Siente una calma agradable en el cuerpo. Se recuesta contra la pared de piedra y deja vagar la vista por el bajo cielo invernal. Todo está perfectamente preparado. Sólo hay que esperar.
Nada que temer. Samuel, el muchachito pálido del jardín de Richmond. En realidad debió de haberse tomado tiempo para darle una paliza. Sí, ¿es una idea?
Nooo
, no, mejor hacerlo rápido: un disparo directo al pecho,
pang
, un corazón que estalla, y estará muerto, fuera del mundo, nada de qué preocuparse.
Y así —en el crepúsculo del tercer día— ve finalmente la figura encorvada de Samuel caminando en su dirección por el sendero.
Edgar se oculta adentrándose más en la cripta.
Intenta no temblar cuando saca la pistola. Trata de permanecer sereno, pero la maldita pierna izquierda le tiembla. ¡Quieta!
Desde donde está sentado, hecho un ovillo, ve el cuaderno de apuntes que dejó en el suelo (una trampa perfecta para el malcriado). Cuando Samuel llegue frente a la cripta, lo verá y luego mirará dentro de la bóveda. Y entonces probará su propia medicina, una muerte violenta y súbita, el dedo del maestro en el gatillo. «No me llames maestro, ¡degenerado! ¿Quién te ha dado permiso para llamarme maestro? ¡Voy a volar tu detestable corazoncito en pedazos! ¡Mira aquí, parásito!»
Ruido de pasos.
Los zapatos de Samuel son brillantes, algo grandes para su tamaño.
Ahora desciende a la bóveda.
El rostro blanco como un cadáver aparece justo frente a Edgar. Se le ve más viejo, todavía más arrugado y consumido, parece un hombre viejo, el rostro de un anciano.
Samuel chilla:
—¿Maestro?
Edgar levanta la pistola. La mano le tiembla. Los pies le tiemblan. Ahora quiere decir algo, pero la lengua está como paralizada en la boca.
—¿Maestro? ¿Eres tú? ¿Qué haces ahí abajo?
Edgar no contesta. La pistola se agita en la oscuridad.
—¿Qué tienes ahí? ¿Qué? ¿Vas a dispararle a tu propio muchacho?
Un impulso atraviesa la mano de Edgar. El dedo índice se desliza por el gatillo. «¡Mira aquí, parásito!»
Un ruido.
Edgar lo alcanza con un disparo en el pecho.
El pequeño cuerpo cae hacia delante. Samuel yace boca abajo.
Edgar guarda la pistola en la cintura del pantalón.
«Bien. Estuviste bien. Tal como lo planeaste. Justo en el pecho. ¡Ja! Totalmente muerto. El crápula. Llamarme “maestro”…»
Entonces arrastra a Samuel hasta el fondo de la bóveda, destraba con ambas manos el cierre del féretro que está al lado y se agacha para levantar el pequeño cuerpo. Cuando lo da la vuelta sobre la espalda, mira la cara sin vida sobre el suelo de tierra. Su piel es muy pálida. Blanco tiza en los párpados. Se ve casi bello ahí donde yace…, con el corazón destrozado: una herida sangrienta en el pecho, el muchacho. ¡Ja! Totalmente muerto. Por fin terminó la basura. Entonces la ve. Cuando el disparo resonó en la cripta, la cara de Samuel esbozó una tímida sonrisa. Cayó hacia delante con el rugido del disparo en los oídos y una pequeña sonrisa en la cara. ¿Qué significa eso? ¿Qué? «¿De qué te ríes?»
Con un impulso alza a Samuel hasta el féretro y lo desliza al interior. Está a punto de asegurar de nuevo el cierre cuando, gracias a un rayo de luz que se cuela a través de la puerta hasta el féretro, se detiene de nuevo en la sonrisa.
Coloca el cierre a toda prisa y sale corriendo, tras cerrar la puerta, rumbo a la entrada del cementerio.
Poe
Fordham
N
o piensa más acerca de lo que sucedió esa mañana en el cementerio: la cara de Samuel, sus párpados pálidos y la extraña sonrisita en los labios. ¿Qué podría significar eso? No tiene energías para preocuparse por las cartas que deja en el cajón del escritorio, no quiere saber nada de abrirlo y ver lo que contiene, no. Se siente en estupenda forma, mucho mejor, y todo se ve más claro.
El muchacho ya no existe.
Edgar escribe una carta a Ned Foster explicando que lamentablemente el «niño-genio» enfermó y murió al poco tiempo, y que, por lo tanto, Foster no volverá a oír del asunto.
¡Ah, ahora se siente libre!
¡Ya es tanto lo que ha dejado atrás! Griswold y el escándalo en Delmonico’s, los cruentos asesinatos en Nueva York. Sí, quizás hasta la muerte de Sissy ahora le parece que sucedió hace mucho, mucho, y no piensa en nada que lo pueda preocupar. Se concentra exclusivamente en su salud, su futuro y el sentimiento cada vez más fuerte de que a su vida le falta algo, una mujer, un apoyo, alguien que lo vea y lo ame y lo admire.
