A finales de curso, Georges y yo fuimos a tomar el té con miss Claridge una tarde de domingo.
Hacia un día precioso, fresco todavía.
Desde la estación hasta el chalet de miss Claridge las acacias desplegaban sus hojitas verdes al sol.
De pequeña, cuando llegaba al jardín, me parecía traspasar alguna frontera desconocida.
Es muy grande y está rodeado de una verja negra y alta. Entras y te pones a andar bajo unos arcos de hierro forjado por los que trepan rosas amarillas; de esas que se llaman «de té».
En el césped, que ahora está un poco descuidado y lleno de hierbajos, crecen arbustos de azaleas, abelias y narcisos… En la esquina de la derecha hay castaños y tilos, y en la de la izquierda, cuatro hayas que ahora son muy verdecitas, pero en otoño se ponen rojas, doradas… parecen un incendio…
Y a un costado de la casa, un «jardín de hierbas… que me encanta, con perejil, romero, hierbabuena, albahaca, orégano, tomillo…
Creo que hace muchos años era un jardín muy cuidado, pero desde que miss Claridge es tan mayor, aunque u por allí un jardinero, siempre esta un poco destartalado, con montones de hojas secas por todos lados, el césped desigual y las flores descuidadas. A mí, por supuesto, me gusta más así que en plan perfecto.
Nos abrió la puerta mister Landridge, el sobrino buenísimo y sosísimo, que se puso la mar de contento al vernos; creo que debe de encontrarse muy solo.
Miss Claridge parecía un pajarillo. Estaba sentada en su mecedora, llena de mantas, junto a la ventana de la sala.
—¡Christie! ¡Qué bien que hayas venido! ¡Y con Georges! —nos miró apreciativamente.
—Hemos aceptado su imitación y de paso le echaremos una mano en el jardín. Y tomaremos una taza de té —dijo Georges.
Landridge murmuró algo ininteligible y desapareció lleno de papeles bajo el brazo.
—Él no entiende nada de jardines —nos dijo miss Claridge en un susurro—. Por las mañanas llegan gorriones y petirrojos, que da gloria oírlos. Pues él, nada. Dice que no puede estudiar con el gorjeo de los pájaros. Se está, volviendo un hombre de papel impreso. Un libro, un diccionario… ¿Habéis visto las azaleas? Están preciosas. Las hay rosas, las hay blancas, las ha· casi, violetas… ¿Y mis rosas? Hay unas color salmón, otras carmín. Las blancas, las amarillas… Son la bendición del Señor…
—Miss Claridge, voy a pasar la corta-césped… —dijo Georges.
Creo que la conversación le resultaba demasiado romántica.
—Si, querido, ve. Yo me quedo con Christie… ¡Cuándo pases junto a las abelias, ten cuidado con las abejas!
Miss Claridge y yo nos quedamos calladas.
De la ventana entreabierta llegaba el olor del tomillo. Georges arrancaba las malas hierbas, acuclillado en el suelo.
Sobre su cabeza revoloteaba una mariposa amarilla.
Landridge se había llevado sus cosas ala sombra de los castaños y estaba enfrascado en un libro de esos que pesan cuatro o cinco kilos. Yo me sentía la mar de bien. Me encanta ver árboles, flores y escarabajos y mirar a Georges sin que se dé cuenta. Georges es anguloso por todas partes, como medio ascético, creo yo, pero cuando baja las defensas tiene algo muy dulce y vulnerable.
Miss Claridgese quedó dormidita.
Salí fuera.
—Oye, Christie, que hay pulgones.
—Pues les echas insecticida, pero sin exagerar.
Georges parecía un poco perdido entre tanta naturaleza.
Pensé que, de mayor, si no se anda con ojo, será como Landridge. ¡Qué rabia! No me gusta la gente que sólo se preocupa de las ideas y de los libros. A mi me parece que nunca deberíamos perder de vista la tierra.
Corté unas rosas y luego las coloqué en varios floreros. ¡Me encanta poner flores! Jaime me dice siempre que en mi próxima reencarnación seré japonesa y especialista en «ikebanas».
—¿Por qué no preparas el té, Jorgito?
