«Cuando abras los
ojos
verás a alguien que conoces. No tienes que esperar. Empecemos aquí.»
Me forcé a mantener los ojos cerrados, pero agarrando la maleta con ambas manos me la subí hasta el pecho. Podía sentir a la muchedumbre obligándome a avanzar con ella hacia las puertas abiertas. Ya me llegaban con toda claridad los chillidos de los mozos y los olores dulzones de los albañales de Calcuta. Sentí cómo mi mano derecha empezaba a abrir la cremallera del compartimento exterior de la maleta donde había guardado el arma cargada.
«Empecemos aquí.»
Con los ojos aún cerrados vi abrirse ante mí, como si se tratara de puertas al acecho, los siguientes minutos, como las fauces de la gran bestia que era la ciudad, y podía sentir la flor oscura desplegarse en mi interior con toda su fuerza, y a continuación el peso de la engrasada perfección de la Luger, y por fin empezaría el sacramento, y entonces el poder fluiría por mi brazo hacia mi interior, a través de mí y fuera de mí, escupiendo llamas en la noche, y las formas huidizas caerían y yo cargaría de nuevo con el placentero «che» del nuevo cartucho al encajar en su sitio y el dolor y el poder fluirían y las formas huidizas caerían y la carne se separaría de la carne por el impacto y las llamas de las chimeneas iluminarían el cielo y guiado por su rojo resplandor encontraría mi camino a través de las calles, senderos y callejones, y encontraría a Victoria, esta vez a tiempo, encontraría a Victoria a tiempo y mataría a quien se interpusiera en mi camino y mataría a todo el que...
«Empecemos ahora.»
—¡No! —grité y abrí los ojos. Mi grito ahogó el Canto por no más de uno o dos segundos, pero fue tiempo suficiente para retirar la mano del compartimiento abierto de mi maleta y girar violentamente hacia mi izquierda. Las puertas se encontraban tan sólo a diez pasos de mí y la muchedumbre empujaba sin cesar hacia ellas, siendo ya su avance más rápido y concentrado. A través de las puertas pude ver por un instante a un hombre con una camisa blanca, de pie junto a un pequeño autocar azul y blanco. El hombre tenía el pelo erizado en púas de oscura electricidad.
—¡No!
Utilicé mi maleta como ariete para abrirme camino hasta la pared. Un hombre alto me empujó y yo lo golpeé en el pecho hasta que me dejó pasar. Me encontraba solamente a tres pasos de las puertas abiertas, y el movimiento de la muchedumbre me impulsaba hacia fuera con la fuerza de una explosión de aire en el vacío.
«Empecemos ahora.»
—¡No!
Ignoro si lo grité en voz alta. Me abalancé hacia delante, empujando en dirección contraria al gentío como si vadeara un río con el agua hasta el pecho, y con la mano izquierda me aferré a la tranca de una puerta sin letrero alguno que conducía a la sección privada de la terminal. Como quiera que fuese logré retener la maleta, mientras formas humanas forcejeaban contra mí, dedos y brazos golpeándome accidentalmente la cara en la refriega.
Empujé la puerta y corrí, con la maleta golpeándome la pierna derecha, mientras los empleados del aeropuerto se apartaban sorprendidos a mi paso. El Canto rugía con más fuerza que nunca, produciéndome tanto dolor que me obligaba a cerrar los ojos con fuerza.
«Empecemos aquí. Empecemos ahora.»
Me detuve de repente, choqué contra el muro y retrocedí tambaleándome por la fuerza del impacto. Mis brazos y piernas se agitaron y temblaron como si estuviera sufriendo un ataque epiléptico. Di dos pasos en dirección a la terminal.
—¡Jódete! —chillé, o eso creo, y logré avanzar de lado, vacilante, arrastrándome contra una pared que resultó ser una puerta, y de repente me encontré a gatas en una habitación alargada y oscura.