Cada vez que se recuesta a descansar, trata de imaginarse a la mujer que será su mejor mitad: es muy pálida, con cabellos largos y oscuros, ojos inteligentes y la boca…, tímida, sensible, cambiante, de repente cruel y fría, y luego amorosa y comprensiva.
Durante todo el año siguiente trata de encontrar una nueva esposa.
Esto es lo que hace para calmar la agitación en su corazón:
1. En julio viaja a Lowell para dar una charla en Wenthworth’s Hall. Un día se encuentra a Jane Locke: han sido corresponsales durante meses. Hace varias semanas que está seguro de que el poema que ella escribió —
Invocación de un genio apasionado
— es una especie de propuesta de matrimonio.
Pero en Lowell descubre que está casada con un abogado y que tiene cinco hijos.
2. Apenas unas semanas después conoce a otra mujer, Nancy,
Annie
, Richmond, y queda desarmado por su gracia y elegancia «divinas». La ama desde el momento en que la ve en el vano de la puerta de una casa en las afueras de Lowell.
Pero tampoco Annie Richmond puede casarse con él, ya está casada, también ella. A pesar de que quizás ama a Edgar, para ella es impensable romper con su marido y lanzarse a los brazos de un escritor desesperado y marcado por la muerte.
3. Cuando le propone matrimonio a la escritora Sarah Helen Whitman en el cementerio de Swan Point en Providence, está seguro de que ella lo aceptará. Es viuda. Hace pocas horas le leyó el poema
Ulalume
y vio cómo su cara —que es de una belleza desgarradora— se turbó de excitación, pecas rojas en el cuello. Tomó su mano y la apretó con fuerza.
Los cielos estaban oscuros de octubre.
Crujían las hojas de los árboles,
las hojas marchitas de árboles otoñales;
era noche en el octubre solitario
del año que revivo a mi pesar.
Helen Whitman es perfecta —pálida, muy pálida— huele suavemente a éter, como si recibiese los sufrimientos de su corazón, y hay algo de perplejidad en ella. Él ya tiene sentimientos por ella, sentimientos fuertes, y quizá no sea tan raro, pues ella se parece a las mujeres de las que él se enamora: son de una palidez lívida, algo «fuera de este mundo», con una especie de ardor residual en los ojos; además, Helen Whitman es aguda y cambiante, y lo mira con ternura, y él ya la ama con pasión.
—Señora Whitman —le susurra.
—Querido Poe. Llámeme Helen.
Está seguro de que Helen responderá con un sí cuando le pregunte si quiere casarse con él, sabe que lo desea.
—Querida Helen. ¿Lo deseas?
—¿Qué?
—¿Casarte conmigo?
—Señor Poe…
—Es lo más natural del mundo, querida, sabia Helen.
—Nos conocemos desde hace sólo unas semanas.
—Puede ser…, ¿son sólo unas semanas? Bueno, pero ¿no lo ves? Estamos hechos el uno para el otro…
—Es posible.
—Serás una influencia tan benéfica para mí, Helen, y yo creo, con toda modestia, que también puedo significar algo para ti.
—Quizá.
Helen dice que lo debe pensar, pero él sabe que ella lo ama. Está seguro de que aquello terminará bien.
Por fin ha encontrado una nueva esposa.
Griswold
Nueva York
Pero esperen, ahí llega Griswold, es él quien conduce
un rebaño que pronto será desollado.
¡Miren! La visión de su mesa lo alegra.
Un salto cacareante que añade plumas a su vestido;
así, disfrazado de plumas, tiene la belleza de un cisne.
James Russell Lowell
P
or la noche, Rufus se sienta al escritorio y trabaja, lee, escribe notas, apoya la cabeza en las manos, piensa. Bebe té negro. Entonces detiene la pluma sobre la hoja, levanta la cabeza. Ahora oye de nuevo el ruido de pasos en la calle. Se levanta y se acerca a la ventana para mirar hacia abajo. La calle está vacía y silenciosa. Oye el ruido de las pisadas, leve, innegable, pero no ve a nadie ahí abajo. Ni una persona, nada que pueda producir un ruido así. Rufus cierra los ojos y se imagina un par de zapatos brillantes sin dueño que atraviesan la noche. No se oye otro ruido en su pequeño apartamento al lado de la Universidad de Nueva York. Las hijas viven con unos parientes. Él tiene tiempo para escribir. Es irritante verse interrumpido de esta manera, por ruidos que no sabe de dónde vienen. Coge con brusquedad la silla del escritorio. Se sienta nuevamente. Continúa la frase que no había terminado.
Escribe durante toda esa noche, hasta que amanece. Agotado, se queda al lado de la ventana y mira a la calle que, minuto a minuto, se puebla de abogados y vendedores de periódicos, vendedoras de mercado, organilleros. Ya no le gusta tanto salir. Un vahído en la escalera, sus manos que tiemblan en la baranda. Prefiere su silla, al lado de la ventana.
