La chica mecánica (50 page)

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Authors: Paolo Bacigalupi

BOOK: La chica mecánica
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En el camerino, Kannika está poniéndose ya la ropa de trabajo. Arruga la nariz al ver a Emiko, pero no dice nada mientras esta se cambia y se prepara el primer vaso de hielo de la velada. Bebe con cuidado, paladeando el frescor y la sensación de bienestar que la embarga a pesar incluso del calor que hace en la torre. Tras las ventanas cegadas con cuerdas, la ciudad resplandece. Desde las alturas se ve preciosa. Despojada de sus habitantes naturales, Emiko se imagina que podría llegar a vivir a gusto en ella. Bebe más agua.

Un murmullo de advertencia y sorpresa. Las chicas se arrodillan y pegan la frente al suelo en un
khrab
. Emiko las imita. Ha regresado el hombre de las facciones duras. El que estuvo aquí la última vez con Anderson-sama. Busca a este con la mirada, esperando que también él haya venido, pero no hay ni rastro de él. El somdet chaopraya y sus amigos se encuentran visiblemente achispados mientras cruzan las puertas.

Raleigh se apresura a acercarse a ellos y los conduce a su sala VIP.

Kannika se cierne detrás de Emiko.

—Termínate el agua,
heechy-keechy
. Tienes trabajo que hacer.

Emiko se contiene para no responder con una grosería. Eso sería una locura. Pero mira a Kannika y reza para tener ocasión de vengarse de ella por todos los abusos que ha sufrido en sus manos, cuando descubra el emplazamiento de la aldea.

La sala VIP está abarrotada de hombres. Las ventanas dan al exterior, pero con la puerta cerrada, el aire apenas circula. Y el espectáculo es peor que cuando Emiko está en el escenario. Por lo general, el sadismo de Kannika sigue unas pautas. Aquí, sin embargo, Kannika la pasea de un lado a otro, presentándola a los hombres, animándoles a tocarla y a sentir el calor de su piel, diciendo cosas como: «¿Te gusta? ¿Te parece que es una sucia ramera? Espera y verás. Esta noche descubrirás lo sucia que puede llegar a ser». El poderoso, sus guardaespaldas y sus amigos se carcajean y bromean al verla, se ríen mientras le pellizcan las nalgas y le retuercen los pezones, mientras deslizan los dedos entre sus muslos, todos ellos un poco nerviosos ante esta atracción tan inusitada.

Kannika señala la mesa.

—Arriba.

Emiko se encarama torpemente a la lustrosa superficie negra. Kannika sigue dándole órdenes, le dice que camine, que se agache. La obliga a trotar de acá para allá con sus sincopados pasos de neoser mientras llegan más chicas, que se sientan con los hombres y se suman a sus comentarios jocosos. Emiko continúa exhibiéndose en todo momento, hasta que, como era inevitable, Kannika la posee.

La tumba encima de la mesa. Los hombres estrechan el círculo cuando Kannika empieza a atormentarla. Juega con sus pechos primero, y va ganando confianza lentamente; introduce la polla de jadeíta entre sus piernas, provocando las reacciones que Emiko incluye de serie, incontrolables, no importa que se rebele contra ellas con toda su alma.

Los hombres prorrumpen en vítores ante la degradación de Emiko, quieren más, y Kannika, enardecida, comienza a idear nuevos suplicios. En cuclillas, separa las nalgas y le ordena a Emiko que sondee sus recovecos. Los hombres ríen cuando Emiko obedece y Kannika relata:

—Ah, sí, ya siento su lengua.

Más tarde:

—¿Te gusta meter la lengua ahí dentro, puerca mecánica?

Hacia los hombres:

—Le encanta. Todos estos sucios neoseres son iguales.

Más carcajadas.

—Vamos, asquerosa. No pares.

