Read La campanilla de la doncella y otros relatos Online
Authors: Edith Wharton
Esta información negativa, fruto único de la indagación de los primeros quince días, no se incrementó un ápice durante las lentas semanas que siguieron. Mary sabía que las investigaciones continuaban, pero tenía la vaga sensación de que languidecían gradualmente, a medida que la marcha real del tiempo parecía aminorar. Era como si los días, huyendo horrorizados de la amortajada imagen del día inescrutable, ganaran seguridad a medida que aumentaba la distancia, hasta alcanzar finalmente su paso normal. Y lo mismo ocurrió con las imaginaciones humanas centradas en el enigmático suceso. Evidentemente, aún las ocupaba; pero, semana tras semana, y hora tras hora, se iba volviendo menos absorbente, recibía menos tiempo e iba siendo lenta pero inexorablemente desplazado del primer plano de la conciencia por nuevos problemas que perpetuamente burbujean en el humeante caldero de la experiencia humana.
Incluso la conciencia de Mary Boyne sentía el aumento gradual de esa lentitud. Aún basculaba con las incesantes oscilaciones de las conjeturas; pero se habían vuelto más leves, más rítmicas en sus latidos. Aún había momentos de cansancio en que, como la víctima de un veneno que deja lúcido el cerebro pero inmoviliza el cuerpo, se sentía ya acostumbrada al horror, y aceptaba su constante presencia como una de las condiciones estables de la vida.
Estos momentos se prolongaban horas y días, hasta que entró en una fase de imperturbable aquiescencia. Observaba la rutina diaria con los ojos indiferentes de un salvaje al que los procesos sin sentido de la civilización dejan escasísima huella.
Había llegado a considerarse a sí misma parte de esa rutina, el rayo de una rueda que gira con el movimiento de ésta. Se sentía casi como el mueble de la habitación en el que estaba sentada, un objeto insensato al que había que limpiar el polvo y correr junto con las sillas y las mesas. Y esta honda apatía la ataba fuertemente a Lyng, a pesar de los ruegos de los amigos, y de las habituales recomendaciones médicas de un «cambio». Sus amigos pensaban que su negativa a mudarse se debía a la creencia de que su marido regresaría un día al lugar del que había desaparecido, lo que dio lugar a una hermosa leyenda sobre este imaginario estado de espera. Pero en realidad no creía tal cosa: las profundidades de la angustia que la enclaustraban no se iluminaban ya con los destellos de la esperanza. Estaba segura de que Boyne no volvería, que había desaparecido de su vida como si la propia Muerte hubiese aguardado ese día en el umbral. Había renunciado incluso, una tras otra, a las diversas teorías sobre su desaparición que la prensa, la policía y su propia imaginación angustiada habían sugerido. Por puro agotamiento, su espíritu había desechado estas alternativas de horror y se había sumido de nuevo en el hecho simple de que se había ido.
No, nunca sabría qué había sido de él… Nadie lo
sabía.
Pero la casa sí lo sabía. Porque era aquí donde se había desarrollado la última escena, aquí donde había venido el desconocido y había pronunciado la palabra que había hecho que Boyne se levantara y lo siguiera. El suelo que ella pisaba había sentido sus pisadas; los libros de las estanterías habían visto su rostro; y había momentos en que la intensa conciencia de las viejas paredes polvorientas parecía a punto de prorrumpir en alguna audible revelación de su secreto. Pero esta revelación no llegaba, y sabía que nunca llegaría. Lyng no era una de esas viejas casas locuaces que traicionaban los secretos que se les confían. Su misma leyenda demostraba que había sido siempre cómplice muda, guardiana incorruptible de los misterios que había sorprendido. Y Mary Boyne, sentada frente a frente con el silencio, sentía la inutilidad de tratar de romperlo por medio humano ninguno.
V
—No digo que
fuese
correcto ni que
no
. Eran negocios.
Ante estas palabras, Mary irguió la cabeza con sobresalto y miró atentamente a su interlocutor.
Cuando, media hora antes, le pasaron la tarjeta de un tal «señor Parvis», se dio cuenta en el acto de que había tenido ese nombre en la conciencia desde que lo leyera en el encabezamiento de la carta inacabada de Boyne. En la biblioteca había encontrado esperándola a un hombre menudo, cetrino, de cabeza calva y lentes de oro, que le transmitió una vibración por la que supo que era la persona a la que su marido había dirigido el último pensamiento conocido.
Parvis, cortésmente, pero sin preámbulos inútiles —a la manera del hombre que tiene el reloj en la mano—, había expuesto el objeto de su visita. Había «pasado» por Inglaterra por cuestiones de negocios, y dado que se encontraba cerca de Dorchester, no había querido marcharse sin presentar sus respetos a la señora Boyne; y preguntarle, si tenía ocasión, qué pensaba hacer por la familia de Bob Elwell.
