Había sacado de la cesta una lechuga y me la ofrecía sonriente.
Nos despedimos y me quedé allí para da, como una tonta, con la lechuga en la mano.
Eché a andar hacia la playa. Cuando llegué, había dejado de llover. La playa estaba fantástica, como recién lavada, y el mar batía con muchísima fuerza contra el malecón. Las olas eran verdes y se rompían contra el cemento en una espuma luminosa y blanca. Y había miles de nubes con las espaldas oscuras y las tripas rosas que corrían veloces hacia el oeste.
¡Jo! ¡Ser una nube y llegar más o menos hasta Samarkanda!
De todos modos el encuentro con la aldeana me había serenado. Además, no podía olvidarlo porque llevaba encima la lechuga, que era como un talismán. Me hacia mucha ilusión que a mis padres se los recordara con cariño.
Yo también los recordaba jugando al tenis, ambos vestidos de blanco. Y Jaime, Suzy y yo haciendo de recogepelotas, mientras Pedro, con una viserita en la cabeza, chillaba:
—¡Cuarenta iguales! ¡Set! —subido en la altísima silla del árbitro.
Nos poníamos muy nerviosos porque, en el fondo, todos queríamos que ganara mamá.
«¿Me gustaría estar muerta? —pensaba—. No, ya no».
Llevaba unos días queriéndome morir y que todos lloraran sin parar en mi funeral. Pero ahora me parecía una ridiculez. Tenia que resolver la situación que había creado con… entereza.
Ésa es una palabra que mi padre decía a menudo.
Bajé a la arena y fui andando, sin zapatos, por el borde del agua hasta volver a la estación. Antes de subir la cuesta, me volví a mirar el agua por última vez y una gaviota me pasó por encima, casi rozándome. Señal de buena suerte, pensé. Cuando llegué a casa era ya bastante tarde. Había anochecido.
—¡Christie! ¿Dónde has estado?
—Mamá, perdona. He ido a ver el mar.
Tenía ganas.
Hubo un momento raro, pero mamá acabó por sonreír y todo volvió a su ser. Mis hermanos me sirvieron la última taza de té, que estaba fría, pero buena a pesar de todo… Antes de sentarme, le hice una reverencia a mamá y le entregué la lechuga, sacada de debajo de la cazadora.
Después de contarles el encuentro con las aldeanas, mi hermana dijo con voz ácida y en plan sarcástico:
—Mamá también tiene algo que contarte…
—¡Qué aguafiestas eres, rica! —saltó Jaime.
Mamá me alargó un sobre. —¡Glup!— del director del cole. La carta decía:
Muy Sra. mía:
Me gustaría saber qué hay de cierto en una historia que su hija Christine ha contado en clase. Se trata de algo relacionado con una cazadora.
Creo que Christine posee una gran imaginación, y ello es ciertamente positivo, pero pienso que no debemos dejar que confunda la realidad con la fantasía.
Esperando sus noticias, se despide de Usted cordialmente,
Stephen Grant.
¡Qué chachi! ¡Mister Grant piensa que soy muy imaginativa!
A pesar de la tormenta que se avecinaba, me hizo mogollón de ilusión.
—El problema está en saber si te sientes una niña o un adulto —dijo Pedro—. Tu pretendes que se te trate como a alguien hecho y derecho. Por ejemplo, armaste la gris porque ya no querías dormir con Suzy y no paraste hasta que mama no te acondiciono el cuarto de servicio. Y todo porque, según tu, eras demasiado mayor para compartir el cuarto con nadie. En cambio, ahora llevas unos días agobiada porque has dicho una mentira en el colegio. Te comportas como una cría. No tienes valor para decir que la cazadora es heredada y te sacas una novela de la manga, y al final vas a tener que reconocer que es mentira. Y si pretendes que mamá lo solucione, demuestras que, efectivamente, eres una niña.
—Yo seré una niña, pero tú eres un pedante, fíjate lo que te digo. Además, he decidido resolverlo yo, para que lo sepas.
—No creo que sea ninguna tragedia —dijo mama. Y me sentó junto a ella, abrazándome—. Se os ha olvidado que vosotros también habéis tenido catorce años, una edad que no tiene nada de fácil. Así que disculpad a Chris, y si dice que lo va a resolver, lo hará.
Y a mí me dijo al oído:
—¡Querida gordi, yo si que te quiero!
De pronto me hubiera gustado que aquel momento no acabara nunca.
Por las ventanas de la sala se veían las casas oscuras y pedazos de cielo casi negro. La habitación estaba en sombras y olía a té, a pan tostado ya la cera de los muebles. Olía a casa.
Mamá se levantó y se sentó al piano.
Cuando empezó a tocar, Suzy encendió una lámpara y todos teníamos la misma cara de estúpidos. Como si saliéramos de un sueño.
Pedro, pillado «in fraganti» dijo:
—¡Cuánto me hubiera gustado nacer en una familia menos sentimental!
Al día siguiente llegué al cole hecha polvo. Está bien ser imaginativa para las redacciones y…, bueno, para divertirse y sacar partido a las cosas, pero reconozco que ese día hubiera preferido ser total mente imperturbable. No tener imaginación. Ser un tocho.
