La canción de Troya (50 page)

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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórico, #Bélico

BOOK: La canción de Troya
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Sarpedón profirió un breve grito de angustia y luego arrebató la manta de una montura a un soldado herido, se cubrió con ella el rostro y los hombros y marchó directamente hacia una de las hogueras. De un gancho olvidado por los griegos en su afán de expulsar a los licios del parapeto pendía una cuerda. Sarpedón se asió a ella y tiró con fuerzas sobrehumanas, tan grande era el dolor que sentía por la pérdida de Glauco. La madera crujió y chirrió, los maderos ennegrecidos comenzaron a abrirse y agrietarse y, de pronto, se desplomó un gran sector del muro alrededor de nosotros. Los troyanos que por desdicha se encontraban debajo quedaron aplastados; los griegos que por desdicha se encontraban en lo alto cayeron en picado con él; y al instante todo el sector medio de mi línea se hallaba descompuesto. A través del hueco distinguí altas casas de piedra y barracones, más allá hileras de embarcaciones y el gris Helesponto. Entonces Sarpedón bloqueó mi visión, arrojó la manta, cogió su espada y su escudo y entró en el campamento griego clamando muerte.

Los griegos desaparecían a medida que avanzábamos, y el número de nuestros hombres que se introducía por allí aumentaba por momentos, hasta que el enemigo se recuperó y nos hizo frente. Áyax se encontraba presente incitándolos a resistir, pero entre tanta aglomeración nadie confiaba en la posibilidad de entablar un duelo. De todos modos, la línea no cedía la mínima fracción; Idomeneo y Meriones acudieron con sus cretenses y mi hermano Alcatoo cayó. Vertí amargas lágrimas por él y maldije mi debilidad, aunque sentía más furia que pesar. Me esforcé por luchar mejor.

Los rostros aparecían y desaparecían: Eneas, Idomeneo, Meriones, Menesteo, Áyax y Sarpedón. Ya se veían muchos troyanos entre los licios y dárdanos; eché una ojeada atrás y advertí que el hueco del muro era mucho más amplio. Sólo los penachos morados nos impedían matarnos entre nosotros mismos, tan grande era la confusión y con tal dureza se discutía el terreno. Los hombres morían valerosamente y a puñados; mis botas resbalaban sobre los cuerpos y había zonas donde la presión era tan enorme que los cadáveres permanecían erguidos, boquiabiertos y manando sangre de sus heridas. Me goteaba sangre ajena de los brazos y el pecho, que tenía empapados.

Polidamante se materializó a mi lado.

—¡Héctor, te necesitamos! ¡Hemos cruzado la brecha en gran número pero los griegos ofrecen firme resistencia! ¡Ve cuanto antes hacia el Simois, por favor!

Me costó algún tiempo liberarme sin sembrar el pánico entre los que quedaban detrás, pero por fin estuve en condiciones de retroceder con sigilo hasta que pude seguir a lo largo del muro griego, animando a los hombres en mi camino, recordándoles que nuestra sería la victoria definitiva en el momento en que incendiásemos aquellas mil naves y los dejáramos sin esperanzas de huir en ellas.

Alguien tropezó conmigo. El hombre estuvo a punto de abrirse la cabeza, salvo que al ponderar el golpe recibido lo descubrí sentado y riendo.

—¿Por qué no miras por dónde vas? —me preguntó Paris.

Lo miré atónito.

—¡Me sorprendes continuamente, Paris! Mientras los hombres sucumben por doquier, tú apareces por aquí sano y salvo. Tan tranquilo que te diviertes poniéndome la zancadilla.

Ni siquiera aquellas palabras borraron la sonrisa de su rostro.

—Bien, si crees que voy a rogarte que me perdones, tendrás que pensártelo mejor, Héctor. Si no fuera por mí, no estarías aquí, ésa es la pura verdad. ¿Quién escogió uno tras otro a los griegos más importantes para destinarles sus flechas? ¿Quién obligó a Diomedes a abandonar la lucha?

