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Authors: Ali Shaw

Tags: #Fantástico, Romántico

La chica con pies de cristal (19 page)

BOOK: La chica con pies de cristal
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Long John
, ansioso por participar en el juego, ladró y corrió hacia su dueña. Su salto se quedó corto: las patas arañaron la tierra del lado donde estaba Ida, y luego resbalaron por el borde de la grieta. Ida corrió hacia él, pero ya era demasiado tarde.
Long John
se había perdido de vista. Lo único que quedaba de él eran unos ruidos confusos. Sus ladridos habrían podido provenir de cualquiera de los umbríos pasadizos descendentes. Se sucedieron unos correteos y unos aullidos, el silbido del mar, un ladrido (una lombriz salió culebreando de la tierra y se precipitó también por la oscura grieta), la palmada de una ola invisible, más ladridos y una ráfaga de aire salado, frío como las cuevas.

Cuando Ida llegó a su casa, con el maquillaje de adolescente a chorretones por las mejillas, su madre estaba en el jardín delantero, leyendo poesía en su hamaca. Se levantó de un brinco y trató de abrazar a su afligida hija, pero Ida se escabulló e intentó explicar lo sucedido.

—No sufras, Ida —dijo la madre—. Su alma ha regresado a la naturaleza. Es como lo que te conté del nirvana. Pasa lo mismo con todas las cosas. Polvo al polvo. En parte podemos alegrarnos por él.

Sollozando, la joven entró corriendo en la casa y cerró de un portazo. En el recibidor tropezó con su padre, que se sentó con ella en el primer peldaño de la escalera. Ida se escabulló de su abrazo y le explicó, con voz entrecortada, lo ocurrido.

—No llores —dijo él—. Dios tiene un sitio y un momento para todos nosotros. Ya sé que no es fácil entenderlo... Pero si llama a alguien a Su lado, no te quepa duda de que tiene un sitio en Su reino preparado para él.

Ida se sintió traicionada, sentimiento que se materializó en un grito ahogado. Se soltó de su padre y subió la escalera a la carrera. Cuando iba por la mitad del pasillo, se topó con Carl Maulsen, que salía del cuarto de baño abrochándose la bragueta; todavía se oía el ruido de la cisterna del retrete.

Carl había ido a visitar a la familia la noche anterior, sin avisar. Como había conducido desde muy lejos, la madre de Ida se había empeñado en que se quedara a dormir en la habitación de invitados. El padre no había dicho nada y se había acostado temprano. Ida no había podido pegar ojo. Había bajado sigilosamente y escuchado a hurtadillas, al otro lado de la puerta, la conversación que mantenían Carl y su madre. Hablaban de lugares que habían visitado. De otros países, de noches que habían pasado en inmensos desiertos helados y de días buceando entre las ruinas cubiertas de lapas de ciudades hundidas.

Allí, en el rellano, contó atropelladamente la historia a Carl, y añadió un epílogo de cómo sus padres habían tratado de consolarla. El escuchó con atención; luego se apoyó contra la pared de brazos cruzados.

—Y tú ¿qué crees que ha pasado? —preguntó.

—No lo sé —respondió Ida, y rompió a llorar otra vez.

—Mira, te lo explicaré. Tu perro se ha caído por un precipicio muy hondo. Seguramente se ha roto unos cuantos huesos, lo que debe de haberle dolido mucho. Ha ido a parar al mar. Si ha tenido suerte, las olas lo habrán empujado deprisa y lanzado contra las rocas. Lo más probable es que se haya ahogado poco a poco en medio de una oscuridad total. Ahora su cadáver debe de estar atascado allí abajo, o flotando ya hacia el fondo marino, llevado por la corriente oceánica, donde lo mordisquearán los peces carroñeros o lo destrozarán los tiburones.

—¿Y luego? —preguntó ella, con gran esfuerzo.

—Luego sus restos se pudren, la materia se descompone y se dispersa en el agua. Sus huesos forman una capa de arena —repuso Carl, encogiéndose de hombros.

—Pero... ¿y su espíritu?