Al entrar en clase, Grant me hizo un gesto. Me acerqué a él.
—Christine, no estaría mal que explicaras…
—Yes, indeed —le contesté precipitadamente. ¿En qué estaría pensando Ana Bolena cuando le cortaron la cabeza?
Mis compañeros and compañeras me miraban conteniendo sus risitas malignas. Eso, por un lado, me dio coraje y, por otro, me serenó.
—Bueno…, parece ser que debo una explicación a Mister Grant, a vosotros y a todo el colegio, a propósito de mi cazadora —empecé, cuando la gente dejó de «jiji jiu, de darse codazos, de tirar lápices al suelo, etc.—. A mi caza dora no le pasa nada, salvo que me está grande, porque la he heredado de mi hermano. El día que la traje por primera vez os reísteis tanto de mí que me sentí muy… ridícula.
En ese preciso momento llaman a la puerta y aparece miss Davis, la «secre de Grant.
—I'mvery sorry, Director, bla…, bla…
En resumen, que había llegado un chico nuevo. Yo le vi de frente y me quedé colgada de sus ojos grises y de su mirada. Y mirándole me quedé medio tonta, pero nadie se dio cuenta —salvo él, supongo— porque todos me daban la espalda, mirando como estaban hacia la puerta.
Nunca me había pasado algo así. Fue un flash.
Tiene los ojos grises más bonitos que he visto en mi vida. Extraños y tristes.
Grant lo saludó, le tomó por el brazo en plan cariñoso y tal, y dijo:
—Os presento a Georges Stevenson. Acaba de llegar de Italia, donde ha vivido dos años, y se va a quedar con nosotros una temporada. Haced un esfuerzo por echarle una mano, porque llevamos ya mes y medio de curso y creo que lo va a notar.
El hombre se sienta en el primer banco, junto al pasillo. Entonces caigo —yo siempre lenta de reflejos— en que lleva dos bastones y que se hace un lio con ellos y uno se le cae al suelo. Y la gente que estaba a su lado, mirándole como a una aparición.
—Georges, has llegado en un momento… crucial. O, por lo menos, instructivo, para conocer la psicología de tus compañeros, y especialmente la de Christine, que nos está intentando explicar por qué contó a todo el colegio que su cazadora había pertenecido a Harrison Ford —son risita—. Ya sabes, el de Indiana Jones.
¡Sigue, Christine, por favor!
—Err… En realidad es un problema de forma y esencia —¡toma ya!—. Si yo llego y os reís de mi por una cazadora demasiado grande, por mi forma de vestir, cosa a la que, sobre todo algunos, le dais mucha más importancia que a todo lo demás… Si me siento ridícula y humillada…, pues caben dos posturas: la buena, que seria decir: en casa no hay mucho dinero para ropa. Mi madre es viuda. Tengo tres hermanos, etc. Y la mala, que es la que yo elegí, contándoos una mentira entre algunas verdades. Porque si es cierto que mi tío, el pelotari, compró la cazadora en Miami, y también es verdad que hay un sitio donde venden trajes de actores. A mi me hubiera gustado tener la cazadora de Indiana Jones. Desde que vi «El arca perdida». Supongo que tuve una asociación de ideas un tanto… estrambótica. No pensé en armar tal lío, y stop. Que lo siento. Sólo quería que me dejarais en paz.
La clase atraviesa momentos de estupor. Nadie sabe cómo reaccionar.
—Por cierto… El dinero del alquiler se lo dejo a mister Grant —y lo dejé en su mesa dentro de un sobre.
—¡Ah! ¡Muy bien! ¡Compraremos una planta para miss Claridge! —dice el «dire» tan ancho, y después, saliéndose por la tangente, pregunta:
—¿Tú qué piensas, Georgcs?
El nuevo se levanta, apoyándose en el pupitre. Es flaquísimo y habla con una voz muy grave, arrastrando las palabras, despacio, pensando lo que dice. Y tiene un acento que a mi madre le encantaría. Como muy de Oxford. O sea, el chico es un intelectual.
—Pienso que reírse de los demás está mal. Que reírse de alguien porque lleva una cazadora que le está grande es una estupidez. Y que contestar a una agresión estúpida con una fantasía inocua es… ¡creativo!
Me sentí como si a Ana Bolena le hubieran salvado del hacha del verdugo.
¡Qué majo, el hombre!
En ese momento, la chica que a mi siempre me ha parecido la más tonta de la clase, Sol Vargas, que va vestida corno un figurín porque le compran cantidad de ropa, se levanta y dice:
—Yo estoy de acuerdo. Christine es una compañera fenomenal y nosotros estuvimos de pena, y fue… porque nadie aguanta que sea la más inteligente de la clase. Sobre todo, los chicos.
Rugido sordo de «los chicos».
—Mister Grant, ¿me puedo sentar? —pregunté. Si sigo de pie, creo que me caigo.
Grant asintió.
