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Authors: Edith Wharton
No obtuve respuesta, y llamé otra vez, fuerte. Para mi asombro, abrió la puerta el señor Brympton. Al verme, dio un salto atrás; su rostro, a la luz de mi vela, parecía encendido, salvaje.
—
¿Tú?
—dijo, con voz extraña—. Pero ¿cuántas sois, en nombre de Dios?
Al oírlo sentí que el suelo cedía abajo mis pies; pero me dije a mí misma que había estado bebiendo, y contesté lo más firmemente que pude:
—¿Puedo pasar, señor? La señora Brympton me ha llamado con la campanilla.
—Por mí podéis pasar todas —dijo, y empujándome a un lado, bajó al salón y se metió en su propio dormitorio. Lo vi alejarse y, para mi sorpresa, noté que caminaba tan derecho como un hombre sobrio.
Encontré a mi señora muy débil e inmóvil, pero forzó una sonrisa cuando me vio y me hizo seña de que le sirviese unas gotas. Después siguió echada, sin hablar. Su respiración se hizo más acelerada y cerró los ojos. De pronto, buscó a tientas con la mano.
—Emma
—dijo, desmayadamente.
—Soy Hartley, señora —dije—. ¿Desea algo?
Abrió unos ojos dilatados y me miró con asombro.
—Estaba soñando —dijo—. Ya puedes irte, Hartley; y gracias por tu amabilidad. Me siento completamente bien otra vez, como ves —y se volvió hacia el otro lado.
III
No volví a conciliar el sueño esa noche, y agradecí la llegada del día.
Poco más tarde, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Temí que se hubiese vuelto a poner mala, ya que raramente me mandaba llamar antes de las nueve. Pero la encontré sentada en la cama, pálida y desencajada, aunque completamente dueña de sí.
—Hartley —dijo con rapidez—, ¿quieres arreglarte y llegarte al pueblo por mí? Necesito que me preparen esta receta… —vaciló un momento, y se ruborizó—; me gustaría que estuvieses de regreso antes de que se levantase el señor Brympton.
—Por supuesto, señora —dije.
—Y… otra cosa —me hizo volver, como si acabara de ocurrírsele una idea—; mientras esperas a que la preparen, te da tiempo a acercarte a casa del señor Ranford y entregarle esta nota.
El pueblo estaba a unas dos millas, y durante el trayecto tuve tiempo de darles vueltas a mis pensamientos. Me pareció extraño que mi señora quisiera esta medicina a espaldas del señor Brympton. Y al relacionar esto con la escena de la noche anterior y con muchas otras cosas que había notado y sospechado, empecé a preguntarme si la pobre no estaría cansada de la vida y habría llegado a la insensata decisión de ponerle fin. La idea se apoderó de mí de tal manera que llegué al pueblo a la carrera, y me dejé caer en una silla ante el mostrador de boticario. El buen hombre, que estaba abriendo los postigos, se quedó mirándome tan severamente que me hizo volver en mí.
—Señor Limmel —dije, tratando de hablar con indiferencia—, ¿querría echar una mirada a esto y decirme si es completamente normal?
Se puso los lentes y examinó la receta.
—Vaya, es del doctor Walton —dijo—. ¿Qué podría tener de anormal?
—Bueno… ¿es peligrosa de tomar?
Habría sacudido a este hombre por su estupidez.
—Quiero decir que… si una persona toma demasiada, por equivocación, naturalmente… —dije, con el corazón en un puño.
—¡Dios bendito, no! Es sólo agua de cal. Podría administrarle un frasco entero a un niño de pecho.
Di un gran suspiro de alivio y corrí a casa del señor Ranford. Pero por el camino me vino otro pensamiento: si no había nada que ocultar sobre mi visita al boticario, ¿sería el otro recado lo que la señora Brympton quería mantener en secreto? De alguna manera, esta idea me asustó más que la otra. Sin embargo, los dos caballeros parecían ser grandes amigos, y habría sido capaz de apostar mi cabeza sobre la virtud de mi señora. Me avergoncé de mis sospechas y concluí que aún estaba alterada por los extraños sucesos de la noche anterior. Dejé la nota en casa del señor Ranford, regresé apresuradamente a Brympton y entré por una puerta de servicio sin ser vista, según creía yo.
