Sobre su cabeza, los paneles de secado se ven negros, cubiertos de algas apergaminadas. Unas cuantas hebras cuelgan inertes, como tentáculos disecados. Hock Seng reprime el impulso de encogerse al pasar por debajo.
—¿Qué haces? —jadea Mai.
—Buscar un futuro. —Hock Seng le dedica una sonrisita antes de darse cuenta de que la niña no puede ver su expresión detrás de la máscara. Saca unos guantes de una taquilla de suministros y le entrega un par. También le da un delantal—. Échame una mano con esto. —Indica un saco de polvo—. Ahora trabajamos por nuestra cuenta, ¿sí? Se acabó la influencia extranjera. —La detiene cuando Mai estira los brazos hacia el saco—. No dejes que te toque la piel —dice—. Y que no entre en contacto con tu sudor. —La guía de regreso al despacho.
—¿Qué es?
—Ya lo verás, niña.
—Sí, pero...
—Es magia. Ahora ve a buscar algo de agua al
khlong
de la parte de atrás.
Cuando Mai regresa, Hock Seng coge un cuchillo y practica unos cortes en el saco, con cuidado.
—Dame el agua. —Mai acerca el cubo. Hock Seng moja el cuchillo y lo pasa por el polvo, que sisea y comienza a burbujear. Cuando lo extrae, la mitad de la hoja ha desaparecido, derretida sin dejar ni rastro, siseando todavía.
Mai abre sorprendida los ojos. Un líquido viscoso gotea del cuchillo.
—¿Qué es?
—Una bacteria especializada. Un invento de los
farang
.
—Pero no es ácido.
—No. Está viva. A su manera.
Hock Seng empieza a raspar el costado de la caja fuerte con el cuchillo, que no tarda en desintegrarse por completo. Hace una mueca.
—Necesito otra cosa, algo más largo, para untarlo.
—Derrama el agua encima de la caja fuerte —sugiere Mai—, y después esparce el polvo por encima.
Hock Seng suelta una carcajada.
—Chica lista.
La caja fuerte no tarda en quedar empapada. Hock Seng prepara un embudo de papel y deja que el polvillo se escurra por su interior formando un reguero diminuto. Allí donde toca el metal este comienza a hervir. Hock Seng retrocede, horrorizado por la rapidez del corrosivo. Contiene el impulso de sacudirse las manos.
—No dejes que te toque la piel —murmura. Mira fijamente los guantes. Si hay rastros de polvo en ellos y se humedecen... Siente un estremecimiento. Mai se ha retirado ya al fondo del despacho, desde donde observa con ojos aterrados.
El metal se desprende de la caja fuerte en láminas de hierro fundido, capas descascarilladas como hojas secas a merced del viento en otoño, que se amontonan en el suelo de teca. Sisean y se expanden. Las láminas siguen ardiendo, formando un entramado de surcos en la madera.
—No para —musita Mai, asombrada.
Hock Seng observa con creciente preocupación, preguntándose si el derivado de la levadura devorará el suelo y la caja fuerte irá a estrellarse contra las cadenas de producción del piso de abajo.
—Está vivo —dice cuando recupera la voz—. Pronto debería perder la facultad de seguir digiriendo.
—Y esto es obra de los
farang
. —El temor y la fascinación se mezclan en la voz de Mai.
—Nuestra gente ha diseñado cosas parecidas. —Hock Seng sacude la cabeza—. No te creas que los
farang
son tan superiores.
La caja fuerte continúa desintegrándose. Ojalá hubiera encontrado antes el valor. Podría haber hecho esto cuando no había una guerra desencadenada al otro lado de la ventana. Desearía ser capaz de retroceder en el tiempo hasta su antiguo yo, asustado y paranoico, tan preocupado por la deportación, por no contrariar a los diablos extranjeros, por preservar su buen nombre, y susurrar al oído de ese anciano que no había esperanza. Que debería robar lo que pudiera y salir corriendo; el resultado no podría ser peor que la espera.
Una voz interrumpe sus cavilaciones.
—Vaya, vaya. Tan Hock Seng. Qué agradable sorpresa.
Hock Seng se gira en redondo. Follaperros y Huesos Viejos, más otros seis desconocidos, se apiñan en el umbral. Todos ellos empuñan pistolas de resortes. El conflicto rampante en las calles les ha dejado el cuerpo cubierto de arañazos y hollín, pero se muestran risueños y confiados.
—Por lo visto hemos tenido la misma idea —observa Follaperros.
Una explosión ilumina el firmamento y proyecta un resplandor anaranjado sobre el despacho. Hock Seng siente el retumbo de la destrucción en las suelas. Es difícil calcular la distancia. Las bombas parecen caer al azar. Si hay alguna lógica tras su trayectoria, no les corresponde a ellos entenderla. Otra detonación, más cerca. Los camisas blancas, probablemente, defendiendo los diques. Hock Seng reprime el impulso de huir. La bacteria continúa devorando el hierro, crepitando. Las hojas de metal siguen amontonándose en el suelo.
Hock Seng decide sondear las aguas.
—Me alegra que hayas venido. Échame una mano con esto. Vamos.
Huesos Viejos sonríe.
—Me parece que no.
Los hombres apartan a Hock Seng a empujones. Todos ellos son más fornidos que él. Todos ellos están armados. A todos ellos les trae sin cuidado su presencia y la de Mai. Hock Seng se tambalea.
—Pero es mía —protesta—. ¡No podéis llevárosla! ¡Fui yo el que os dijo dónde estaba!
