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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (23 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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—Ah, pero ¿esto funciona así? —replicó ella, riendo—. ¿Ahora ya estamos empatados?

—No, no. No quería decir... ¡Ay!

—No pasa nada, Midas. Me alegro de que estemos empatados.

—Bueno, menos mal.

—Sí... —Ida respiró hondo. Vio un frailecillo que saltaba al agua y se ponía a nadar contra corriente—. Bueno, pues ahora voy a pedirte un favor: dime qué te enseñó Henry en la ciénaga. Eso que ninguno de los dos quiere revelarme.

El frailecillo salió con esfuerzo del agua y se quedó descansando con la cabeza agachada sobre la roca desde la que había saltado.

—No sé si... —dijo Midas, arqueando las cejas y resoplando.

—Dímelo —insistió Ida, alzando los ojos, exasperada.

—Un cuerpo de cristal —dijo al fin él, levantando las manos en actitud resignada—. Un hombre que se había convertido en cristal de arriba abajo.

—Vaya.

Midas la miró. Estaba casi tan blanca como los icebergs.

—Lo siento —dijo.

Ida negó con la cabeza. Le impresionó cómo su amiga dedicaba un momento a afrontar el miedo, y cómo luego lo apartaba y seguía adelante. La joven dio unos pasos hacia él. Midas tuvo la impresión de que el espacio que los separaba se reducía de golpe; los copos que caían alrededor parecían grandes como plumas. El aire, salado, le irritaba los labios. Ella se acercó un poco más, con la boca entreabierta. Él dio un paso atrás.

Capítulo 25

Con la marea baja, las playas de arena fina estaban salpicadas de guijarros y conchas.

—Ya hemos llegado —anunció el padre de Midas dejando su bolsa en la blanca arena—. Y hace un buen día.

Padre e hijo apestaban a crema protectora solar e iban vestidos como miembros de una secta ortodoxa, mientras que la madre de Midas llevaba su viejo vestido beige de tirantes. La mujer se agachó para desenrollar una toalla desteñida. El chico se arremangó y se desabrochó unos cuantos botones de la camisa. Su padre parecía cómodo con la camisa almidonada metida por dentro de los pantalones. Sus zapatos destellaban imitando el millar de intensos reflejos del mar color turquesa.

En los acantilados, bajos y desmoronadizos, había grietas y cuevas donde resonaba el eco.

—No debes entrar ahí.

Las cuevas parecían agujeros hechos con dinamita en la pared de la fortaleza de tiza del acantilado. A Midas le encantaba cómo las sombras se encogían de miedo en ellas.

—Pero, papá...

—Es demasiado peligroso. ¿Ves esos pedruscos repartidos por toda la playa? Son trozos de acantilado que cayeron de repente, sin previo aviso. Sólo hace falta un eco para que se desmoronen y te aplasten la cabeza.

—¿Puedo mojarme los pies en la orilla? —preguntó el chico, cruzándose de brazos y mirando el mar.

Su padre negó con la cabeza.

—No debes quitarte la camisa ni los pantalones, porque te quemarás —aclaró—. Se te freirá la piel y se te pondrá roja. Y no debes mojarte la ropa, porque el agua de mar estropea la tela, y tu pobre madre ya tiene bastante trabajo. Tu pobre madre. Piensa en ella.

Midas la miró. Se había tumbado boca abajo en la toalla de playa, y el cabello, entrecano, le tapaba la cara. Cerca había un cangrejo muerto, con las pinzas cruzadas sobre el desteñido caparazón en un cómico gesto de piedad.

—¿Y esa roca? ¿Puedo subir a esa roca?

El padre de Midas siguió con la mirada el punto que el niño señalaba con el dedo. En las aguas poco profundas, donde las olas rompían suavemente, había una roca de la altura de una farola. Su padre se frotó el bigote.

—Tendrás que darme tu palabra de honor de que no llegarás hasta arriba. Y de que tendrás muchísimo cuidado.