—Lo siento, Ida —dijo él con otro encogimiento de hombros—. Eso no lo sabemos. Cualquier cosa que te dijera sería pura ficción. Quizá su cráneo sirva de refugio a los cangrejos, eso sí.

Ida se abalanzó sobre él y lo abrazó con fuerza, apretando la cara contra su camisa y su duro abdomen.

En casa de Carl, al salir de la bañera y contemplar la reacia transición del azul de la mañana al pleno día, Ida comparó la indiferencia que él había demostrado aquel día con su actitud de ahora.

Abrió la ventana para que saliera el vapor. Al hacerlo asustó a un búho que estaba posado en una rama y el cual voló describiendo un círculo, para acabar posándose silenciosamente en otro árbol. Ida se sentó en un taburete con intención de secarse, pensando en Midas, que le había propuesto ir a ver búhos. Suponía que ésas eran las cosas para las que, según Carl, a ella ya no le quedaba tiempo. Estaba enfadada porque Midas le había contado a Carl lo de sus pies.

Ya podía volver Midas con ese aparato horrible que colgaba de su cuello y que le hacía encorvarse como un anciano, aunque... Quizá Midas pareciera más gris que su panorama, pero ella no recordaba a ningún otro chico en el que hubiera pensado de forma espontánea tantas veces como había pensado en él durante los últimos días. No estaba segura de tener la fuerza de voluntad suficiente para seguir los consejos de Carl si eso implicaba perder lo único de Saint Hauda que le parecía vivido y real.

La bañera era antigua y se sostenía sobre patas con forma de garras de león. Se miró los desnudos pies y descubrió un espeluznante parecido entre sus pies y aquellas patas, de pulcritud ornamental. Sólo que podía imaginarse aquellas garras de felino caminando sin hacer ruido por un desierto lejano; podía imaginar más movimiento en aquellas pesadas garras que en sus propios dedos. Se los examinó uno a uno y se fijó en la condensación que poco a poco desaparecía de su esmaltada superficie. Procuraba no mirárselos con tanto detenimiento muy a menudo, porque siempre empeoraban. Estaban mucho peor, desde luego, que la última vez que se los había examinado. Eran un espejismo sobre el suelo del cuarto de baño. El meñique izquierdo brillaba bajo la luz del amanecer que entraba por la ventana. Los metatarsianos, encerrados en la parte anterior de sus pies, eran finos como el plumín de una pluma de oca, pero parecían un centímetro más cortos que la última vez. La piel del talón se había vuelto de un blanco mate, preparándose para la transformación. Se secó rápidamente con una toalla y se puso el primer par de calcetines sin entretenerse. No importaba que todavía tuviera los dedos mojados: los calcetines absorberían la humedad, y ella no notaría que no estaban del todo secos.

Capítulo 20

La aguanieve caía formando una cortina de flechas blancas. Un viento traidor arrebataba los paraguas a los peatones y les daba la vuelta en High Street, donde Midas, sentado al volante de su coche, esperaba a que un semáforo cambiara a verde. La aguanieve variaba de dirección a su antojo; tan pronto golpeaba el coche desde la izquierda como empezaba a arponearlo con fuerza desde la derecha. Midas vio la expresión de desesperación de una joven que movía su paraguas hacia uno y otro lado como si fuera un escudo.

El semáforo cambió y Midas pudo por fin arrancar. Descendió pasando por delante de la vieja iglesia, de la floristería Catherine's, del parque junto al estrecho, cubierto de hielo. Cruzó el puente y llegó más allá de los límites de Ettinsford. En la orilla opuesta del estrecho se alzaba una casa inacabada; Midas siempre la había visto así, a medio construir. Al principio había sido una promesa de ladrillo rojo, pero había acabado por convertirse en un semicírculo de escombros. Ignoraba por qué se había abandonado la obra, pero sí sabía que no le habría gustado vivir bajo las primeras ramas del bosque.

El dosel que formaban los bosques de Gurm le recordaron a un escarabajo que había encontrado, enroscado y muerto, en el umbral de su casa esa mañana. Las innumerables capas de angulosas ramas eran como patas múltiples. Los arbustos del sotobosque, privados de luz, eran de hojas finas y nervadas, como alas de insecto.

