Entonces se abrió de pronto la puerta del despacho de Patta y apareció el
vicequestore
con una carpeta en la mano derecha y la mirada en el papel que sostenía con la izquierda, estampa de jefe atareado. Cuando levantó la mirada, el florete de la
signorina
Elettra había desaparecido y la joven se volvía hacia su jefe.
—Ahora iba a entrar a decirle que el comisario Brunetti está aquí para darle su informe,
vicequestore
.
—Ah, sí —dijo Patta, lanzando a Brunetti la mirada de agobio del que sólo puede hacer un breve inciso en las tareas del cargo, lo justo para atenderle—. Está bien, Brunetti —agregó finalmente—. Pase y cuénteme.
Patta puso la carpeta en la mesa de la
signorina
Elettra, conservando la hoja de papel en la mano y volvió a su despacho, dejando abierta la puerta, invitación para que Brunetti lo siguiera.
Brunetti trataba de adivinar cuánto tiempo le concedería Patta. Generalmente, si el
vicequestore
volvía a la mesa, ello quería decir que estaba dispuesto a escuchar más de un minuto o dos y deseaba estar cómodo. Si se quedaba de pie junto a la ventana, era señal de que tenía prisa, y más valía abreviar.
Hoy Patta se acercó a la mesa, dejó el papel, miró a Brunetti y puso la hoja de cara abajo. Luego dio media vuelta y se quedó apoyado en la mesa, con una mano a cada lado. Esto situaba a Brunetti en una especie de limbo táctico: por un lado, no podía sentarse estando de pie su superior, y la posibilidad de que Patta pudiera deambular hacia otro punto del despacho, le hacía dudar de dónde debía ponerse.
El comisario dio unos pasos hacia Patta; éste hoy vestía un traje gris pizarra de corte depurado, que lo hacía más alto y más esbelto. Brunetti se fijó en una pequeña insignia de oro —¿una especie de cruz?— que llevaba en la solapa.
Sustrayéndose a la distracción, Brunetti dijo:
—He ido a Dolo, como usted me pidió,
vicequestore
.
Patta asintió, indicio de que hoy representaba el papel de celoso guardián de la seguridad pública.
—Iban conmigo un
maresciallo
de
carabinieri
y una funcionaria de los servicios sociales que atiende a los romaníes.
Patta volvió a mover la cabeza de arriba abajo, ya fuera para indicar que seguía el relato, ya en señal de aprobación del gentilicio empleado por Brunetti.
—Al principio, el que parecía el jefe trató de impedirnos hablar con los padres, pero cuando le hicimos comprender que teníamos intención de quedarnos allí hasta conseguirlo, llamó al padre y yo le di la noticia. —Silencio de Patta—. Él ha preguntado cómo podíamos estar seguros de su identidad, y le he dado las fotos. Él las ha enseñado a la madre. Ella estaba… —Brunetti no sabía cómo describir a Patta el dolor de la madre—. Estaba desesperada. —No sabía qué podía añadir. Ésos eran los hechos.
—Lo siento —dijo Patta, para sorpresa de Brunetti.
—¿Cómo dice, señor?
—Lo siento por la mujer —dijo Patta, muy serio—. Nadie debería perder a un hijo. —Entonces, con un brusco cambio de tono, preguntó—: ¿Y la otra mujer?
—¿La de los servicios sociales, señor?
—No. La que usted fue a ver a su casa. Acerca de las joyas.
—La niña tuvo que haber estado en esa casa —respondió Brunetti. Al ver que Patta iba a decir algo, añadió—: Si no, ¿cómo se explica que tuviera el anillo y el reloj? —Nada más decirlo, Brunetti advirtió que daba la impresión de estar muy interesado en el caso, y añadió con indiferencia—: De otro modo, ¿cómo iba a tenerlos?
—Pero es no significa gran cosa, ¿verdad? —peguntó Patta—. Quiero decir que eso no es motivo para suponer que le ocurriera algo mientras estaba allí, salvo tropezar y caer. Mucha gente se cae del tejado.
Brunetti sabía de un solo caso, en los diez últimos años, pero se guardó de hacer la observación. Quizá los tejados eran más peligrosos en Palermo, la ciudad natal de Patta. Como la mayoría de las cosas.
—Suelen trabajar en grupo —observó Brunetti.
—Ya sé, ya sé —respondió Patta, agitando una mano, como si Brunetti fuera una mosca impertinente—. Pero eso tampoco significa nada.
Como si fuera realmente una mosca, el radar de Brunetti empezó a captar en el despacho otro extraño zumbido, una emanación que partía de Patta, de sus ojos, del tono de su voz o de la forma en que los dedos de su mano derecha se movían a veces hacia aquel papel, para retroceder rápidamente hacia su costado.
Brunetti asumió un aire pensativo.
—Sin duda tiene razón, señor —dijo al fin, procurando imprimir en su aquiescencia un tono de decepción—. Pero podría ser útil hablar con ellos.
—¿Con quiénes?
—Con los otros niños.
