—
Buon giorno
.
Brunetti irguió el cuerpo apartándose de las fotos y se volvió hacia la voz. El hombre que acababa de entrar —el de la foto— tenía un aspecto ligeramente descuidado, a pesar de que el traje y la corbata que llevaba parecían recién estrenados. Brunetti descubrió que el efecto se debía a las ojeras y a unos pelillos blancos que le había dejado en el mentón un mal afeitado. También el pelo, aunque bien cortado y limpio, parecía fatigado, falto de vigor para todo lo que no fuera colgar con flacidez.
El hombre sonrió y tendió la mano: el apretón era más firme que la sonrisa. Intercambiaron los nombres.
Fornari llevó a Brunetti hacia el mismo sillón y esta vez el comisario se sentó.
—Dice mi esposa que desea usted hablar del robo —empezó, cuando se hubo sentado frente a Brunetti. Sus ojos tenían el mismo azul claro que los de su hija, y Brunetti vio en sus facciones la causa de la belleza de la joven: idéntica nariz, recta y fina, dientes perfectos, labios oscuros y bien dibujados. Los ángulos de la mandíbula de ella eran más suaves, pero la fuente de su energía estaba allí.
—Sí —dijo Brunetti—. Su esposa identificó los objetos.
El hombre asintió.
—Nos gustaría aclarar las circunstancias del robo —dijo Brunetti— y tener toda la información que usted o su esposa puedan facilitarnos.
Fornari esbozó una sonrisa que se le quedó en los labios sin llegar a los ojos.
—Siento no poder decirle nada al respecto, comisario. —Antes de que Brunetti pudiera preguntar, Fornari dijo—: Sólo sé lo que me ha contado mi esposa, que alguien consiguió entrar en el apartamento y se llevo esas cosas. —Volvió a sonreír, esta vez más afablemente—. Ustedes nos han devuelto lo que más valor tenia para nosotros —dijo inclinando la cabeza en señal de agradecimiento—. Las otras cosas, las que no se han recuperado, no importan. —En respuesta al gesto de Brunetti, aclaró—: Quiero decir que no tienen valor sentimental. Ni tampoco material. —Volvió a sonreír y añadió—: Lo digo para justificar nuestra reacción al robo. O falta de reacción.
Escuchando a Fornari, y observando cómo trataba de controlar sus facciones, a Brunetti le parecía que aquel hombre estaba haciendo un gran esfuerzo para aparentar falta de interés en aquel delito. Brunetti no podía adivinar cómo reaccionaría él al robo, ni aunque fuera temporal, de su anillo de matrimonio, pero dudaba de que lo aceptara con la augusta y filosófica serenidad que exhibía Fornari. El trabajo que le costaba mantener la calma se hacía más y más evidente a los ojos de Brunetti por el rítmico movimiento con que el índice de su mano derecha frotaba el terciopelo del brazo del sillón. Adelante y atrás, adelante y atrás, de pronto, un rectángulo y otra vez adelante y atrás.
—Lo comprendo —dijo Brunetti con soltura—. A no ser que se trate de algo realmente importante, la mayoría…, en fin —dijo con una sonrisa nerviosa, dando a entender que, en realidad, él no debería decir esto a un civil—, ni se molestan en denunciar un robo. —Se encogió de hombros, en señal de tolerancia de esta humana conducta.
—Creo que tiene usted razón, comisario —dijo Fornari como si la idea fuera nueva para él—. En nuestro caso, ni siquiera habíamos echado de menos esos objetos, y no sé lo que habríamos hecho, de haber sabido que alguien había entrado a robar.
—Comprendo —dijo Brunetti, y sonrió—. Me dijo su esposa que su hija estaba en casa aquella noche. —El índice de Fornari cesó en su vaivén y Brunetti lo vio unirse a los otros dedos y oprimir el brazo del sillón.