Empuja hacia abajo, asfixiando a Emiko, animándola a redoblar sus esfuerzos al tiempo que se multiplica su humillación, animándola a esforzarse más por complacer. Los dedos de Kannika se suman a la lengua de Emiko, jugando, deleitándose con su servilismo.

—¿Queréis ver cómo es? —La voz de Kannika suena amortiguada en los oídos de Emiko—. Adelante.

Manos en los muslos de Emiko, separándolos hasta dejarla totalmente expuesta. Unos dedos juegan con sus pliegues, la penetran. Kannika se ríe.

—¿Os la queréis follar? ¿Queréis follaros a la chica mecánica? Venga. Dadme las piernas. —Sus manos se cierran en torno a los tobillos de Emiko y tiran hacia arriba, dejándola vulnerable por completo.

—No —susurra Emiko, pero Kannika es implacable. Separa las piernas de Emiko al máximo.

—Pórtate bien,
heechy-keechy
. —Kannika vuelve a sentarse encima de ella mientras narra su degradación para los reunidos—. Se come todo lo que le pongas en la boca —dice, y los hombres se ríen. A continuación Kannika empuja contra la cara de Emiko y esta ya no puede ver nada, solamente oír cómo Kannika la llama perra, zorra, puerca mecánica, sin más valor que un consolador...

Silencio.

Emiko intenta moverse pero Kannika la mantiene inmovilizada, aislada del mundo.

—Quédate donde estás —dice Kannika.

Después:

—No. Usad esto.

Emiko siente cómo los hombres le agarran los brazos, paralizándola. Unos dedos la palpan, la auscultan, la invaden.

—Lubricadlo —jadea Kannika, ronca de excitación. Sus dedos se engarfian en los tobillos de Emiko.

Algo húmedo en su ano, viscoso, y a continuación una presión, un empujón frío.

Emiko gime en señal de protesta. La presión cede por unos instantes, pero Kannika pregunta:

—¿Y vosotros os consideráis hombres? ¡Folladla! Mirad cómo se retuerce. ¡Fijaos en sus brazos y en sus piernas cuando empujáis! Que baile como un
heechy-keechy
.

La presión se reanuda, los hombres la sujetan con más brío, y Emiko no puede hacer nada mientras el objeto helado traspasa el umbral de su ano y penetra en su cuerpo, dilatándola, desgarrándola, inundándola. Empieza a gritar.

—¡Eso es, puerca mecánica! —se carcajea Kannika—. Gánate el sueldo. Dejaré que te levantes cuando consigas que me corra.

Emiko empieza a chupar de nuevo, salivando y lamiendo como un perro, desesperada, mientras la botella de champán la penetra otra vez, mientras retrocede y vuelve a embestirla, abrasadora.

Todos los hombres se ríen.

—¡Mirad cómo se mueve!

Lágrimas como gemas en sus ojos. Kannika insiste para que siga esforzándose, y el halcón, si es que en algún momento hubo un halcón en Emiko, si es que llegó a existir siquiera una vez, es algo muerto e inerte. No destinado a vivir, ni a volar, ni a escapar. Destinado únicamente a someterse. Una vez más, Emiko descubre cuál es su lugar.

Kannika se pasa toda la noche enseñándole las virtudes de la obediencia a Emiko, que promete obedecer y ruega para que cesen el dolor y la violación, que promete servir, hacer cualquier cosa, lo que sea con tal de que esta humilde chica mecánica siga viviendo siquiera un poco más, mientras Kannika ríe y ríe sin parar.

Es tarde cuando Kannika se cansa de ella. Emiko se sienta con la espalda apoyada en una pared, destrozada y rendida. Tiene la cara entera tiznada de sombra de ojos. Está muerta por dentro. Mejor muerta que vivir como un neoser, piensa. Embotada, ve cómo un hombre empieza a fregar el suelo del club. En la otra punta de la barra, Raleigh bebe whisky y se ríe.

