—Existen formas más sutiles para expresar la falta de sintonía —sugirió Brunetti. Las palabras podían ser irónicas pero el tono no lo era, según advirtió Vianello.
—Tienes razón —respondió el inspector—, debería atenerme a las formas de expresión correctas. Pero me parece que estoy cansado, estoy harto de tener que procurar manifestar las simpatías correctas, poner ojos de cordero y decir frases piadosas cuando me enfrento a una de las víctimas de la vida. —Vianello meditó un momento y dijo—: Casi es como si viviéramos en uno de aquellos países del este de Europa de hace años, en los que la gente decía las cosas de una manera cuando hablaba en público y de otra cuando hablaba con sinceridad.
—No sé si te entiendo.
Vianello levantó la cabeza y le miró a los ojos.
—Me parece que sí. —Al ver que Brunetti volvía la cabeza, el inspector prosiguió—: Ya has oído lo que dice la gente, de que debemos ser tolerantes y solidarios y respetar los derechos de las minorías. Pero, luego, en confianza, te dicen lo que piensan en realidad.
—¿Y es? —preguntó Brunetti con suavidad.
—Que están hartos de ver cómo este país se está convirtiendo en un lugar en el que no se sienten seguros, en el que tienes que cerrar la puerta con llave hasta cuando vas a pedir una taza de azúcar a la vecina y en el que, cuando las cárceles están llenas, el Gobierno dice unas nobles palabras acerca de la conveniencia de dar a la gente otra oportunidad para insertarse en la sociedad, y abre las puertas para que los asesinos salgan a la calle. —Vianello terminó tan de repente como había empezado.
Al cabo de un rato que a los dos se les hizo largo, Brunetti preguntó:
—¿Dirás mañana las mismas cosas?
Vianello se encogió de hombros. Finalmente, miró al comisario y dijo:
—Probablemente, no. —Sonrió y volvió a encogerse de hombros, pero ahora de otro modo—. Es duro tener que guardarse esas cosas. Me parece que sentiría menos remordimientos por pensarlas si de vez en cuando pudiera decirlas en voz alta.
Brunetti asintió.
Vianello se agitó con un movimiento que recordaba el de un perro grande cuando se sacude al levantarse. Y, con voz amistosa y firme, preguntó:
—¿Qué crees que va a ocurrir ahora? —El tono era el de siempre y Brunetti tuvo la extraña sensación de haber observado cómo el espíritu del verdadero Vianello volvía a su cuerpo.
—No tengo ni idea —dijo el comisario—. Rocich es una bomba de relojería. Su única manera de tratar las cosas es a golpes. No puede enfrentarse con el jefe, el cabecilla o lo que sea, porque es muy fuerte para él. Así que sólo quedan la mujer y los hijos. —Dudó un momento, pero decidió decir lo que pensaba—. Sería violento aunque no fuera gitano.
—Exactamente —dijo Vianello.
—No quiero llamar atención hacia la mujer. No puedo citarla para interrogarla, ni puedo ir a hablar con ella en el campamento.
—¿Entonces?
—Entonces esperaré la llamada del médico. Y, cuando me haya llamado o cuando me canse de esperar a que me llame, haré otra visita a los Fornari y echaré otra mirada a su apartamento.
Brunetti no tuvo que esperar mucho la llamada del
dottor
Calfi: el teléfono sonó sólo unos minutos después de que Vianello volviera a la sala de guardia. Brunetti levantó el teléfono y contestó dando su apellido.
—Comisario, soy Edoardo Calfi. Usted me ha pedido que le llamara. —La voz era atiplada; y el acento, lombardo, quizá milanés.
—Muchas gracias por llamar,
dottore
. Como le decía en mi mensaje, deseo hacerle unas preguntas acerca de unos pacientes suyos.
—¿Qué pacientes?
—Una familia conocida como Rocich —dijo Brunetti—. Son nómadas que viven en el campamento que está cerca de Dolo.
—Sé quiénes son —dijo el médico ásperamente, y Brunetti empezó a pensar que la llamada iba a ser un fracaso. La impresión se acentuó cuando Calfi agregó—: Y no es una familia «conocida como» Rocich, comisario: es su apellido.
—Bien —dijo Brunetti, esforzándose por mantener la voz serena y afable—. ¿Podría decirme qué miembros de la familia son pacientes suyos?
—Antes me gustaría saber por qué me hace esta pregunta, comisario.
—Le hago esta pregunta,
dottore
, para ahorrar tiempo.
—Me temo que no le entiendo.
—Con una orden judicial, quizá podría conseguir la información de los archivos centrales del distrito, pero como se trata de preguntas que prefiero hacer a su médico personalmente, trato de comprobar si son pacientes suyos, para abreviar.
—Lo son.
—Gracias,
dottore
. ¿Podría decirme a qué miembros de la familia ha tratado?
—A todos.
—¿Y son?
—El padre, la madre y los tres hijos —respondió el doctor, y Brunetti tuvo que dominar el impulso de decir que hacía que sonara como si hablara de los tres ositos.