La puerta se cerró y se hizo el silencio. Auténtico silencio. Estaba solo. La habitación era larga y apenas estaba iluminada, vacía salvo por algunos montones de equipajes sin reclamar, cajas y baúles. Me senté en el suelo de cemento y miré en derredor con creciente sensación de sorprendido reconocimiento. Miré a la derecha y vi el vetusto mostrador donde había aguardado el ataúd de la compañía aérea.
El Canto había callado.
Durante varios minutos seguí sentado en el suelo, jadeando. Ahora el vacío en mi interior era algo casi agradable... una ausencia de algo negro y ponzoñoso.
Cerré los ojos. Recordé haber tenido en mis brazos a Victoria la noche de su nacimiento, las demás veces, su olor a leche y a bebé y el recorrido de treinta pasos desde la sala de partos a la de cuidados.
Sin abrir siquiera los ojos agarré el asa de mi maleta e, incorporándome, la arrojé tan lejos como me fue posible por la larga habitación. Rebotó sobre una polvorienta estantería y se hundió, desapareciendo de la vista entre un montón de cajas.
Abandoné la habitación, bajé veinte pasos por un corredor desierto, salí a la terminal cerca del único mostrador de billetes en activo y compré uno para el vuelo siguiente.
No hubo retrasos. El vuelo de Lufthansa a Munich llevaba tan sólo a diez pasajeros cuando despegó de la pista veinte minutos después. No se me ocurrió siquiera echar un último vistazo a Calcuta. Me quedé dormido antes de que hubieran izado el tren de aterrizaje.
Llegué a Nueva York al día siguiente por la tarde, y cogí un Delta 727 con destino al aeropuerto internacional de Logan, en Boston. Allí me abandonó lo que restaba de mi nerviosa energía y no pude impedir que la voz se me quebrara cuando llamé a Amrita para pedirle que fuera a buscarme.
Para cuando Amrita llegó en el Pinto rojo, yo temblaba de manera incontrolable y no era del todo consciente de dónde me encontraba.
Quiso llevarme a un hospital, pero yo me derrumbé en el asiento de vinilo negro.
—Conduce. Por favor, conduce.
Enfilamos hacia el norte por la 1-95 mientras el sol del crepúsculo proyectaba largas sombras a través de la valla protectora. Los campos estaban húmedos a causa de un reciente aguacero. Los dientes me castañeteaban de manera casi incontrolable, pero yo insistía en hablar. Amrita conducía en silencio, mirándome de vez en cuando con aquellos ojos profundos y tristes. No me interrumpió ni siquiera cuando empecé a balbucear.
—Me di cuenta de que eso era exactamente lo que ellos querían que hiciera. Lo que Ella quería que yo hiciera —dije mientras nos acercábamos a la línea fronteriza—. Ignoro el motivo. Acaso Ella quería que ocupara el puesto de él, como él ocupó el de Das. O tal vez Krishna me salvara porque sabía que algún día me harían volver para alguna otra locura. No lo sé. Y no me importa. ¿Te das cuenta de lo que es realmente importante?
Amrita me miró pero no pronunció palabra. Las luces nocturnas daban un tono dorado a su tez canela.
—He estado culpándome día a día, consciente de que seguiré haciéndolo hasta que muera. Pensaba que era culpa mía. Fue culpa mía. Ahora sé que tú también te has estado culpando.
—Si no la hubiera dejado en... —empezó a decir Amrita.
—¡Sí! —exclamé y fue casi un grito—. Lo sé. Pero hemos de acabar con ello. Si no lo superamos sólo lograremos destruirnos mutuamente y a nosotros mismos, destruiremos lo que nosotros tres significamos. Formaremos parte de la oscuridad.
Amrita aparcó en la cuneta, cerca de la salida de Salisbury Plains. Retiró las manos del volante. Permanecimos allí, sentados en silencio, durante varios minutos.
—Echo de menos a Victoria —dije. Era la primera vez que pronunciaba el nombre de nuestra hija desde Calcuta—. Echo de menos a nuestra niña. Echo de menos a Victoria.