—Sí, eso me dijo Orsola —dijo Fornari después de una larga pausa—. Dijo que se asomó a su habitación antes de acostarse. —Fornari miró a Brunetti con una sonrisa crispada y preguntó—: ¿Tiene usted hijos, comisario?
—Sí. Dos adolescentes. Chico y chica.
—Entonces sabrá lo que cuesta perder la costumbre de ver si están en su cuarto por la noche. —La táctica de Fornari, aunque evidente, era inteligente, y el propio Brunetti la había utilizado más de una vez: buscar terreno común con el interlocutor y, desde allí, llevar la conversación hacia donde te convenga. O, mejor aún, alejarla de donde no te convenga.
Mientras Fornari hablaba, Brunetti consideraba la posibilidad de que la hija de Fornari supiera algo que su padre no quería que Brunetti averiguara. Asentía sin escuchar lo que el otro decía, aunque le pareció oírle empezar una frase con:
—Una vez, cuando Matteo era pequeño…
De pronto asaltó a Brunetti la tentación de hacer algo que sabía que le haría despreciarse a sí mismo, algo que, en realidad, se había prometido no hacer nunca y que, después de haberlo hecho, se había prometido no volver a hacer. Informadores los había en todas partes: la policía los tenía dentro de la Mafia; la Mafia los tenía en las altas esferas de la magistratura; el ejército estaba lleno de ellos, lo mismo que la industria, sin duda. Pero hasta ahora nadie se había propuesto infiltrarlos en el mundo de los adolescentes, en busca de información fidedigna. No preveía que pudiera existir peligro para sus hijos si les pedía información sobre los de Fornari, pero ¿acaso la esencia del peligro no estriba en que es imprevisible?
Cuando volvió a sintonizar con Fornari, éste estaba terminando el relato de una anécdota sobre uno de sus hijos, Brunetti no sabía cuál, pero sonrió, se levantó y tendió la mano.
—Supongo que todos son iguales, poco más o menos —dijo—. No dan importancia a las mismas cosas que nosotros. —Confiaba en que fuera una respuesta adecuada a lo que Fornari hubiera estado diciendo y, por su reacción, debía de serlo.
Se estrecharon las manos, Brunetti le dio las gracias por su atención, que pidió hiciera extensivas a su esposa, y salió del apartamento. Mientras bajaba la escalera, se preguntaba a cuál de sus hijos estaría dispuesto a convertir en espía y cómo se las apañaría con Paola cuando ella se enterara.
Al llegar a la calle, Brunetti torció a la derecha e, inconscientemente, emprendió el regreso por el mismo camino que había seguido al venir. Ya estaba a la mitad de la calle degli Avvocati cuando decidió tomar el
vaporetto
para volver a la
questura
. Al dar media vuelta bruscamente, advirtió un movimiento repentino a unos diez metros a su izquierda, de algo que se escondía en la esquina de la calle Pesaro. Recordando la sensación que había tenido de que alguien lo seguía desde la
questura
, Brunetti prescindió de toda cautela y corrió hacia la esquina.
Al llegar, distinguió a alguien —quizá una mujer— que bajaba corriendo por el otro lado del puente, torcía a la derecha y se metía por la calle dell'Albero, Brunetti cruzó el puente, bajó por la
riva
y, al llegar al extremo, torció a la izquierda. Se detuvo un momento para mirar por la calle de la derecha, que sabía que no tenía salida.
Oyó pasos que se alejaban y los siguió. La calle se estrechaba y, al fondo, quedaba cortada por las altas puertas metálicas de un
palazzo
. Durante un momento, pensó si no lo habría imaginado, pero entonces oyó ruido a su izquierda. Avanzó lentamente, mientras se desabrochaba la chaqueta para tener a mano la pistola.
Entonces lo vio, en el quicio de una puerta de la izquierda. Al principio le pareció un fardo de ropa usada o una bolsa de basura sobre la que hubieran dejado caer un jersey viejo. Se acercó y el objeto se movió, apretándose contra la puerta y luego se deslizó hacia la derecha, pegado a la pared.