Una hora más tarde, sin embargo, cuando llevaba el desayuno a mi señora, me detuvo el señor Brympton en el vestíbulo.
—¿Qué hacías fuera tan temprano? —me preguntó, mirándome con severidad.
—¿Temprano… yo, señor? —dije con un estremecimiento.
—Vamos, vamos —dijo él, al tiempo que le surgía una mancha rojiza de ira en la frente—. ¿Acaso no te he visto volver corriendo por los arbustos hace una hora o más?
Soy sincera por naturaleza, pero en esta ocasión me salió una mentira sin pensar:
—No señor, eso no es verdad —dije, y le devolví la mirada con firmeza.
Él se encogió de hombros y soltó una horrible risotada.
—Supongo que anoche pensaste que estaba borracho —me preguntó de pronto.
—No señor, no lo pensé —contesté, esta vez con sinceridad.
Se alejó con otro encogimiento de hombros:
—¡Bonita idea tienen de mí mis criados! —le oí murmurar mientras se alejaba.
Hasta que no me senté ante mi labor, por la tarde, no me di cuenta de hasta qué punto me habían alterado los acontecimientos de la noche. No podía pasar por delante de aquella puerta cerrada sin un estremecimiento. Sabía que había oído a alguien salir de ella y avanzar por el corredor delante de mí. Pensé hablar con la señora Blinder o con el señor Wace, los únicos de la casa que parecían tener alguna noción de lo que ocurría, pero me daba la impresión de que si les preguntaba lo negarían todo, y que averiguaría más si mantenía la boca cerrada y los ojos abiertos. La idea de pasar otra noche enfrente de aquella habitación cerrada me producía malestar, y una de las veces me dieron ganas de meter mis cosas en el baúl y coger el primer tren para la ciudad; pero no me sentía capaz de dejar plantada de ese modo a una señora tan amable, y traté de reanudar mi labor como si nada hubiese ocurrido. No llevaba ni diez minutos trabajando cuando se estropeó la máquina de coser. Era una que había encontrado en la casa; aunque algo averiada, funcionaba: la señora Blinder dijo que no se había usado desde la muerte de Emma Saxon. Me puse a ver qué le pasaba, y cuando la estaba manipulando se abrió un cajón que yo no había podido abrir nunca, y cayó de él una fotografía. La cogí y me quedé mirándola, perpleja. Era de una mujer; y me di cuenta de que había visto aquella cara en alguna parte: los ojos tenían una mirada interrogante que yo había sentido antes sobre mí. Súbitamente, recordé a la pálida mujer del corredor.
Me levanté impresionada, y salí corriendo de la habitación. Me parecía como si el corazón me latiese en lo alto de la cabeza, y pensé que no iba a escapar nunca de la mirada de esos ojos. Fui directamente a ver a la señora Blinder. Se había echado un rato, y se incorporó vivamente al entrar yo.
—Señora Blinder —dije—, ¿quién es ésta? —le tendí la fotografía.
Se frotó los ojos y la miró.
—¡Vaya, es Emma Saxon! —dijo—. ¿Dónde la has encontrado?
La miré seriamente un minuto.
—Señora Blinder —dije—, yo he visto esa cara antes.
La señora Blinder se levantó y se dirigió al espejo:
—¡Válgame Dios! Me he quedado dormida —dijo—. Tengo el postizo caído sobre una oreja. Y debo salir corriendo, Hartley, querida; he oído dar las cuatro y tengo que bajar ahora mismo a sacar el jamón de Virginia para la cena del señor Brympton.