Amrita dejó caer la cabeza sobre mi pecho. Apenas lograba entenderla, pues sus palabras quedaron ahogadas contra mi camisa cuando empezó a llorar. Luego la oí con claridad.
—Yo también, Bobby —musitó—. Yo también echo de menos a Victoria.
Permanecimos fuertemente abrazados mientras los camiones pasaban veloces dejando una estela de viento y ruido, y los últimos coches de la hora punta llenaban los caminos de colores quemados por el sol y chirridos de neumáticos sobre el asfalto.
Considerando que, desterrado todo odio,
El alma recupera la inocencia primigenia
Y aprende al fin que por sí misma puede deleitarse,
Apaciguarse, atemorizarse,
Y que su propia voluntad bondadosa es la vol untad de Dios;
Ella aún puede ser feliz
Aunque todos los rostros frunzan el ceño,
Y aúllen los vientos de todas las regiones
O estallen todos los rugidos.
WILLIAM BUTLER YEATS,
Plegaria por mi hija
Ahora vivimos en Colorado. En la primavera de 1982 me invitaron a realizar aquí un pequeño taller en un college de la montaña y regresé al este justo el tiempo necesario para recoger a Amrita. Nuestra siguiente visita devino en residencia más bien permanente. Hemos alquilado la casa de Exeter, con muebles y todo, pero las ocho pinturas cuelgan aquí, sobre la rústica madera de la cabaña, y el pequeño boceto en óleo de Jamie Wyeth que compramos en 1973 está muy cerca de captar el maravilloso juego de luces que vemos desde la ventana. Durante los primeros meses de nuestra estancia aquí nos obsesionó la calidad de la luz, y tanto Amrita como yo intentamos, con timidez al principio, pintar al óleo.
En comparación con Boston los recursos de este colegio son primitivos y nuestros sueldos bajos. Pero la casa en la que vivimos fue un día la cabaña de un guardabosque y desde nuestro inmenso ventanal podemos ver cumbres nevadas más allá de ciento cincuenta kilómetros al norte. La luz es tan brillante y clara que casi llega a parecer hiriente.
Vamos en vaqueros la mayor parte del tiempo, y Amrita ha aprendido a manejar el Bronco de cuatro ruedas en el barro y la nieve. Echamos de menos el océano. Y todavía más a algunos de nuestros amigos y las ventajas de la civilización costera. Aquí el pueblo más cercano está a doce kilómetros del campus, montaña abajo, y en lo álgido del verano apenas alcanza los siete mil habitantes. Su restaurante más elegante es La Cocina
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, que podemos alternar con Pizza Hut, Nora's Breakfast Nook, Gary's Grill y el restaurante de carretera, abierto las veinticuatro horas, de la autopista interestatal. En verano Amrita y yo frecuentamos el Tastee Freez. La librería del pueblo está instalada en un remolque Air Stream, esperando a que se construya el nuevo Centro Cívico. Denver está a casi tres horas de distancia, y en invierno los dos puertos de montaña permanecen cerrados durante días.
Pero aquí el aire parece especialmente limpio, y por las mañanas nos sentimos más ligeros, como si la altitud nos despojara de parte de la gravedad que afecta, imperativa, al resto del mundo. Y aquí la calidad de la luz del día es algo más que un fenómeno agradable, para nosotros es una forma de claridad. Una claridad que sana.
Abe Bronstein murió el otoño pasado. Acababa de terminar el ejemplar de invierno, en el que se incluía un trabajo corto de Ann Beattie, cuando sufrió una grave trombosis coronaria camino del metro.
Amrita y yo volamos a Exeter para su funeral. Más tarde, mientras tomábamos café con otros asistentes al duelo en la pequeña casa de la ciudad que compartiera con su madre, la anciana nos hizo señas a Amrita y a mí para que nos reuniéramos con ella en la habitación de Abe.
El pequeño dormitorio parecía aún más pequeño por causa de las estanterías de libros, que de suelo a techo cubrían la mayor parte de tres de las paredes. La señora Bronstein tenía ochenta y seis años y parecía demasiado frágil para mantenerse erguida cuando se sentó en el borde de la cama. La habitación olía a la marca de cigarros de Abe y a las encuadernaciones en piel.