—Te lo prometo.

El padre dio un bufido y se puso a extender su toalla de playa azul; la agitó un poco y la posó suavemente en la arena, a cierta distancia de su esposa. Midas abrió su macuto y sacó la cámara, pequeña, plateada y compacta, que le habían regalado por Navidad. Se enroscó la correa en la muñeca y empezó a desatarse los cordones.

—¿Qué haces?

—Me quito los zapatos y los calcetines para llegar hasta la roca.

—¡Todavía no! —exclamó su padre, riendo—. Primero tienes que leer un libro.

—Pero mira —replicó su hijo señalando el cielo con gesto de congoja.

—¿Que mire qué? —preguntó su padre, desconcertado.

—El sol. Está justo ahí arriba. Por encima del mar.

Le habría gustado explicarle que la luz no tardaría en cambiar y que no podía desperdiciarla, pero lo único que atinó a hacer fue señalar el hinchado disco solar.

Su padre sacó unos libros de su bolsa y los dispuso en fila sobre la arena. Uno tras otro. El primer día de sus vacaciones en la playa, cerca de Gurmton, habían pasado toda una mañana en una librería mientras su padre hojeaba prácticamente cada uno de los volúmenes de todas las estanterías en busca de lo que él llamaba «los más pertinentes».

Tras poner su selección de libros en fila, preguntó:

—¿Cuál te apetece más?

Midas, desesperado, señaló la roca que estaba deseando escalar; una orgullosa gaviota blanca se había posado en lo alto y contemplaba el agua desde allí. De pronto echó a volar hacia el mar y, casi inmediatamente, se zambulló, para surgir de nuevo en medio de un arco de gotitas.

—Ondinas, sirenas y Capricornios.
Me parece apropiado. —Su padre dio la vuelta al libro y leyó el texto de la contra— cubierta—: «Una inspiradora colección de ensayos que examina las fantasías y las pesadillas de los marineros.» Hum... ¿Qué te parece?

Midas bajó el brazo con que señalaba. Se sentó y empezó a atarse de nuevo los cordones de los zapatos.

—¿Y éste? Más inmediato, quizá.
Bajo su cintura
,
¡perros!
Éste te interesará, hijo. «Este espléndido libro, que contiene doce ilustraciones a todo color, recorre la costa de Grecia en busca de Escila, el monstruo mitológico a quien la hechicera Circe convirtió las piernas en perros.» Parece ideal para ti.

Midas se sentó y hojeó
Bajo su cintura, ¡perros!
mientras su padre lo observaba con orgullo. Pasó las páginas de las dedicatorias y el índice.

—¡No, no, no! —exclamó su padre agitando las manos—. Si vas derecho a las ilustraciones, pierde toda la gracia. Debes mirarlas cuando llegues a ellas, saborearlas una vez tengas un conocimiento contextual.

Midas volvió a la primera página —un denso prólogo— y se quedó mirando fijamente el texto, pero sin leerlo, hasta que su padre dejó de observarlo y cogió su propio libro, un tocho de tapa dura. Al cabo de un rato, el chico pasó la página y fijó los ojos en la siguiente, levantando de vez en cuando la vista, hasta comprobar que su progenitor se había concentrado en su propia lectura. Entonces se quitó los zapatos y los calcetines, se levantó y se escabulló de él; pasó al lado de su inerte madre y bajó a la orilla. Por el camino encontró una rama fabulosa, torcida y más alta que él, que usó a modo de bastón de aventurero y con la que fue dejando tras de sí un surco en la arena. Se metió en el mar y caminó hacia la roca. El agua, fría y cristalina, chapoteaba alrededor de sus pies. Pisó una concha afilada y reprimió un grito de dolor. Algo que parecía pelo le acarició los tobillos: miró abajo y vio unas espirales de algas verdes enroscadas alrededor de sus pantorrillas. Cuando las sacó del agua le parecieron más pesadas y viscosas. El susurro de las olas iba unido al olor a sal seca.