—Descartado —dijo Patta con voz desmesurada. Y entonces, como si compartiera la sorpresa de Brunetti ante semejante desenfreno vocal, prosiguió, con más suavidad—: Es decir, sería muy complicado: necesitaría una orden de un juez del tribunal de menores y debería acompañarle alguien de los servicios sociales. Además, necesitaría un intérprete. —Hablaba como dando el asunto por terminado, pero, después de una pausa, añadió cautamente—: Por otra parte, en primer lugar, no podría estar seguro de que fueran sus verdaderos hermanos. —Meneó la cabeza contemplando la imposibilidad de que Brunetti pudiera salvar tantos obstáculos.
—Comprendo lo que quiere decir, señor —dijo Brunetti encogiéndose de hombros con resignación, bajando la voz y venciendo la tentación de caer en la ironía o el sarcasmo. Porque comprendía realmente lo que quería decir Patta: en este asunto estaba involucrada la próspera clase media, y Patta había decidido que era preferible no investigar lo que pudiera haber ocurrido en aquel tejado.
Y Brunetti, como el caracol cuya antena tropieza con algo duro, optó por esconderse en la concha.
—No había pensado en todas esas cosas —admitió a regañadientes. Esperó unos segundos, por si Patta decidía clavar otro clavo en el ataúd y, en vista de que no era así, lo hizo él—: Además, tampoco podríamos hacer que esos niños testificaran, ¿verdad?
—Desde luego que no —convino Patta. Se apartó de la mesa y dio la vuelta hacia su sillón—. Vea si se puede hacer algo por la madre —dijo Patta, para gran satisfacción de Brunetti, ya que, para interesarse por lo que pudiera hacerse, tendría que ir a hablar con ella, ¿no?
—Ahora le dejo trabajar, señor —dijo Brunetti.
Patta estaba ya muy ocupado para contestar, y Brunetti lo dejó entregado a su quehacer.
La
signorina
Elettra levantó la cabeza cuando él salió del despacho de Patta.
—El
vicequestore
piensa que de nada serviría seguir con esto —dijo Brunetti, cuidando de dejar la puerta abierta.
Ella, mirando la puerta, le dio pie:
—¿Y usted piensa lo mismo, comisario?
—Sí, creo que sí. La pobre criatura cayó del tejado y se ahogó. —Entonces recordó que no se habían tomado disposiciones respecto al cadáver. Ahora que Patta había dado por cerrada la investigación, habría que entregarlo a la familia, aunque en caso de muerte por accidente Brunetti ignoraba a quién correspondía hacerlo—. ¿Sería tan amable de llamar al
dottor
Rizzardi y preguntarle cuándo podrá entregarse el cuerpo? —Durante un momento, Brunetti pensó en acompañarlo él, pero no se sintió con ánimo—. Una mujer de los servicios sociales, la
dottoressa
Pitteri, no recuerdo el nombre de pila, que desde hace tiempo se ocupa de los romaníes, quizá sepa…, en fin, lo que ellos querrán hacer.
—¿Quiere decir con la niña, comisario? —preguntó la
signorina
Elettra.
—Sí.
—Está bien. La llamaré y le tendré informado.
—Gracias —dijo él saliendo del despacho.
Mientras subía a su despacho, Brunetti sintió el deseo de dar media vuelta, salir de la
questura
y, como había hecho más de una vez cuando iba a la escuela, tomar el
vaporetto
e ir al Lido a pasear por la playa. ¿Quién iba a saberlo? Peor aún, ¿a quién iba a importarle? Patta, probablemente, estaría felicitándose de la facilidad con que había conseguido proteger a la clase media de una investigación embarazosa, y la
signorina
Elettra se ocuparía de los ingratos trámites de entregar el cadáver de la niña a la familia.
Brunetti entró en su despacho e inmediatamente marcó el número de la
signorina
Elettra. Cuando ella contestó, él dijo:
—Cuando salí de su despacho, Patta tenía un papel en la mano. ¿Sabe de qué se trata?
—No, señor —fue la lacónica respuesta.
—¿Cree que podría echarle un vistazo?
—Un momento, preguntaré al teniente Scarpa —dijo ella, y entonces Brunetti la oyó preguntar en una voz que sonó más débil al apartar ella el teléfono—: Teniente, ¿sabe qué le pasa a la fotocopiadora del tercer piso? —Un largo silencio y de nuevo su voz, un poco más alta, como si se dirigiera a alguien que estaba más lejos—: Debe de haberse atascado el papel, teniente. ¿Haría el favor de echarle una mirada?
Durante el silencio que siguió, Brunetti dijo:
—No debería pincharle.
—Yo no como bombones —respondió ella secamente—. Pinchar al teniente me proporciona el mismo placer, con la ventaja de que no engorda.
A Brunetti no le parecía que la
signorina
Elettra corriera peligro de engordar, y no era dado a cuestionar las diversiones ajenas, pero le parecía que dedicarse deliberadamente a fastidiar al lugarteniente de Patta era un placer más peligroso que comer algún que otro bombón.
—Yo me lavo las manos —dijo riendo—. Pero admiro su valentía.