Me siento y tengo que hacerlo al lado de Georges, porque los puestos se han corrido y supongo que, por lo de los bastones, ha quedado un pupitre vacío a su lado.
Debo de estar colorada corno un tomate.
El hombre no me mira, pero susurra:
—¡Up with life!
A todo esto, él no se sienta y Sol también sigue de pie y se levantan Gerald, Tony y Vanessa, casi al tiempo, y se sigue levantando gente después, hasta que los quince de mi clase están en pie.
Grant se frota las manos, mira hacia la ventana —está lloviendo a mares— y dice:
—Bien, bien. Mañana, una hora antes de comenzar las clases, nos reuniremos frente al museo del parque a dar un paseíto a paso ligero y recordar a los romanos con aquello de «mens sana in corpore sano». Como parece que sois bastante estúpidos, aunque veo que capaces de reconocerlo, intentaré hacer algo por vuestros escuálidos físicos. Y ahora, se acabó el festejo.
¡Abran sus libros por la página ciento quince!
Nos recorrió un escalofrío. El parque a las siete y media, con lluvia, paseíto, horror y pavor.
La segunda clase, que no me entero de nada. Yo, la más inteligente.
Entre los ojos grises del chico nuevo, la defensa de Sol, la tranquilidad de Grant y la solidaridad de la clase —por que fue solidaridad—, es que no me enteraba de nada.
Al salir del cole, le di las gracias a Sol. Las dos, muy cortadas, pero me sonrió de una manera más cálida que antes. En la acera, plantado junto a un arbolito, me encontré con Georges, que, al parecer, me esperaba. Yo bajaba con Suzy. Presensaciones, etc. Yo, frita. No sé por qué. Bueno, si que lo sé. Por el rollo de que mi hermana es más alta, más rubia, más delgada, más todo.
—Os puedo llevar a casa, si queréis.
—¿Tienes coche?
—Yo no —serie—. Es del consulado; pero, como estoy despistado todavía, me vienen a buscar.
Suzy y yo subimos al automóvil, brillante y negro, infladas como dos pavos reales. Y un chófer todo serio. La gente del cole que todavía andaba por allí abría la boca del asombro. Ni a Erik le vienen a buscar en coche. ¡Fue de película!
Yo miraba a Georges de reojo. Suzy le estaba contando no sé qué de Virginia Woolf. Es que la chica tiene un mundo… A mi no se me ocurría nada. Pensaba sólo en lo gorda que estoy y en que Georges pensaría que Suzy es mucho más guapa que yo. ¿Por qué llevaría bastones y tendría las piernas tan flacas que le bailaban los pantalones?
Llegamos a casa. Nos bajamos los tres. Suzy sonreía muchísimo. Debía de estar muy impresionada por lo del coche; nunca se molesta en sonreír a los chicos. Sólo se deja admirar.
—Christine, ¿me puedes hacer un favor?
El cielo estaba gris y él tenía los ojos grises.
—Sí, claro —digo yo.
—¿Me acompañas a comprar zapatos? En Italia no llueve tanto…
—Bueno.
—¿A las cinco?
—Bueno.
—Luego puedes venir a tomar el té… —dice la mujer de mundo.
—Okay. Te vengo a buscar a las cinco, pero… sin chófer.
—Vale.
By-by
. Sonrisas. La mujer de mundo se despide con un movimiento de su rubia melena, que hubiera hecho palidecer de envidia a cualquier otra mujer de mundo. Y a mí, que no lo soy, también, claro.
—No está mal tu amigo… —dice ella en plan condescendiente.
—Todavía no se si es mi amigo –digo yo fríamente. A ver si por ser un cazo no voy a tener mis criterios, jolín…
En casa, juerga. Mamá está traduciendo un parte de accidente. Del francés al castellano, para una compañía de seguros de Bilbao.
Pedro, Jaime y mamá están muertos de risa junto a la maquina de escribir, que es una antiquísima Remington tamaño gigante, a la que mamá no renuncia por nada del mundo.
—Pero ¿qué os pasa?
Pedro explica, papeles en mano:
—Un tal José González, varón, veinte años, natural de Granada, domiciliado en Bilbao, conduciendo un 600 (vehículo A), propiedad de su padre, que circula por la autopista Burdeos-París, adelanta a Dupont Pierre, que conduce el vehículo B, propiedad de Lisiers Jacky, que está a su lado, etc., la descripción, etc., que a su vez estaba adelantando a un camión (vehículo C) conducido por lbrahim Ahmed, natural de Argel y que llevaba una carga de naranjas.
»A choca con B. Se le desprende el motor, que rebota contra B, y B choca contra la delantera del camión y, por razones desconocidas, la carga de éste sale despedida. La carretera es invadida por las naranjas. A sigue para adelante y se carga dieciséis
glissiers
…
—¿Qué son
glissiers
? —pregunto.
—Vallas de seguridad o algo parecido…
—Pero lo más genial es la declaración del Dupont —interrumpe Jaime excitadísimo.
Agarra el papel y traduce en plan chapuza:
«Cuando yo y mi concubina íbamos en su Renault no sequé, propiedad de mi concubina…».