Brunetti aún no estaba seguro de qué clase de criatura tenía acorralada. Se inclinó para verla mejor y entonces la figura saltó hacia él, chocando contra sus piernas. Instintivamente, Brunetti la atrapó, pero era como pretender sujetar a una anguila o una bestezuela salvaje que se debatía dando manotazos y patadas.
Ahora que, por lo menos, ya sabía con qué clase de sujeto tenía que habérselas, Brunetti lo levantó en vilo y le dio la vuelta, de modo que los pies apuntaran en dirección opuesta a sus piernas y así, quizá, causaran menos daño. Luego le rodeó el pecho con los brazos y lo atrajo hacia sí, mientras murmuraba las frases que solía decir de niño a los perros de la familia.
—Calma, calma, no voy a hacerte daño. —Unas patadas más. Brunetti oía un jadeo que, poco a poco, fue calmándose, las patadas cesaron y el cuerpo quedó inerte—. Ahora te dejaré en el suelo. Ten cuidado al poner los pies, no vayas a caerte. —La criatura permanecía muda e inmóvil—. ¿Entiendes lo que digo?
Algo que estaba dentro de la capucha de una sucia sudadera asintió, y Brunetti puso a su presa en el suelo. Notó que los pies tocaban el suelo, primero uno y luego el otro y, todavía con las manos en los brazos, sintió que el niño tensaba el cuerpo, preparándose para echar a correr. Brunetti no tuvo que esforzarse para volver a levantarlo.
—No intentes escapar. Soy más rápido que tú. —La tensión se relajó y Brunetti volvió a bajar al niño. La parte superior de la capucha le quedaba unos centímetros por encima del cinturón—. Ahora te soltaré y me apartaré de ti. —Así lo hizo y entonces dijo a la espalda de la sudadera—: Cuando quieras puedes hablarme. —No hubo respuesta—. ¿Por eso me seguías? ¿Quieres decirme algo? —La cabeza hizo un movimiento, pero podía significar cualquier cosa—. Está bien. Hablemos.
De la bocamanga de la sudadera asomó una mano pequeña y sucia que hizo seña a Brunetti de que se alejara más. Como la calle no tenía salida y él bloqueaba la entrada con el cuerpo, Brunetti retrocedió dos pasos.
—Ya estoy lejos. Ahora hablemos.
Brunetti se apoyó en la pared de una casa, cruzó los brazos y miró la pared de enfrente, pero concentrando toda su atención en el niño.
Al cabo de un minuto, o quizá más, el niño se volvió. Bajo la sombra de la capucha, Brunetti distinguía ojos, boca y poco más. Puso las manos en los bolsillos y se alejó un paso más, dejando un hueco por el que el niño podía tratar de escapar. Le vio considerar la posibilidad y descartar la idea.
El niño hundió en el bolsillo de la sudadera la mano con que había hecho la seña. Cuando la sacó, dio un paso hacia Brunetti y extendió los dedos. En la palma, Brunetti distinguió unos objetos pequeños. Lentamente, dio un paso adelante y se inclinó, para verlos mejor. Eran un anillo y un gemelo.
Brunetti se puso en cuclillas y extendió la mano hacia el niño, que dio un paso corto hacia él. Brunetti sabía que el hermano de la niña muerta tenía doce años, pero observó que no aparentaba más de ocho. El niño dejó caer los objetos en la mano que extendía Brunetti.
El comisario los examinó. El gemelo tenía un pequeño rectángulo de lapislázuli montado en plata. Hasta Brunetti podía apreciar que la piedra roja del anillo era un trozo de vidrio. Miró al niño, que estaba observándolo.
—¿Quién te ha enviado? —preguntó Brunetti.
—
Mamma
—respondió el niño con una voz muy fina.
Brunetti movió la cabeza de arriba abajo.