El hombre de la fregona se acerca lentamente. Emiko se pregunta si intentará eliminarla con el resto de la escoria. Si la sacará afuera y la tirará a una de las montañas de basura, otro recuerdo para la colección del Señor del Estiércol. Podría quedarse allí tendida y dejar que la fundieran... descartada, como debería haberla descartado Gendo-sama. Es un despojo. Emiko lo comprende ahora. El hombre maniobra el palo de la fregona alrededor de ella.

—¿Por qué no me tiras a la basura? —gime Emiko con voz ronca. El hombre la mira, indeciso, y vuelve a concentrarse en su faena. Sigue fregando—. ¡Contesta! ¿Por qué no me tiras a la basura? —repite Emiko. Sus palabras resuenan en el espacioso local.

Raleigh levanta la cabeza y frunce el ceño. Emiko se da cuenta de que estaba hablando en japonés.

—Tiradme a la basura, ¿por qué no? —insiste, en tailandés esta vez—. Soy un despojo. ¡Tiradme a la basura! —El hombre de la fregona se encoge y se aleja de ella, sonriendo nervioso.

Raleigh se acerca. Se arrodilla a su lado.

—Emiko. Ponte en pie. Estás asustando al hombre de la limpieza.

Emiko tuerce el gesto.

—Y a mí que me importa.

—Claro que te importa. —Ladea la cabeza hacia la puerta del cuarto privado donde los hombres todavía están reclinados, bebiendo y conversando después de los abusos a los que la han sometido—. Tengo un plus para ti. Esos tipos dejan buenas propinas.

Emiko lo observa desde el suelo.

—¿A Kannika también le dejan propina?

Raleigh la mira fijamente.

—Eso a ti no te incumbe.

—¿Le dejan el triple? Dame cincuenta baht.

Raleigh entorna los párpados.

—No.

—¿O qué? ¿Me tirarás a un contenedor de metano? ¿Me entregarás a los camisas blancas?

—No me provoques. No te gustaría verme cabreado. —Raleigh se incorpora—. Ven a recoger el dinero cuando hayas terminado de compadecerte de ti misma.

Emiko lo observa distraídamente mientras regresa a su taburete y se sirve un trago. Raleigh mira en su dirección de soslayo, le comenta algo a Daeng, que esboza una sonrisa de compromiso y prepara un vaso con hielo. Raleigh agita el vaso en dirección a Emiko. Lo deja encima de un fajo de baht morados. Sigue bebiendo, aparentemente ajeno a su escrutinio.

¿Qué les pasa a las chicas mecánicas cuando se estropean? Emiko no sabe de ningún neoser que haya muerto. A veces, un propietario ya mayor puede fallecer. Pero su chica mecánica sigue viviendo. Todas sus amigas estaban con vida la última vez que las vio. Duraban más. Eso es algo que nunca se le ocurrió preguntar a Mizumi-sensei. Emiko se acerca renqueando a la barra, tropieza. Se apoya en el mostrador. Bebe el hielo. Raleigh empuja el dinero en su dirección.

Emiko apura la última gota de agua. Se traga los cubitos. Siente que el frescor se filtra hasta el fondo de su ser.

—¿Has preguntado ya?

—¿El qué? —Raleigh está jugando al solitario encima de la barra.

—La forma de viajar al norte.

Raleigh la mira de reojo, da la vuelta a otro montón de cartas. Se queda callado un segundo.

—Es una tarea complicada. No es algo que se organice en un día.

—¿Has preguntado?

Otra mirada de soslayo.

—Sí. He preguntado. Y nadie va a ir a ninguna parte mientras los camisas blancas sigan cabreados por la muerte de Jaidee. Te avisaré cuando cambie la situación.

—Quiero ir al norte.

—Ya me lo has dicho. Gana el dinero suficiente, y te irás.

—Ya he ganado más que de sobra. Quiero irme ahora.