—¡No me llames Jorgito!
—¡Jorgito, Jorgito!
Nos empezamos a pegar. No sé qué nos pasa que últimamente no hacemos más que pegarnos. (Bueno, si que lo sé: queremos estar cerca el uno del otro y supongo que no se nos ocurre otro método).
Landridge —que debe de ser un reprimido— nos echó una mirada escandalizada y cortamos el rollo.
—¿Tú sigues?
—Si, no te preocupes.
El césped había quedado bastante bien. Me quité los zapatos y saqué la manguera.
¡Qué gozada!
La manguera es como una serpiente que se desenrosca a medida que le alejas del grifo. Los pies se 1e mojan y la hierba le hace cosquillas.
La literatura es maravillosa, pero la sensación de la tierra bajo los pies, el sol en la nuca y el olor del verano que comienza es igualmente maravillosa. Habría que conseguir tenerlo todo. ¿Por qué no? Como decía el pirata: «La vida es corta, pero ancha».
Todas las llores brillaban de agua y yo caminaba arrastrando la manguera, bajo la rosaleda. Y hubiera seguido toda la vida con mi manguera y mis reflexiones, hasta que oí el pitido de la Kettle y retrocedí, enrollando la manguera otra vez.
Sin hacer ruido, Georges había ordenado la habitación y la cocina. Incluso había lavado platos y ceniceros y fregado el suelo. Desde que estuve en su casa ha decidido ser un manitas para ayudar a su madre y convertirse en un hombre autosuficiente en el plano doméstico.
—Se nota que estas educado en la agencia El Talismán, chico.
Después de tomar el té, Landridge se puso a hablar de literatura inglesa y nos enzarzamos en una pastosa discusión sobre la novela. Al faro de Virginia Woolf, que me encanta. Pero Landridge —que analiza hasta el detalle más pequeño me dejó planchada con su erudición.
Miss Claridge nos sorprendió con un ronquido increíble en alguien tan arrugadito y frágil.
Nos despedimos. Estaba ya anocheciendo.
Subimos al tren en silencio. Olía a verano. ¡Qué ganas de que acabe el curso!
Llegamos a mi casa hacia las diez.
—El personaje central, el de la madre, en Al faro es tierno y luminoso. Muy humano, ¿no crees? —me dijo Georges.
—Si.
—Tú serás así, de mayor. Creo.
—¡Anda ya! —me azaré horrores.
—Y yo… no seré como Landridge.
¡Me había leído el pensamiento!
—Me gusta mucho estudiar y profundizar en las cosas, pero necesito relacionarlas con cosas concretas. Te doy un ejemplo: si no te beso en este momento, me muero.
Y me empujó suavemente dentro del portal y me dio un beso y a mi nadie me había besado así y era muy dulce.
Yo cerraba los ojos y los abría mientras duró el beso. Georges tenia los suyos abiertos de par en par y me miraba y me miraba y casi me caigo encima de él, bastones y todo, porque me temblaban las piernas. Cuando nos separamos, subí a casa sin decir ni mu, me encerré a cal y canto en mi cuarto y me tumbé sobre la cama. Me latía el corazón muy aprisa. Era como si se me hubieran agolpado demasiadas sensaciones juntas. Unas, conocidas, y otras, totalmente nuevas.
Tenia frío. Alargué el brazo para coger un jersey de la silla. No era un jersey: era la cazadora de Indiana Jones. Me tapé con ella. ¡Qué increíble! ¡La de cosas que han pasado en estos meses! Ahora me parece una niñería toda la historia que inventé. Me parece que he cambiado mucho y he aprendido cosas y me estoy enrollando con Georges y mamá se va a casar otra vez y cambiaremos de casa y… y…
Es que si pienso en el futuro me da vueltas la cabeza.
Bueno, la verdad es que no sé qué va a pasar, ni mañana, ni pasado; lo que sí he aprendido es que la felicidad hay que aprisionarla entre los dedos, porque es como un puñado de arena que después se escapa lentamente. Y he decidido no llorar más: eso lo tengo claro. No vale la pena porque la vida es corta, pero ancha.
FIN