Siguió adelante y se concentró en recordar la ruta que habían tomado Ida y él la vez anterior. No quería seguir un desvío equivocado y perderse en un bosque de insectos.

Y entonces la encontró: la casa con la puerta de un verde tritón, con una herradura colgada sobre la rendija del buzón. Los árboles disminuían y formaban sendos claros en el jardín delantero y el trasero, que estaban salpicados de nieve.

Ida abrió la puerta antes de que él hubiera llegado y se quedó de pie en el umbral, apoyada contra la jamba de brazos cruzados.

—¿Podemos... entrar? —preguntó él.

Ella negó con la cabeza.

—Ah. ¿Está Carl?

—No, Midas. Se ha ido a Glamsgallow a trabajar.

—Pues entonces...

—No vamos a entrar porque no estoy muy contenta de que hayas venido. —El retrocedió un paso y se rascó la cabeza—. No disimules. Le contaste a Carl lo de mis pies.

Midas detectó en el tono de Ida un resentimiento contenido que lo asustó. Le dieron ganas de correr hasta su coche y alejarse de allí a toda velocidad. Parpadeó para quitarse un copo de una pestaña.

—Mira, Ida, yo... Carl vino a mi casa y vio la fotografía. No se lo conté.

—¿Tenías esa foto a la vista? Joder, Midas. Qué manera de guardar los secretos. Daba por hecho que la habrías borrado.

—Es que... nunca recibo visitas. Bueno, casi nunca. Yo... —Se estrujó las manos.

—Lamentable —masculló ella, y cerró de un portazo.

Se quedó allí plantado, con el viento revolviéndole el cabello y lanzándole nieve en las mejillas, mientras dentro Ida permanecía con la espalda apoyada contra la puerta. Midas pensó que ella tenía razón, y que debería haber borrado aquella foto como había hecho con las otras. Sin embargo, en parte se sentía víctima, engañado por Carl, en cierto modo, al tiempo que ella sentía cómo toda su rabia se desinflaba, y dudaba de que Midas hubiera traicionado su confianza deliberadamente. Y él no había podido decirle que había encontrado a Henry Fuwa. Volvió a llamar a la puerta, confiando en que le abriera y en poder darle, al menos, la dirección de Fuwa; ella estuvo a punto de contestar, pues dudaba que Midas entendiera siquiera por qué le había hecho daño, pero no abrió. El joven volvió a su coche despacio. Ella decidió que la ira no tenía sentido, pues Midas era lo más parecido a un amigo que tenía en Saint Hauda, y abrió la puerta. Unos copos de nieve dispersos caían en diagonal cruzando el vacío jardín. Midas y su coche habían desaparecido.

Capítulo 21

Midas fregaba los platos con los ojos cerrados, como tenía por costumbre: limpiaba los cuchillos y las tazas de café a ciegas. Era extraño, pero de todas las imágenes desagradables que conservaba de su padre, la más vivida era la del hombre cuando fregaba. Por eso Midas realizaba aquella tarea con los ojos cerrados, pues sus brazos sumergidos en el agua jabonosa, los restos de espuma en su piel, el amoratamiento de los dedos, el gesto involuntario con que sacaba un plato del fregadero y lo sostenía en alto para que se escurriera, todo eso le hacía recordarlo. El agua de fregar era una bola de cristal que le mostraba su infancia.

En uno de aquellos recuerdos, Midas era lo bastante pequeño para espiar por el ojo de la cerradura sin necesidad de agacharse. Había estado observando fregar a su padre mientras recitaba una especie de letanía en voz baja, hasta que su madre entró en la cocina y le acarició la parte baja de la espalda. Midas vio cómo aquella caricia se adhería al cuerpo de su padre igual que la cera al colmar un molde. Su padre soltó el plato que tenía en las manos, que cayó en el fregadero. Se irguió y estiró las piernas del todo. Ella le dio la vuelta, y la espuma que goteaba de las manos de él mojó el suelo. Su madre le cogió las manos y se las secó en la falda; luego las separó y las posó sobre sus caderas al mismo tiempo que apretaba su cuerpo contra el de él. Él miraba por encima del hombro de su mujer, con labios temblorosos.