Lo así por los largos y negros rizos y lo obligué a levantarse.

—¡Entonces escoge algunos más! —le grité entre dientes—. ¡Tal vez Áyax!, ¿qué te parece?

Paris se escabulló con una mirada de odio y en aquel momento descubrí que parte de nuestra línea, ya en dificultades, era atacada por Áyax y su gran compañía de soldados.

El frente de batalla en pleno había cambiado de dirección. Ahora luchábamos entre las casas, tarea difícil y peligrosa; todos los edificios albergaban a griegos preparados para una emboscada. Pero los que se encontraban al descubierto retrocedían sin cesar hacia la playa y las naves. Áyax oyó mi grito de guerra y respondió con el suyo, tan famoso: «¡A ellos! ¡A ellos!» Nos abrimos paso entre los innumerables cadáveres para encontrarnos mutuamente, yo con la lanza preparada. Luego, cuando casi estaba sobre él, se inclinó de repente y apareció con una piedra en las manos, uno de los calzos que se utilizaban para asegurar los barcos que recalaban en las playas. Mi lanza era inútil; la arrojé al suelo y desenvainé la espada, contando con mi velocidad superior para atacarlo primero. Mi adversario lanzó la piedra con todas sus fuerzas apuntando directamente a su objetivo. Sentí un dolor desgarrador cuando me alcanzó de pleno en el pecho, y me desplomé.

Me pareció surgir de la rumorosa oscuridad a un mundo de terrible dolor. Sentí el sabor de la sangre en la boca, vomité y, al abrir los ojos, distinguí junto a mí el suelo ennegrecido por la sangre. Entonces volví a perder el sentido. La segunda vez que recobré el conocimiento el dolor no era tan intenso y uno de nuestros cirujanos se arrodillaba sobre mí. Me esforcé por incorporarme y él me ayudó.

—Tienes algunas costillas muy magulladas y varias venas rotas, príncipe Héctor, pero nada reviste gravedad —me dijo.

—¡Los dioses nos acompañan hoy! —logré articular apoyándome en él mientras me ayudaba a ponerme en pie.

Cuanto más me movía, menor era el dolor que sentía, por lo que seguí en movimiento. Algunos de mis hombres me habían conducido más allá del camino del Simois, cerca de mi carro. Quebriones me sonreía.

—Te creímos muerto, Héctor.

—Devolvedme allí —dije mientras subía en el carro.

Poder ser transportado fue una bendición, pero cuando llegué junto a la multitud tuve que apearme. Al considerarme muerto, mi ejército había comenzado a flaquear, pero en cuanto suficientes hombres se enteraron de que seguía con vida y que había vuelto a la lucha, se recuperaron. Volver a verme debió de representar un duro golpe para los griegos, que rompieron filas y huyeron entre las casas hasta que un jefe para mí desconocido consiguió detenerlos bajo la proa de una nave que se levantaba solitaria, una especie de mascarón de proa en sí misma, muy adelantada de la, al parecer, primera e interminable hilera de naves. Puesto que se negaban a retirarse más lejos, habíamos doblegado a los griegos; sólo quedaban Áyax, Meriones y algunos cretenses para desafiarnos.

La proa de aquella nave solitaria se cernía sobre mi cabeza; intuí el éxito en mi fuero interno cuando Áyax se plantó ante mí y empuñó su espada, mi espada, la que yo le había regalado. Arremetí contra él, que me esquivó limpiamente; de nuevo se repetía nuestro duelo, pero en esta ocasión nadie tenía la oportunidad de observarnos, alrededor de nosotros los demás luchaban con igual ferocidad.

—¿De quién es ese barco? —pregunté entre dientes.

—Pertenecía a Protesilao —repuso jadeante.

—Lo incendiaré.

—¡Antes arderás tú!