IV
A todos los efectos, las cosas siguieron de costumbre durante una semana o dos. La única diferencia estaba en que el señor Brympton se había quedado, en vez de marcharse como hacía habitualmente, y que el señor Ranford no se dejaba ver. Oí el comentario del señor Brympton a propósito de esto una tarde, sentado en la habitación de mi señora antes de la cena:
—¿Dónde está Ranford? —dijo—. No se acerca a la casa desde hace una semana. ¿Se mantiene alejado porque estoy yo aquí?
La señora Brympton habló tan bajo que no conseguí entender lo que decía.
—Bien —prosiguió él—. Dos es compañía y tres, engaño. Siento cruzarme en el camino de Ranford. Creo que marcharé otra vez, dentro de un día o dos, para darle una oportunidad —y se rió de su propia gracia.
Al día siguiente, casualmente, vino a visitarlos. El lacayo contó que los tres estaban muy contentos tomando el té en la biblioteca, y el señor Brympton acompañó hasta la verja al señor Ranford cuando éste se marchó.
He dicho que las cosas siguieron como de costumbre. Y así era en lo que se refiere al resto de la casa. En cuanto a mí, no había vuelto a ser la misma desde que había sonado la campanilla. Noche tras noche permanecía despierta, atenta a si volvía a sonar y a si se abría furtivamente la puerta de la habitación cerrada. Pero ni sonaba la campanilla, ni se oía ruido alguno en el corredor. Por último, el silencio empezó a hacérseme más espantoso que los más misteriosos ruidos. Sentía que había alguien agazapado, detrás de la puerta cerrada, vigilando y escuchando mientras yo vigilaba y escuchaba. Y casi me daban ganas de gritar: «¡Quienquiera que seas, sal y deja que te mire cara a cara, y no te escondas ahí a espiarme en la oscuridad!».
Puesto que me hallaba en ese estado, quizá les extrañe que no dijera a nadie lo que ocurría. Una vez estuve a punto de hacerlo; pero en el último instante algo me contuvo. No sé si fue por compasión a mi señora, que cada vez confiaba más en mí, o por las pocas ganas que tenía de buscar otra colocación, el caso es que vivía como hechizada, aunque las noches me resultaban espantosas y los días muy poco mejores.
En primer lugar, no me gustaba el espejo de la señora Brympton. Al igual que yo, no volvió a ser la misma desde esa noche. Pensé que reviviría cuando se fuese el señor Brympton; pero aunque parecía más tranquila, su ánimo no se restableció, ni sus fuerzas tampoco. Me había tomado afecto, y parecía gustarle tenerme cerca. Agnes me contó un día que desde la muerte de Emma Saxon, yo era la única doncella a la que la señora había cobrado cariño. Esto despertó en mí un cálido sentimiento hacia la pobre dama, aunque en realidad era poco lo que yo podía hacer para ayudarla.
Después de marcharse el señor Brympton, el señor Ranford comenzó a venir otra vez, aunque con menos frecuencia que antes. Lo encontré una vez o dos en el parque, o en el pueblo, y no pude por menos de pensar que había cambiado también. Pero lo atribuí a mi imaginación trastornada.
Pasaron las semanas, y hacía un mes que el señor Brympton estaba ausente. Oímos decir que había emprendido un viaje a las Antillas con un amigo, y el señor Wace dijo que eso era muy lejos, pero que aunque tuviese alas de paloma y volase a la región remota del mundo, no podría huir del Todopoderoso. Agnes dijo que ya podía el Todopoderoso llamarlo y acogerlo en su seno, y así mantenerlo lejos de Brympton, comentario que nos hizo reír, aunque la señora Blinder trató de mostrarse enfadada y el señor Wace dijo que los osos nos iban a devorar.
Todos nos alegramos de saber que las Antillas era un lugar tan lejano; y recuerdo que, a pesar las miradas solemnes del señor Wace, tuvimos una cena muy distendida ese día en la casa. No sé si era que me sentía más animada, pero me daba la impresión de que la señora Brympton tenía mejor color, también, y parecía más alegre. Había salido a dar un paseo por la mañana y después de comer se retiró a su habitación, a echarse. Yo le leí en voz alta. Cuando me despidió, subí a mi cuarto totalmente contenta y feliz; y por primera vez desde hacía semanas pasé por delante de la puerta cerrada sin reparar en ella. Al sentarme en mi labor, miré hacia la ventana y vi que caían algunos copos de nieve. Esta visión era más agradable que la sempiterna lluvia, e imaginé lo precioso que estaría el parque desnudo con su manto blanco. Me parecía como si la nieve cubriese todas las tristezas, tanto las de fuera como las de dentro de casa.