Los hombres hacen oídos sordos.
—¡No podéis llevárosla! —Hock Seng tantea en busca de su pistola. De repente, siente la presión de un cañón en la cabeza. Huesos Viejos, sonriendo todavía.
Follaperros observa con interés.
—Un asesinato más o menos no va a cambiar las condiciones de mi reencarnación. No me pongas a prueba.
Hock Seng logra controlar la rabia a duras penas. Una parte de él quiere disparar de todos modos, borrar esa sonrisa de suficiencia de la cara de Follaperros. El metal de la caja fuerte continúa burbujeando y siseando, disolviéndose, revelando lentamente su última brizna de esperanza. Todos los
nak leng
contemplan a Hock Seng y a Huesos Viejos. Se muestran confiados, sonrientes. Sin miedo. Ni siquiera han levantado las pistolas. Sencillamente observan, curiosos, mientras Hock Seng les apunta con el arma.
Follaperros sonríe.
—Lárgate, tarjeta amarilla. Antes de que me arrepienta.
Mai tira de la mano de Hock Seng.
—Sea lo que sea, no vale más que tu vida.
—La niña tiene razón, tarjeta amarilla —dice Huesos Viejos—. No puedes ganar esta pelea.
Hock Seng baja la pistola y deja que Mai lo remolque. Salen del despacho caminando de espaldas. Los esbirros del Señor del Estiércol permanecen atentos, risueños, mientras Hock Seng y Mai descienden las escaleras y salen a la fábrica, y desde allí a las calles sembradas de cascotes.
Un megodonte profiere un alarido de dolor en la lejanía. El viento racheado está cargado de cenizas, panfletos políticos y el olor de la madera WeatherAll quemada. Hock Seng se siente viejo. Demasiado viejo para seguir rebelándose contra un destino que a todas luces desea verlo aniquilado. Una circular cargada de rumores se cruza rodando en su camino. El titular habla de chicas mecánicas y asesinatos. Es increíble que el neoser del señor Lake haya podido causar tantos problemas. Y ahora toda la ciudad le sigue la pista. Está a punto de sonreír. Ni siquiera un tarjeta amarilla como él está tan en desventaja como esa desdichada criatura. Probablemente debería darle las gracias. De no ser por ella y por la noticia de la detención del señor Lake, Hock Seng supone que a estas alturas ya estaría muerto, calcinado en el arrabal con todo su jade, sus diamantes y su dinero.
«Debería dar gracias.»
En vez de eso, siento el peso de sus antepasados, aplastándolo, oprimiéndolo con sus juicios. Ha reducido a cenizas todo lo que construyeron en Malaca su padre y su abuelo antes que él.
El fracaso es abrumador.
Otra circular revolotea hasta estrellarse contra la pared de la fábrica. De nuevo el neoser, más acusaciones contra el general Pracha. El señor Lake estaba obsesionado con esa chica mecánica. No podía dejar de follársela. No podía dejar de llevársela a la cama a la menor ocasión. Hock Seng recoge la hoja de papel, pensativo de repente.
—¿Qué ocurre? —quiere saber Mai.
«Estoy demasiado mayor para esto.»
Pero a pesar de todo, Hock Seng siente que su corazón empieza a latir más deprisa.
—Tengo una idea —dice—. Una posibilidad.
Una nueva y absurda chispa de esperanza. No puede evitarlo. Aunque no le quede nada por lo que luchar, debe seguir intentándolo.
El proyectil de un carro blindado detona, descargando una lluvia de tierra y astillas sobre la cabeza de Kanya. Han abandonado los edificios del ministerio («ceder terreno» es como lo llamó Kanya, pero en realidad es una estampida), huyendo tan deprisa como les es posible de la inminente carga de tanques y megodontes.
Lo único que les ha salvado hasta ahora es el hecho de que el ejército parece empeñado en incomunicar el campus principal del ministerio, por lo que es allí donde permanece reunido el grueso de sus fuerzas. Aun así, la capitana y sus hombres se han encontrado con tres comandos procedentes de los muros del sur del complejo, y la brigada de Kanya se ha partido en dos. Y ahora otro tanque, justo cuando se disponían a tomar una salida secundaria. El tanque arrolló la puerta de hierro y bloqueó su vía de escape.
Ha ordenado a sus hombres que se adentren en los bosquecillos próximos al templo de Phra Seub, reducido a escombros. Los megodontes de guerra han pisoteado el jardín, tan primorosamente arreglado. Las columnas principales han quedado calcinadas por un ataque con bombas incendiarias; el fuego se propagó por la teca seca del bosque como un demonio enfurecido, chillando y rugiendo, por lo que ahora su refugio es una colección de cenizas, troncos mutilados y humo.
Otro proyectil impacta en su posición en la ladera. Más comandos avanzan alrededor del tanque, se dividen en equipos y cruzan el complejo a la carrera. Parece que su objetivo son los laboratorios biológicos. Kanya se pregunta si Ratana estará trabajando allí, si sabrá siquiera que se está librando una guerra en la superficie. Un árbol salta en pedazos junto a ella, víctima de otro cañonazo.
—Aunque no puedan vernos, saben que estamos aquí arriba —dice Pai.
Para subrayar sus palabras, una granizada de discos silba sobre sus cabezas; los proyectiles se incrustan en los árboles calcinados, tachonando la madera negra de reflejos de plata. Kanya indica a sus hombres que se replieguen. Los otros camisas blancas, ahora con los uniformes escrupulosamente embadurnados de hollín y ceniza, se adentran en el bosque devastado.