Llegaban más griegos para defender lo que sin duda era un navío talismán cuando una repentina oleada de la masa nos separó a Áyax y a mí. En aquellos momentos me acompañaban algunos miembros de mi guardia real y los griegos que se nos enfrentaban no tenían la calidad de los soldados de Salamina. Avanzamos, eliminando adversario tras adversario. Áyax se cruzó de nuevo por mi visión pero en esta ocasión no trató de reanudar nuestro enfrentamiento. Con fuertes y sucesivos empujones se subió a la cubierta de la nave de Protesilao, rápido y ágil como un titiritero. Una vez allí cogió un largo palo que agitó de un lado a otro en perezosos círculos derribando a mis hombres de la cubierta en el instante en que la alcanzaban.

Cuando hubo caído el último griego que tenía ante mí, me apoyé en sendos hombros troyanos y trepé hasta asirme a la proa de Protesilao. Desde allí hasta la cubierta bastaba con un simple salto. Frente a mí, Áyax seguía balanceándose sobre sus talones, aún invencible. Nos estudiamos el uno al otro, sintiendo en el mismo instante el cansancio de tanta lucha. Áyax agitó la enorme cabeza lentamente como si tratara de convencerse de que yo no existía e hizo girar de nuevo su palo. Levanté la espada y lo golpeé con la hoja, que se partió en dos. La repentina falta de equilibrio estuvo a punto de derribarlo, pero se enderezó y buscó a tientas su espada. Me escabullí hacia adelante, seguro de que él estaba acabado, pero de nuevo me demostró cuán gran guerrero era. En lugar de enfrentarse a mí corrió hacia la popa, tensó los músculos y saltó desde la nave de Protesilao hasta la que se encontraba inmediatamente detrás, en el centro de la primera hilera.

Lo abandoné. En mi fuero interno experimentaba un sentimiento de amor hacia aquel hombre, amor que sin duda también él compartía. El afecto mutuo nace entre amigos o enemigos. Sabía que los dioses no querían que nos matáramos el uno al otro, pues habíamos intercambiado regalos de duelo.

Me incliné sobre la barandilla y divisé un mar de penachos morados troyanos.

—¡Dadme una antorcha!

Alguien lanzó una hacia arriba. La cogí, me dirigí hacia el vacío mástil entre sus sudarios y dejé que el fuego lamiera amoroso las gastadas cuerdas y la astillosa y reseca madera. Áyax me observaba desde la nave contigua con los brazos inertes en los costados y las lágrimas deslizándose por su rostro. Las llamas prendieron, una sábana de fuego recorrió el mástil hasta las crucetas, la cubierta comenzó a despedir regueros de humo procedentes de otras antorchas que habían sido arrojadas en la parte inferior por las aberturas de los remeros. Corrí hacia la proa y me subí a ella.

—¡La victoria es nuestra! —grité—. ¡Las naves arden!

Mis hombres corearon mis gritos y llegaron en masa a reunirse con los griegos que se apiñaban frente a las naves formando una hilera tras el solitario talismán de Protesilao.

Capítulo Veintisiete
(Narrado por Aquiles)

P
asé la mayor parte del tiempo en el tejado de nuestros barracones más altos contemplando la perspectiva desde nuestra muralla hasta la llanura. Vi cómo el ejército rompía filas y huía; fui testigo de cómo Sarpedón derribó nuestro muro y presencié a los hombres de Héctor apareciendo en masa entre las casas. Lo vi todo, pero nada más. Oír a Ulises resumir sus planes había sido una cosa; comprobar el resultado de los mismos era insoportable. Regresé a casa con pasos cansinos.

Patroclo se sentaba en un banco ante su puerta con los ojos inundados de lágrimas. Al verme, me volvió el rostro.

—Ve en busca de Néstor —le ordené—. Lo he visto traer a Macaón hace un rato. Pregúntale qué noticias tiene de Agamenón.

Eso era algo por completo inútil, pues era evidente cuáles serían las noticias. Pero por lo menos no tendría que ver a Patroclo ni oírlo rogarme que cambiara de idea. El estrépito del enfrentamiento que se sucedía con violencia al otro lado de la empalizada que aislaba a mis tesalios era algo distante. Nos encontrábamos en el extremo más acosado del campamento, junto al Simois. Me senté en el banco y aguardé a que regresara Patroclo.