—Eres un buen chico —dijo—. Y valiente. —No sabía en qué medida lo entendía el niño, pero lo supo al verle sonreír—. Y muy listo —agregó Brunetti golpeándose la frente con el dedo, y la sonrisa se ensanchó—. ¿Qué pasó? —preguntó y, como el niño no respondiera, insistió—: ¿Qué pasó aquella noche?
—Hombre tigre —dijo el niño.
Brunetti ladeó la cabeza en señal de confusión.
—¿Qué hombre tigre?
—En la casa —dijo el niño señalando con la mano en dirección a las casas de la izquierda de Brunetti, donde estaba el
palazzo
Benzon y la casa de Giorgio Fornari.
Brunetti extendió las manos con las palmas hacia arriba, el gesto universal del desconcierto.
—No sé de ningún hombre tigre —dijo—. ¿Qué hacía?
—Él nos ve. Él entra. Sin ropa. Hombre tigre. —Para ilustrar su descripción, el niño se revolvió el pelo y se pasó los dedos por los brazos, como arañándolos, primero con una mano y luego con la otra—. Tigre. Tigre malo. Mucho ruido. Ruido de tigre.
—¿El hombre tigre te dio estas cosas? —preguntó Brunetti sosteniendo las piezas frente al niño.
El pequeño las miró, confuso.
—No, no —dijo moviendo la cabeza con energía—. Nosotros cogemos. Hombre tigre ve. —Entornó los ojos como si tratara de recordar, o de no recordar. Entonces agregó—: Ariana. Él coge a Ariana. —Para mostrar a Brunetti lo que quería decir extendió los brazos hacia adelante e hizo como si agarrara algo—. Como tú coges a mí —explicó y levantó los brazos con un cuerpo invisible suspendido entre ellos. Se quedó quieto.
Brunetti esperaba.
—Puerta. Ariana afuera —dijo haciendo ademán de empujar y abriendo las manos. Brunetti vio que lloraba.
Empezaban a dolerle las rodillas, pero siguió agachado, temiendo intimidar al niño si se ponía en pie. Le dejó llorar y, cuando se calmó, le preguntó:
—¿Quién estaba con vosotros?
—Xenia —dijo el niño, levantando una mano al nivel de su hombro.
—¿Vio ella al hombre tigre?
El niño asintió.
—¿Vio lo que hizo?
El niño volvió a mover la cabeza afirmativamente.
—¿Vuestra madre sabe esto?
Otra vez sí.
—¿Querrá hablar conmigo?
El niño miró a Brunetti sin pestañear y movió la cabeza negativamente.
—¿Tu padre no la dejará?
El niño se encogió de hombros.
—¿Por qué estás en la ciudad? —preguntó Brunetti.
—Trabajo —dijo el niño, y Brunetti se quedó atónito por el empleo de esta palabra.
—¿Dirás a tu madre que has hablado conmigo?
—Sí. Ella quiere.
—¿Y quiere algo más? —preguntó Brunetti.
—Hombre tigre. Hombre tigre muerto —dijo el niño con vehemencia, y Brunetti pensó que no era únicamente la madre del chico quien deseaba que muriese—. Como Ariana —dijo el niño con furor de adulto.
Brunetti ya tenía bastante. Apoyó la mano en el suelo y, lentamente, se levantó. Oyó crujir la rodilla derecha. Tal como temía, el niño dio dos pasos atrás y, automáticamente, se protegió la cara con el brazo.
Brunetti se apartó aún más.
—No voy a hacerte daño. —El chico bajó el brazo—. Ahora puedes irte, si quieres. —El chico parecía no entender, y Brunetti dio media vuelta y fue hasta el extremo de la calle, que era perpendicular a la dell'Albero. —Brunetti gritó—: Ahora voy a la
questura
. Di a tu madre que deseo hablar con ella.
El chico ya estaba justo detrás de Brunetti, dando la vuelta a la esquina, y respondió a la petición del comisario moviendo la cabeza negativamente, sin decir nada.