—El... el... —balbuceó al cabo de un rato—. El agua se va a enfriar, querida.

Su esposa lo soltó y dio un paso atrás. Midas se escondió cuando su madre salió de la cocina y subió la escalera. Entonces entró y se quedó de pie junto a su padre, que volvió a sacar el plato de la pila, dejó que el agua describiera semicírculos alrededor del borde y lo puso en el escurridor para que las pompas de jabón, calientes, reventaran por sí solas.

—Midas —dijo el padre sacando el siguiente plato. —¿Sí?

—¿Alguna vez te sientes...? No, déjame pensar un ejemplo. En el colegio, cuando haces algo bien en clase, te sientes eufórico, ¿verdad?

—¿Qué significa eufórico?

—Significa que te sientes muy bien. ¿Cómo te sientes, Midas? Cuando haces algo bien en el colegio, por ejemplo.

—Pues... contento. Orgulloso.

—¿Y no sientes un anticlímax? —inquirió su padre, mirándolo con expresión nostálgica.

—¿Qué es eso?

—Lo contrario de eufórico, más o menos.

—¿Qué has dicho que significaba eufórico?

—Sentirse bien. Muy, muy bien. Tú sientes, ¿verdad? A eso me refiero. ¿Nunca te preguntas... qué ha sido de tu capacidad de sentir?

Mientras Midas fregaba, Ida estaba acurrucada en una silla, en el jardín de Carl Maulsen, con la casita a su espalda. El bosque empezaba bruscamente en lo alto de la cuesta donde el jardín acababa. Carl no tenía parterres de flores, ni arbustos recortados: sólo hierba cortada sin miramientos y, en verano, un claro de césped. Ese día el césped no se veía, pues estaba enterrado bajo una capa de dos dedos de nieve que había crujido como el suelo de madera cuando Ida había caminado trabajosamente por ella apoyada en la muleta y cargada con la silla. La nieve era tan rígida como todo lo demás en Saint Hauda. Igual que las ramas de los árboles, que se doblaban con torpeza al agitarlas el viento, y las hojas, quebradizas, se rompían como el pergamino viejo. Igual que un halcón que Ida había visto volar sin gracia alguna, con mecánico batir de alas. Parecía que eso fuera lo que hiciera aquel archipiélago: agarrotar las cosas, agotar su vitalidad.

Eso era lo que aquel sitio estaba haciéndole a ella.

Fuera de casa se sentía a gusto. Prefería tener el cuerpo frío que el corazón. Se llevó a los labios la taza del termo con sopa de tomate caliente, deleitándose con el agrio humo que entraba por sus orificios nasales. Se había puesto unos mitones de lana y una bufanda rojos para combatir el blanco y negro isleño. Pero ésa era la historia de aquel lugar y de sus habitantes, acartonados y monocromáticos como los platos y las estrellas de la televisión antes del color. Midas, por ejemplo: ¿qué hacía que una persona fuera rígida en todos los aspectos? A la madre de Ida la habían vuelto rígida los años; a su padre, la religión. Recordaba la única vez que lo había visto llorar, la noche antes de que su relación pasara de ser una relación paternofilial a la propia de dos compañeros de piso educados. Él la había sorprendido en la cama con Josiah, el alumno sudafricano del programa de intercambio que pasaba un mes en su casa (una estancia a la que el incidente puso rápidamente fin); pero el llanto de la noche anterior se había producido cuando el padre, que semanas antes de la llegada de Josiah había estado muy nervioso, intentó dirigirse a él en afrikaans. Llevaba tres años estudiando ese idioma, e Ida no tenía ningún motivo para dudar que su padre hubiera alcanzado un dominio aceptable de dicha lengua. Pero cuando en la mesa, a la hora de la cena, carraspeó y habló a Josiah en afrikaans, éste se quedó mirándolo sin comprender. El padre encajó el golpe con elegancia, aunque más tarde Ida lo espió (él se había refugiado en el jardín, por donde revoloteaba una nube de vilano de diente de león) y lo vio llorar. Sus lágrimas se deslizaban lentas como gusanos mientras sujetaba contra el corazón una flor de diente de león. Aquello también era rigidez.

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