—Toma esto, por favor —dijo la anciana. Su mano se mostró asombrosamente firme al alargarme el pequeño sobre—. Abraham de)ó instrucciones para que lo recibieras, Robert. —Su voz sorda debió de haber sido en su día maravillosamente excitante. En aquellos momentos, mientras medía las palabras con la dicción precisa de un lenguaje adquirido, era sencillamente hermosa—. Abraham dijo que tenía que entregártelo personalmente. Incluso, y eso fue lo que dijo, aunque tuviera que ir andando a Colorado para encontrarte.
En cualquier otro momento la imagen de aquella frágil anciana marchando a pie por montes y praderas me hubiera hecho sonreír. En aquel instante me limité a asentir al tiempo que abría la carta.
9 de abril de 1983
Bobby:
Si estás leyendo esta carta, entonces ninguno de nosotros se sentirá demasiado conmovido por los recientes acontecimientos. Acabo de dejar a mi médico. Aunque no me ha dicho que no compre discos de larga duración, tampoco ha intentado venderme un certificado a largo plazo.
Espero que tú (¿y Amrita?) no hayáis tenido que posponer algo importante. Siempre en el caso, claro está, de que pueda haber algo tan importante en esa selva olvidada de Dios que llamáis hogar como este escrito. Recientemente revisé mi testamento. Precisamente ahora estoy sentado en el parque cerca de mi viejo amigo el Sombrerero Loco, saboreando una panatela y observando a algunas jóvenes en camiseta y shorts intentando convencerse de que realmente es primavera. Es un día caluroso, pero no lo bastante para que puedan disimular la carne de gallina.
Si mamá todavía no te lo ha dicho, en mi nuevo testamento se lo dejo todo a ella. Todo salvo, naturalmente, las ediciones originales de Proust y los expedientes que contienen la correspondencia con autores, y que se encuentran depositados en mi caja fuerte del banco, así como los derechos, títulos, modesta cuenta corriente y la dirección ejecutiva de
Other Voices
. Todo ello es para ti, Bobby. Pero atiende un minuto. No quiero que se me acuse de poner una soga alrededor de tu libre cuello polaco. Puedes disponer con toda libertad de la revista como juzgues más conveniente. Si prefieres que un tercero se haga responsable, estupendo. Te he dejado plenos poderes legales para cualquier decisión que tomes.
Sólo te pido que recuerdes, Bobby, lo que queríamos que fuera la revista. No se la entregues a algún jodido grupo editorial que la quiera para evadir impuestos y que contrate a un schmuck que confunda la buena prosa con la basura de un día. Si quieres que la revista duerma el sueño de los justos antes que rebajar su nivel, por mí no hay inconveniente.
Si por el contrario te decides a seguir con ella... formidable. Te sorprenderá lo manejable que puede llegar a ser una revista como
Voices
. Llévatela adonde diablos quiera que estés viviendo (de todas maneras Miller nos iba a subir el alquiler). En el caso de que sigas adelante no pierdas el tiempo preocupándote por continuar la «vieja política editorial de Abe». ¡Abe nunca tuvo política editorial alguna! Sigue tus instintos. Pero una cosa más. No todos los mejores escritos tienen que revolverte el estómago. Mucho del material que recibas te deprimirá hasta la náusea. Si es bueno merece que se imprima, pero aún hay cabida para escritos que conservan cierta esperanza para la humanidad. Al menos yo creo que la hay. Tú lo sabes mejor que yo, Bobby. Estuviste muy cerca de las llamas pero lograste regresar.
He de irme. Hay un poli que no me pierde de vista y que me ha catalogado con acierto como viejo verde.
Puedes leerle esta carta a mamá, no parará hasta que lo hagas, pero pasa por alto lo de la «basura de un día» y lo de «jodido» delante de grupo editorial. ¿De acuerdo? Tu primera tarea como editor.
Un abrazo para Amrita.
Abe