—La información que necesito se refiere a la menor de las hijas,
dottore
.
—¿Sí? —La voz del médico era cauta.
—¿La ha estado tratando de alguna enfermedad venérea? —preguntó Brunetti como si se refiriera a una persona viva.
El médico no se dejó engañar.
—Comisario, leo los periódicos, y sé que Ariana ha muerto. ¿Por qué quiere saber si la había tratado —recalcó el pretérito— de esa clase de enfermedad?
—Porque en la autopsia se le apreciaron señales de gonorrea —dijo Brunetti con voz neutra.
—Sí; yo conocía el problema, y ella estaba en tratamiento.
Brunetti desistió de preguntar si, en su calidad de médico, no había considerado oportuno informar del «problema» a los servicios sociales.
—¿Podría decirme cuánto tiempo llevaba en tratamiento?
—No creo que eso tenga que ver.
Brunetti tampoco lo creía, pero respondió:
—Podría ayudarnos en la investigación de su muerte,
dottore
.
—Varios meses —concedió el médico.
—Gracias —dijo Brunetti, conformándose con lo que se le daba y renunciando a pedir pormenores.
—Me gustaría decir unas palabras —empezó el médico.
—Adelante,
dottore
.
—Trato a esa familia desde hace casi un año, y me intereso mucho por ellos y por las dificultades que encuentran. —En este momento, Brunetti adivinó lo que iba a oír. El
dottor
Calfi era un cruzado, y Brunetti sabía que con los cruzados no tenía nada que hacer como no fuera escucharles, darles la razón en todo y tratar de conseguir de ellos lo que necesitaba.
—Estoy seguro de que son muchos los médicos que se interesan vivamente por sus pacientes —dijo Brunetti con una voz limpia de cualquier sentimiento que no fuera cordialidad y admiración.
—La vida no es fácil para ellos —dijo Calfi—. Nunca lo fue.
Brunetti emitió un sonido de asentimiento.
Durante los minutos que siguieron, Calfi enumeró los infortunios de la familia Rocich; por lo menos, la versión que ellos le habían dado. Todos, en uno u otro momento, habían sido víctimas de un trato brutal. Hasta la esposa había sido golpeada por la policía en Mestre, que le había dejado un ojo tumefacto y magulladuras a uno y otro lado del cuello. Los niños habían sufrido persecución en el colegio y temían volver. El propio Rocich no encontraba trabajo.
Cuando el médico terminó de hablar, Brunetti preguntó con voz emocionada y solidaria:
—¿Cómo contrajo la niña la enfermedad,
dottore
?
—Fue violada —dijo Calfi con indignación, casi como si Brunetti hubiera tratado de negarlo o, de algún modo, hubiera estado involucrado en el acto—. El padre me contó que una tarde, a última hora, cuando la niña volvía andando al campamento, un hombre que conducía un coche grande se ofreció a llevarla. Por lo menos, eso le dijo ella.
—Comprendo —dijo un muy impresionado Brunetti.
—El hombre salió de la carretera y la violó —dijo Calfi, alzando la voz airadamente.
—¿Lo denunciaron a la policía? —preguntó un Brunetti no menos indignado.
—¿Quién iba a creerles? —preguntó a su vez Calfi, ahora en tono de amarga impotencia.
«No muchos», pensó Brunetti, pero dijo:
—Sí, probablemente tiene razón,
dottore
. —En el mismo tono, preguntó—: ¿La llevaron a su consultorio?
—Al cabo de unos meses —respondió el médico, que, antes de que Brunetti pudiera preguntar por qué habían tardado tanto, explicó—: A la niña le daba vergüenza lo ocurrido y no quería que la trajeran hasta que ya no fue posible seguir ocultando los síntomas.
—Comprendo, comprendo —dijo Brunetti y luego murmuró entre dientes—: Es terrible.
—Celebro que lo vea así —dijo el médico, y Brunetti tuvo que reconocer que, efectivamente, todo aquello le parecía terrible, pero quizá no del mismo modo en que se lo parecía al doctor.
—¿Le ha ocurrido algo similar a alguno de los otros niños? —preguntó.
—¿Qué quiere decir con lo de «similar»? —preguntó el médico secamente.
Brunetti creyó que sería prudente evitar el tema de las enfermedades de transmisión sexual y dijo:
—Violencia por parte de los habitantes de la zona. —Y entonces decidió arriesgarse—: O de la policía.
Casi le pareció sentir cómo Calfi se calmaba al oír esto.
—Alguna vez, pero la policía prefiere ejercer la violencia con las mujeres —dijo Calfi, como si hubiera olvidado que estaba hablando con un funcionario del cuerpo.
Brunetti decidió dar por terminada la conversación antes de que se complicara, y dio las gracias al médico por su ayuda y por la información facilitada.
Con un intercambio de fórmulas de cortesía, los dos hombres se despidieron.
—Violencia con las mujeres —repitió Brunetti todavía con el teléfono en la mano. Luego colgó.