No está sano. Sus pulmones están mal. El pecho le gorgotea y le silba. Echa gotas de láudano en un vaso. El líquido se difunde y tiñe el agua de marrón claro. Hay tanto que querría escribir, pero después de algunas horas la respiración se vuelve pesada y las manos incómodamente livianas. Las gotas hacen que respire mejor, así puede trabajar más.
Duerme todo el día.
Se levanta y come un poco, bebe algo de vino: ha claudicado después de todos estos años de abstinencia; le encanta el agua de las uvas, la paz que se asienta en su interior, duerme mejor después de un par de copas de vino. Regresa a la cama.
Por la noche se sienta a menudo con los ojos cerrados y piensa. Escribe en sesiones intensas, encorvado sobre las hojas. Entonces se interrumpe. Oye los pasos (los siniestros pasos), se tapa los oídos con las manos. Escribe cartas. Así mantiene contacto con todos los que conoció o desea conocer. Hay muchos que aún le escriben. Está enfermo, pero todavía es alguien influyente. No está desposeído de poder. Ann Lynch. Fanny Osgood. Sarah Helen Whitman. La historia lo hace girar lentamente en torno de ella.
Un día se entera de los amoríos de Poe. Abre las cartas con impaciencia. Las lee sin respirar.
Helen Whitman escribe: «Cuénteme lo que sabe de él».
Rufus responde: «Edgar Poe es un gran escritor, uno de los más inteligentes que poseemos. Los rumores sobre él son en gran parte exagerados y malintencionados».
Rufus se entera de las cartas que se escriben entre ellos, del poema que Poe recorta de un ejemplar de
El Cuervo y otros poemas
para pegarlo en un pedazo de papel y mandárselo a ella. (Es
A Helen
, que Poe había escrito originalmente para Jane Stanard, en 1831, mucho antes de saber quién era Helen Whitman). Ahora lo ha recortado y se lo ha mandado a Helen, pegado en un pedazo de papel, para indicarle que lo había escrito para ella. ¿O no?
En su opinión, éste no es el mejor poema de Poe (no, no, todavía le parece que
El Cuervo
es el mejor, o más bien el menos complicado), pese a que éste tiene un par de estrofas que suenan bastante bien: «Tus aires de náyade me vuelven /a la orgullosa gloria que fue Grecia / y a la grandeza que fue Roma una vez». Rufus no puede dejar de regocijarse. «El amor» entre ellos crecerá para luego desarmarse. Con sólo tener paciencia, él será un espectador de la caída. Rufus la alentará, observará la «relación» que crece entre ellos, desde una distancia apropiada, y así, cuando las esperanzas alcancen el punto más álgido, verá que ella lo destruye todo.
Helen Whitman es muy «espiritual» en los poemas que escribe. Pero cuando Rufus la vio por última vez, en Providence, la notó nerviosa. Con el rostro en las manos, Rufus se imagina la cara de la señora Whitman y la recorre con su mirada.
Se escriben cartas y poemas entre ellos, Poe y Whitman. La inseguridad de ella aumenta, eso lo puede sentir incluso él desde Nueva York. Ahora oirá las cosas más extrañas acerca de Edgar Poe. Los amigos que tiene hacen correr los viejos rumores. Los escritores de Nueva Inglaterra lo odian, no hay duda. En Boston lo ven como un embaucador.
Así no puede ser.
Si la señora Whitman escucha demasiadas cosas, no se le abrirá nunca. El «amor» que comparten debe poder crecer. Tiene que calmarla, piensa. Helen Whitman le cuenta que Fanny Osgood le ha escrito lo siguiente: «La Providencia te proteja de él. Su llamada es la más elocuente que te puedas imaginar. Es un bello demonio, de corazón y cerebro grandes».
Junto a la ventana, Rufus siente cómo la indecisión invade a la señora Whitman.
Cuando ella lo invita a Providence, «debe» viajar. Se siente miserable, pero debe saber lo que ella piensa de Edgar Poe. Necesita ver el amor de Poe en sus ojos, es una tentación irresistible.
Cuando mira las cartas, sentado en la sala frente a ella, no logra ocultar su excitación.
Edgar ha escrito un nuevo poema para ella, una descripción de la primera vez que la vio, un poema desesperado y esperanzado que duele leer.
Todo estaba en silencio: nuestro mundo árido dormía,
pero no tú ni yo. (¡Dios! Cómo late mi corazón
cada vez que estas palabras se mencionan juntas).
La madre de la señora Whitman le ofrece té con hierbas.
—¿No se encuentra usted bien, señor Griswold?
Él carraspea, trata de sonreír.
—Lejos de ello, por desgracia. Espero que esto pueda ayudar.
Tres gotas de láudano en el té. Entonces respira mejor.
—Querida señora Whitman —dice él, y le toma la mano—. Escuche a su corazón. No a los rumores. Todos los críticos son impopulares.
Desde que Rufus incluyó diecisiete de sus poemas en
Poetisas norteamericanas
, Helen Whitman escucha con atención lo que él dice.
Ahora está más calmada. Al día siguiente, él regresa a Nueva York con la sensación de que la duda en ella se disuelve y que pronto invitará a Poe a Providence. Al cabo de poco tiempo estarán a punto para la boda.