Apenas me cruzó esta idea por la cabeza, cuando oí pasos detrás de mí. Alcé los ojos, convencida de que era Agnes.
—Hola, Agnes… —dije, y las palabras se me helaron en los labios; porque allí, en la puerta, estaba Emma Saxon.
No sé cuanto rato hacía que estaba allí. Sólo sé que yo no podía moverme ni apartar los ojos de ella. A continuación me sentí terriblemente asustada; pero al mismo tiempo, no era miedo lo que sentía, sino algo más hondo y sosegado. Me miró larga, severamente, y su rostro era una muda súplica dirigida a mí. Pero ¿cómo podía ayudarla? De pronto dio media vuelta y la vi alejarse por el corredor. Esta vez no tuve miedo de seguirla… Comprendí que quería que supiese algo. Me levanté de un salto y salí deprisa. Estaba ya en el otro extremo del corredor y pensé que se dirigía a la habitación de mi señora. Pero en vez de eso, abrió la puerta que conducía a la escalera de atrás. Bajé tras ella y la seguí por el pasillo que conducía a la puerta trasera. La cocina y el comedor estaban desiertos a estas horas, ya que los criados habían salido de servicio, salvo el lacayo, que estaba en la despensa. Se detuvo en la puerta un instante y me dirigió una mirada; luego hizo girar el pomo, y salió. Vacilé un minuto. ¿Adónde me llevaba? La puerta se había cerrado suavemente; la abrí y me asomé, casi esperando que hubiera desaparecido. Pero la vi unos metros más allá, que cruzaba el patio rápidamente, y se alejaba por el sendero que se adentraba en el bosque. Su figura destacaba oscura y solitaria y pensé volver. Pero seguía tras ella. Cogí un viejo mantón de la señora Blinder y salí a toda prisa.
Emma Saxon estaba ahora en el sendero del bosque. Caminaba decidida. La seguí al mismo paso y cruzamos la verja y salimos al camino real. Entonces echó a andar a campo traviesa, hacia el pueblo. El suelo estaba blanco, y cuando subía por la ladera de una colina pelada que se alzaba delante de mí, observé que sus pies no dejaban huellas. Al darme cuenta de ese detalle, el corazón me dio un vuelco y me flojearon las rodillas. En cierto modo, era peor aquí que dentro de la casa: hacía que el campo entero pareciese una tumba, sin nadie más que nosotras dos, y sin ayuda ninguna del ancho mundo.
Una vez intenté dar media vuelta, pero ella se volvió y me miró, y fue como si tirase de mí con una cuerda. A partir de ese instante la seguí como un perro. Llegamos al pueblo y me guió a través de él; pasamos la iglesia y la herrería y nos metimos por la calle donde se encuentra la casa del señor Ranford, cerca ya de la carretera: es un edificio visiblemente antiguo, con un sendero enlosado entre dos bordes de boj que conduce a la puerta. La calle estaba desierta, y al meterme en ella vi que Emma Saxon se detenía bajo un viejo olmo que había junto a la entrada. Ahora me asaltó otro temor. Comprendí que habíamos llegado al final de nuestro camino y que me tocaba actuar. Durante todo el trayecto, desde Brympton, me había estado preguntando qué querría de mí; pero la había seguido en estado de trance, por así decir, y hasta que no la vi detenerse ante la verja del señor Ranford no empezó a aclararse mi cerebro. Me detuve a cierta distancia, en medio de la nieve, con el corazón palpitándome con dolorosa violencia y los pies helados en el suelo; Emma Saxon estaba inmóvil al pie del olmo y me miraba.