—Es un tigre de papel, comisario. Todos lo son.
—¿Quiénes, todos?
—Los hombres como él, siempre adustos y callados, rondando tu mesa. Quieren hacerte creer que pueden cortarte en pedacitos y usar esquirlas de tus huesos para sacarse tu carne de entre los dientes. —Brunetti se preguntó si ésta sería también su opinión de los hombres del campamento gitano, pero, antes de que acabara siquiera de pensarlo, ella dijo—: No se preocupe por él, comisario.
—De todos modos, me parece más prudente no ponerse a malas.
Ella respondió con cierta aspereza en la voz.
—Puesto a elegir, el
vicequestore
prescindiría de él al instante.
—¿Por qué? —preguntó Brunetti sinceramente sorprendido. El teniente Scarpa era el leal esbirro del
vicequestore
desde hacía más de una década, siciliano como él, un hombre que parecía darse por satisfecho con las migajas que caían de la mesa de los poderosos. A Brunetti siempre le había parecido implacable en su afán por ayudar a Patta en su carrera.
—Porque el
vicequestore
sabe que en él puede confiar —respondió ella, para total desconcierto del comisario, que confesó:
—No comprendo.
—Él sabe que en Scarpa puede confiar; sabe, pues, que no sería arriesgado deshacerse de él, siempre que le procurara un puesto mejor. Pero de mí no está tan seguro, de modo que nunca se atrevería ni a intentar siquiera prescindir de mis servicios. —Brunetti casi no reconocía su voz, exenta como estaba de su habitual tono humorístico. Pero entonces ella prosiguió, volviendo a su plácida entonación de siempre—: Y, contestando a su pregunta, la única persona que esta mañana ha entrado en su despacho, además de usted, es el teniente Scarpa.
—Ah —se permitió decir Brunetti, le dio las gracias y colgó el teléfono. Se acercó un papel y empezó una lista de nombres. Primero, el dueño del anillo y el reloj. Le era familiar el nombre de Fornari: con la mirada fija en la pared de enfrente, buscó en la memoria. La esposa había dicho que estaba en Rusia, pero el nombre del país, no ayudaba. ¿Qué vendía? ¿Accesorios de cocina? No Muebles de cocina que trataba de exportar a Rusia. Si ahí estaba, justo en el linde de la memoria: permisos di exportación,
Guardia di Finanza
, fábricas. Algo relacionado con dinero o con una empresa extranjera… pero no, no acababa de definirse, y Brunetti decidió desistir.
Escribió el nombre de la esposa, el de la hija, el del hijo y hasta el de la asistenta. Eran las únicas personas que podían estar en el apartamento la noche en que murió la niña. Añadió las palabras «zíngara», «romaní», «sinti», «nómadas» al pie de la hoja, echó la silla hacia atrás y reanudó la contemplación de la pared de enfrente, y entonces le vino a la memoria la cara de la niña muerta.
La mujer parecía lo bastante vieja como para ser la abuela, pero aquella cara arrugada, de mejillas hundidas, era la de la madre de una niña de once años. Ninguno de los tres hijos tenía más de catorce, por lo que no se les podía arrestar. No había visto niños en el campamento, ni siquiera indicios de la presencia de niños, lo que era aún más extraño: ni bicis, ni muñecas ni otros juguetes tirados en medio del desorden. Los niños italianos, durante el día, están en el colegio; la ausencia de los niños gitanos, empero, sugería que ellos estaban trabajando, o haciendo lo que ellos entendían por trabajo.
Los chicos Fornari debían de estar en la escuela a esta hora. Si la niña tenía dieciséis años, estaría terminando la secundaria, y el chico ya podía ir a la universidad. Levantó el teléfono y volvió a marcar el número de la
signorina
Elettra.
—Debo pedirle otro favor —dijo—. ¿Tiene acceso a los archivos de las escuelas de la ciudad?
—Ah, el Departamento de Instrucción Pública —dijo ella—. Juego de niños.
—Bien. La hija de los Fornari, Ludovica, tiene dieciséis años, y Matteo, su hermano, dieciocho. Me gustaría que viera si existe alguna particularidad que pueda sernos de interés.
Él esperaba oírle decir que la petición era muy vaga, pero ella se limitó a preguntar:
—¿Nombre completo de los padres?
—Giorgio Fornari y Orsola Vivarini.
—Vaya, vaya —dijo ella al oír el segundo nombre.
—¿La conoce? —preguntó Brunetti.
—No, señor. Pero me gustaría conocer a una mujer a la que han endilgado el nombre de Orsola y ella pone a su hija Ludovica.
—Mi madre tenía una amiga que se llamaba Italia —dijo él—. Y también conocía a muchos Benitos, a una Vittoria y hasta a un Addis Abeba.
—Otros tiempos. U otra mentalidad, imponer a una criatura un nombre que, más que nombre, es una fantasmada.
—Sí —dijo él, recordando a las Tiffanys, Denis y Sharons que había arrestado—. Mi mujer dijo una vez que si en una serie de televisión americana saliera un Pig Shit, tendríamos que prepararnos para una generación de ellos.