Sólo le quedaban los Fornari. Comprendía que lo más prudente era dejar que Patta decidiera si era conveniente volver a hablar con ellos, o quizá fuera preferible dejarlo al criterio del juez instructor, pero Brunetti optó por considerar la visita no como un acto de investigación sino como el intento de clarificar la probabilidad de que la niña hubiera muerto al caer desde su tejado. El
signor
Fornari ya debía de haber regresado de Rusia y Brunetti se preguntaba si se mostraría tan exento de curiosidad como su esposa por la niña gitana hallada muerta cerca de su casa.
Mientras caminaba por Riva degli Schiavoni, obligado a sortear tanto a los transeúntes que iban en su misma dirección como a los que venían de cara, Brunetti tenía la sensación de que alguien lo observaba. De vez en cuando, se paraba a mirar la mercancía de los tenderetes del muelle, que eran cada vez más numerosos: banderines de clubes de fútbol,
gondolieri
, sombreros de bufón de terciopelo acolchado, ceniceros —uno de Capri— y las inevitables góndolas de plástico. Parado frente a aquellos horrores dirigía la atención hacia uno y otro lado disimuladamente. Dejó en el mostrador la góndola que tenía en la mano y dio media vuelta rápida, pero no observó ningún movimiento furtivo entre la gente que tenía a su espalda. Pensó en tomar un
vaporetto
: esto obligaría a su perseguidor a abandonar el intento, pero pudo más la curiosidad, y siguió andando e incluso aflojó el paso, para facilitar la persecución.
Cruzó la Piazza y bajó por la Via XXII Marzo, torció a la derecha, pasó por Antico Martini y por delante de La Fenice. Persistía la sensación de que alguien lo observaba, pero la única vez que se detuvo y se volvió para contemplar la fachada del teatro, no vio a nadie que hubiera visto antes tras de sí. Pasó delante del Ateneo y bajó hacia la casa de los Fornari.
Llamó al timbre, dio su nombre y fue invitado a subir. Cuando llegó al último piso, Brunetti vio a Orsola Vivarini en la puerta y, al acercarse, pensó durante un momento que la mujer había enviado a recibirle a una versión de sí misma con diez años más.
—Buenos días,
signora
. Vengo a hacerle varias preguntas más. Es decir, si no tiene inconveniente.
—Desde luego que no —dijo ella en un tono de voz demasiado alto.
Brunetti sonrió afablemente, sin denotar que hubiera observado el cambio de aspecto. Siguió a la mujer al interior del apartamento. Las flores que estaban en la mesa situada a la derecha de la puerta de entrada seguían allí, pero el agua se había evaporado y el comisario notó el primer olorcillo a podrido.
—¿Su esposo ha regresado? —preguntó Brunetti al entrar en la habitación en la que ella lo había recibido la primera vez.
—Sí; regresó ayer —dijo ella y, volviéndose hacia su visitante, preguntó—: ¿Desea beber algo, comisario?
—No,
signora
, muy amable, acabo de tomar café. Muchas gracias.
Ella le señaló un sillón y Brunetti fue hacia él, pero, al ver que ella no se sentaba, permaneció de pie.
—Siéntese, por favor, comisario —dijo ella—. Avisaré a mi marido.
Él se inclinó y apoyó una mano en el respaldo del sillón. Una vez más, se acordó de su madre, y de una de sus reglas, la de que un caballero no se sienta estando de pie una señora.
Ella dio media vuelta y salió de la habitación. Brunetti se acercó a la pared del fondo, a contemplar un cuadro. Primo Potenza, pensó, de la generación de excelentes pintores que floreció en la ciudad durante la década de los cincuenta. ¿Qué se había hecho de los pintores? Al parecer, hoy en día, en las galerías todo eran instalaciones de vídeo y declaraciones políticas expresadas en cartón piedra. A uno y otro lado del cuadro, agrupadas en marcos de gran tamaño, estaban las que sin duda eran las fotos de familia. Brunetti las estudió. La estrella era la hija. Con el pelo mucho más corto, montando a caballo, practicando esquí acuático, delante de un árbol de Navidad, al lado de su madre. Años después, en verano, ya con el pelo largo, como ahora, en un muelle, con la mano apoyada en el hombro de un muchacho larguirucho, los dos en bañador, muy sonrientes y muy rubios, aunque el pelo de él, muy espeso, era más rojizo. Según la moda del momento, él tenía tatuajes de lo que parecían dibujos tribales polinesios en torno a los bíceps y las pantorrillas. A Brunetti le resultó ligeramente familiar la cara del chico y, suponiendo que era el hermano, lo atribuyó a aire de familia. La muchacha no aparecía en las dos fotos siguientes: en una, la
signora
Vivarini, de espaldas a la cámara, contemplaba una pintura abstracta de grandes dimensiones que Brunetti no reconoció. La mujer rodeaba con el brazo los hombros del que debía de ser el mismo muchacho. En la última foto, ella sonreía a la cámara, de la mano de un hombre de mirada franca y boca afable.