La rugosa superficie de la roca facilitaba su escalada. Midas trepó hasta una parte donde había muchas lapas y se sentó con los pies colgando hacia su reflejo en un charco que se había formado entre las rocas. Metió los pies en el charco, caliente, para limpiarse la arena y los trozos de algas, pero enseguida los retiró al ver los numerosos brazos color amapola de una anémona que oscilaba entre zarcillos de alga color burdeos.

Miró hacia la playa. Su padre no se había movido, salvo para pasar las páginas de su libro. Su madre tampoco, y seguía tumbada boca abajo, en la misma postura exacta. Midas la enfocó con la cámara y se preguntó si sería feliz. Al menos allí, disfrutando del sol, parecía satisfecha.

Esperó en lo alto de la roca, tan inmóvil como sus padres, a que llegaran las fotografías. Sólo tenía un carrete de más para todas las vacaciones, y tenía que aguardar el momento oportuno. El mar perdió parte de su lustre. El sol avanzó por el cielo. Siguió esperando, y en el transcurso de tres calurosas horas sólo tomó tres fotos. Luego, cuando la luz perdió intensidad, un movimiento en una roca más alejada hizo que se llevara la cámara a los ojos.

Al principio creyó que se trataba de algún tipo de ave marina, pero su vuelo era demasiado caótico. Salía revoloteando de detrás de la roca y volvía a ocultarse. Midas dedujo que tenía un punto de apoyo que no se veía desde donde estaba él, y esperó con la cámara sobre la rodilla, listo para cuando el pájaro saliera volando y entrara en su campo de visión. Cuando por fin lo hizo, fue tan deprisa que Midas sospechó que sólo habría capturado una mancha borrosa. Rezó frenéticamente a Dios para que le aumentara la velocidad de disparo.

Entonces el pájaro volvió a aparecer en su campo de visión, y Midas comprobó que era una libélula. De la longitud de su puño y blanca como la nieve.

Cuando su padre lo llamó desde la playa, ya era entrada la tarde. De pie en la orilla, se protegía los ojos del sol con un libro. Había subido la marea, y alrededor de la roca el agua ya tenía varios palmos de profundidad. Midas empezó a quitarse la camisa y los pantalones; luego envolvió con ellos la cámara, formando un hatillo que colgó del extremo del bastón para poder llevarlo por encima de la cabeza y avanzar con el brazo libre. Se disponía a atar las mangas de la camisa alrededor del palo cuando distinguió algo que se movía bajo la superficie, impulsado por las olas. Era transparente, con un reborde violeta y oscilantes tentáculos. Nunca había visto nada parecido. Se acercó más al agua...

—¿Qué haces, Midas?

Su padre se paseaba arriba y abajo. El chico metió el palo en el agua y sacó aquella cosa que flotaba. Al emerger, la cosa se combó: era una masa pegajosa, desinflada, de la que chorreaban gotitas de agua.

—¡Mira lo que he pescado!

Su padre se quedó petrificado y dio un grito ahogado.

—¡No toques eso, Midas! —Una ola chocó contra sus tobillos, y el hombre saltó atrás, hacia la orilla, chillando.

La cosa resbaló del palo de Midas y fue a caer con un palmetazo al agua, donde se desenroscó con gracia.

—¡Dios mío! ¡Pueden dejarte paralizado!

Había otras flotando en el agua, halos violeta que la luz hacía destacar.

—¿Qué son?

—¡Medusas! ¡Aguamalas!

Midas trepó un poco más arriba por la roca, agarrándose bien a ella, y sin atreverse a mirarlas.

—¿Qué pasa si me ven, papá? ¿Me volveré de piedra?

—¡Dios mío! ¡Midas!