—¿Qué ha dicho Néstor?

Tenía el rostro contraído por el desprecio.

—¡Nuestra causa está perdida! Tras diez largos años de esfuerzos y sacrificios, nuestra causa está… perdida. ¡Y sólo tú eres el culpable! Eurípilo se hallaba con Néstor y Macaón. Las víctimas son innumerables y Héctor ataca a nuestros hombres como enloquecido. Incluso Áyax se ve impotente para contener su avance. Las naves deben arder.

Aspiró profundamente y prosiguió:

—¡Si no te hubieras peleado con Agamenón, nada de esto habría sucedido! ¡Has sacrificado Grecia en aras de tu pasión por una mujer insignificante!

—¿Por qué no crees en mí, Patroclo? —le supliqué—. ¿Por qué te has vuelto contra mí? ¿Estás celoso de Briseida?

—No. Sólo desilusionado, Aquiles. No eres el hombre que yo imaginaba. No se trata de amor, sino de orgullo.

No dije lo que pensaba porque sonó un enorme griterío. Corrimos ambos hacia la empalizada y subimos la escalera para ver qué sucedía. Una columna de humo se levantaba hasta el cielo: la nave de Protesilao ardía en llamas. Los hechos se habían consumado: ya podía actuar. Pero ¿cómo decirle a Patroclo que era él y no yo quien debía dirigir a nuestros hombres, a los mirmidones de Tesalia?

Cuando bajamos, Patroclo se arrodilló ante mí.

—¡Aquiles, las naves arderán! ¡Si tú no lo haces, permíteme ponerme al frente de nuestras tropas! Habrás visto cómo desesperan al mantenerse aquí inactivos mientras mueren todos los griegos. Deseas el trono de Micenas, ¿no es eso? ¿Deseas regresar a una tierra que no se halle en condiciones de resistir a tus fuerzas conquistadoras?

Aunque con rostro tenso, le respondí sin alterarme.

—No ambiciono el trono de Agamenón.

—¡Entonces permíteme salir ya con nuestros hombres! ¡Déjame llevarlos hasta los barcos antes de que Héctor los destruya!

Me permití asentir secamente.

—Bien, llévatelos. Comprendo tus razones, Patroclo. Asume el mando.

Mientras pronunciaba tales palabras comprendí cómo podría funcionar aún mejor el proyecto.

—Pero con una condición —le dije al tiempo que lo ayudaba a levantarse—. Que vistas mi armadura y hagas creer a los troyanos que es Aquiles quien se les enfrenta.

—¡Póntela y ven con nosotros!

—No puedo hacerlo —respondí.

De modo que lo conduje al arsenal y lo ayudé a vestirse la áurea armadura que mi padre me había entregado de las arcas del rey Minos. Le venía demasiado grande, pero hice todo lo posible para adaptársela solapando las placas delanteras y posteriores de la coraza y acolchando el casco. Las grebas le llegaban hasta los muslos, lo que le permitía mayor protección que de costumbre. Y mientras nadie se le aproximara demasiado podría pasar por Aquiles. ¿Consideraría Ulises que había quebrantado con ello mi juramento? ¿O Agamenón? De ser así, peor para ellos. Haría cuanto pudiera para proteger a mi antiguo amigo, a mi amante, de cualquier peligro.

Los cuernos habían sonado; los mirmidones y otros tesalios estuvieron dispuestos con gran rapidez, lo que evidenció cuán deseosos se hallaban de entrar en la palestra. Acompañé a Patroclo a la zona de reunión mientras Automedonte corría a uncir mis caballos al carro; aunque fuese de escasa utilidad dentro del campamento, era necesario que todos vieran llegar a Aquiles decidido a expulsar a los troyanos. Con la armadura de oro que yo raras veces vestía, todos creerían que era yo.

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