El manotazo de Raleigh es rápido, pero Emiko lo ve venir. Es rápido para él, pero no para ella. Ve cómo la mano vuela en dirección a su rostro con la misma gratitud servil que sentía cuando Gendo-sama la llevaba a cenar a algún restaurante de moda. Un estallido en su mejilla, seguido de un entumecimiento abotargado. Se la acaricia con los dedos, paladeando la herida.

Raleigh la observa fríamente.

—Te irás cuando a mí me dé la gana.

Emiko inclina ligeramente la cabeza, dejando que la merecida lección se asiente en lo más hondo de su ser.

—No piensas ayudarme, ¿verdad?

Raleigh se encoge de hombros, concentrado en las cartas.

—¿Existe siquiera?

Raleigh la mira de reojo.

—Claro. Si eso te hace feliz. Existe. Pero dejará de existir como sigas atosigándome con el tema. Y ahora déjame en paz.

El halcón yace inerte, sin vida. Emiko está muerta. Fertilizante orgánico. Carne para la ciudad, escoria para las farolas de gas. Emiko mira fijamente a Raleigh. El halcón yace inerte.

Se le ocurre entonces que hay cosas peores que la muerte. Hay cosas que no se pueden tolerar jamás.

Su puño es una exhalación. La garganta de Raleigh-san, mullida.

El viejo se desploma llevándose las manos al cuello, con los ojos como platos. Todo sucede a cámara lenta: Daeng se da la vuelta cuando el taburete choca contra el suelo; Raleigh está despatarrado, moviendo los labios, intentando aspirar algo de aire; el hombre de la limpieza suelta la fregona; Noi y Saeng, en la otra punta del bar, con sus hombres esperando a escoltarlas a casa; todos se giran en dirección al estruendo, y todos ellos son lentos.

Cuando Raleigh toca el suelo, Emiko ya ha empezado a cruzar el local a la carrera, en dirección a la puerta de la sala VIP y al hombre que más se ensañó con ella. El hombre que está sentado con sus amigos, riéndose, sin pensar en el daño que inflige.

Embiste la puerta. Los hombres levantan la cabeza, sorprendidos. Las miradas apuntan hacia ella, las bocas se abren para gritar. Los guardaespaldas buscan sus pistolas de resortes, pero todos ellos se mueven demasiado despacio.

Ninguno de ellos es un neoser.

30

Pai gatea hasta colocarse a la altura de Kanya y contempla la aldea en sombra a sus pies.

—¿Es ahí?

Kanya asiente con la cabeza y echa un vistazo por encima del hombro al resto del escuadrón, cuyos integrantes se han dispersado ya para cubrir todas las rutas de acceso a las piscifactorías repletas de gambas resistentes al agua amarga, destinadas a abastecer los mercados de Krung Thep.

Todas las casas se erigen sobre balsas de bambú varadas en estos momentos, pero cuando lleguen las lluvias, las viviendas flotarán, elevándose, mientras el agua y los sedimentos inundan las charcas y los arrozales. Su familia utilizaba un sistema parecido hace muchos años en el Mekong, antes de que apareciese el general Pracha.

—El soplo era bueno —murmura.

Ratana se había mostrado entusiasmada. Un indicio, una pista: ácaros acuáticos entre los dedos de los pies de la tercera víctima.

Si había ácaros acuáticos, era lógico pensar en los criaderos de gambas, concretamente en aquellos que pudieran haber enviado algún empleado a Bangkok. Eso significaba piscifactorías donde se hubiera producido alguna muerte. Y eso la había conducido a este asentamiento medio flotante de Thonburi con todos sus hombres al borde del terraplén, listos para cargar al amparo de la oscuridad.

Abajo, unas pocas velas oscilan dentro de las casas de bambú. Un perro ladra. Todos se han puesto los trajes de contención. Ratana insistió en que las probabilidades de infección eran escasas, pero no inexistentes. Un mosquito zumba junto al oído de Kanya, que le pega un manotazo y afianza la capucha del traje. Empieza a sudar copiosamente.

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