Durante un rato sólo se oyeron las olas, y a un par de gaviotas que acechaban las aguas desde el aire. Entonces la madre de Midas echó a andar hacia el mar; la brisa agitaba su vestido. Arrastraba una tabla de madera ennegrecida de la que colgaba un trozo de cuerda podrida. Cuando llegó a la orilla, siguió caminando; las pequeñas olas rompían contra sus piernas desnudas. Una vez que estuvo lo bastante cerca de la roca, partió un trozo de madera de una esquina de la cuerda y lo lanzó al agua. El trozo fue flotando hacia él, llevado por la corriente. Tras realizar esta prueba, la mujer empujó la tabla en el agua. Midas descendió por un lado de la roca y, al pasar la tabla a su lado, metió el palo por la lazada de la cuerda. La tabla pesaba, y tuvo que agarrarse con fuerza a la pared de la roca para acercarla tirando de la cuerda.

—¡Túmbate! —le gritó su madre—. ¡Como un surfista!

El chico vaciló, pues no podía llevarse la ropa ni la cámara de vuelta a la playa. Con gran pesar, las puso en un saliente de la roca.

Se subió a la tabla de madera, que dio una sacudida y estuvo a punto de volcar. El agua espumeaba al pasar por encima de ella, y una medusa cabeceó peligrosamente cerca. Midas se sujetó con fuerza mientras las olas lo arrastraban hasta la orilla. Sin embargo, cuando creía que ya estaba fuera de peligro, oyó un sorbetón a sus espaldas y las olas lo impulsaron de nuevo hacia mar abierto. Al ver que la tabla iba a traicionarlo, gritó y apretó los párpados, resignado a sumergirse y morir envenenado. Pero no se hundió. Cuando se atrevió a abrir los ojos, estaban tumbándolo en la orilla, y su madre yacía a su lado, con el vestido empapado, de modo que el chico pudo ver su escuálido cuerpo y la vieja ropa interior. La mujer se mordía el labio y se tapaba los ojos con una mano mientras con la otra se frotaba una roncha que estaba formándosele en la pantorrilla. Su padre iba de un lado para otro como una gallina asustada.

En el hospital pronosticaron que la parálisis de la pierna izquierda tardaría una semana en desaparecer. Pero nunca se le fue del todo, y desde ese día su madre cojeaba.

Capítulo 26

Un ave marina negra descendió en picado hasta el mar como un plumín que se moja en un tintero. Un barco que iba dando sacudidas hacia el horizonte, con los motores resoplando, abría surcos de espuma en el agua. La carretera de la costa tenía como cuneta el acantilado, y Midas temía tanto salirse de la calzada que no apartaba la vista de ella. Cuando Ida contempló la grisácea extensión del mar y vio asomar una cabeza provista de un cuerno, no pudo convencerlo para que mirara hacia allí. La misteriosa criatura mantuvo el cuerno en alto, como si comprobara la dirección del viento con un dedo.

La carretera descendía. Dos gaviotas la cruzaron volando, dándose picotazos mutuamente en pleno vuelo, e Ida tuvo una visión fugaz de sus ojos amarillos. El coche no tardó en llegar a nivel del agua, donde las olas rompían cerca de la calzada y una rociada salada empañaba el parabrisas. Un poco más allá, el mar se alzaba por encima de ganchos de granito y se escurría por los canales labrados en unas rocas planas y negras.

En el espejo retrovisor, las lúgubres siluetas de los montes se alzaban como omoplatos de gigantes. El paisaje que se veía a través del parabrisas, cuando no lo tapaba la rociada marítima, era una llanura de roca marrón y canales de agua. Un par de árboles arrastraban sus ramas por el suelo. Los matorrales, nudosos, eran tan oscuros que parecían sacados de una marea negra.

Corrían todo tipo de leyendas acerca de Enghem, la finca de Hector Stallows al norte de Gurm Island; circulaban desde que el perfumista compró aquellas tierras, a consecuencia del resentimiento por la repentina privatización de una franja del paisaje.

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