Estas palabras tocaron el resorte de algún oscuro temor en el pecho de Mary. ¿Sabía el visitante, en definitiva, lo que Boyne quiso decir en su frase incompleta? Le pidió una aclaración de la pregunta, y observó inmediatamente que lo sorprendía por su ignorancia del asunto. ¿Era posible que supiese tan poco como decía?
—No sé nada… debe contármelo —balbuceó; así que el visitante pasó a contarle la historia. Arrojó, aun para sus confusas percepciones y su visión imperfecta, una luz lívida sobre todo el brumoso episodio de la mina Blue Star: su marido había hecho su fortuna en esa brillante especulación a costa de «ganarle la delantera» a alguien menos atento a aprovechar la oportunidad; y la víctima de su ingenio había sido el joven Robert Elwell, al que había «engañado» con el proyecto de la Blue Star.
Parvis, a la primera exclamación de Mary, le había lanzado una mirada grave a través de sus lentes imparciales.
—Bob Elwell no fue lo bastante listo, eso es todo; de haberlo sido, podía haberse resuelto y haber utilizado a Boyne del mismo modo. Esas cosas pasan a diario en los negocios. Creo que es lo que los científicos llaman la supervivencia del más apto… ¿comprende? —dijo el señor Parvis, evidentemente complacido con la oportunidad de su analogía.
Mary sintió un encogimiento físico ante la siguiente pregunta que trató de formular: era como si las palabras tuviesen en sus labios un gusto que le producía náuseas.
—Pero entonces, ¿acusa usted a mi marido de haber hecho algo deshonroso?
El señor Parvis meditó la pregunta desapasionadamente.
—¡Ah, no; yo no he dicho eso! Ni siquiera he dicho que no fuese correcto —miró de arriba abajo las filas de libros, como si alguno de ellos pudiese proporcionarle la definición que buscaba—. No digo que no fuera correcto, aunque tampoco que lo
fuera
. Era una cuestión de negocios —en realidad, ninguna definición podía ser más esquemática que ésta.
Mary se quedó mirándolo con expresión de terror. Le parecía el emisario indiferente de algún poder maligno.
—Pero parece que los abogados del señor Elwell no lo consideraron como usted, ya que supongo que la demanda fue retirada por consejo de ellos.
—¡Ah, sí!; ellos sabían que técnicamente no tenía ninguna posibilidad. Cuando le aconsejaron que retirase la demanda, él se sintió desesperado. Verá, había pedido prestada la mayor parte del dinero que perdió en la Blue Star, y se encontraba entre la espada y la pared. Fue por eso por lo que se pegó un tiro, cuando le dijeron que no tenía ninguna posibilidad.
El horror invadió a Mary a grandes oleadas ensordecedoras.
—¿Se pegó un tiro? ¿Se mató por
eso
?
—Bueno, no se mató exactamente. Siguió viviendo de mala manera un par de meses, hasta que murió.
Parvis refirió el hecho con la misma falta de emoción que el gramófono arañando un disco.
—¿Quiere decir que intentó suicidarse y no pudo? ¿Y que lo intentó otra vez?
—No, no tuvo necesidad de intentarlo otra vez —dijo Parvis, espantosamente.
Se quedaron en silencio, sentados el uno frente al otro, él balanceando sus lentes pensativamente en torno a su dedo; y ella, inmóvil, con los brazos extendidos hasta las rodillas, en una actitud de rígida tensión.
—Pero si sabía usted todo esto —empezó Mary finalmente, incapaz de levantar la voz por encima del susurro—, ¿cómo es que cuando le escribí en las fechas de la desaparición de mi marido dijo que no entendía la carta que él estaba escribiendo?
Parvis encajó la pregunta sin el menor embarazo.
—Bueno, no la entendía… estrictamente hablando. Y aunque la hubiese entendido, no era el momento de hablar de eso. El asunto de Elwell quedó resuelto cuando se retiró la demanda. Nada de lo que hubiese podido decir habría ayudado a encontrar a su marido.
Mary seguía escrutándolo.
—Entonces, ¿por qué me lo dice ahora?
Tampoco vaciló Parvis.
—Bueno, para empezar, suponía que usted sabía más de lo que aparentaba… Me refiero a las circunstancias de la muerte de Elwell. Por otro lado, la gente empieza a hablar ahora; ha vuelto a salir el asunto a la luz. Y he considerado que si no estaba usted al tanto, debía estarlo.
Mary siguió callada, y él prosiguió:
—Mire, recientemente se ha averiguado lo mal que se encontraban los negocios de Elwell. Su esposa es una mujer con orgullo, y ha luchado todo lo que ha podido, saliendo a trabajar y cosiendo en casa, hasta que ha caído enferma… del corazón creo. Pero tenía a su cargo a la madre de él, además de los hijos. Y se desmoronó; al final se vio obligada a pedir ayuda. Eso ha llamado la atención sobre el caso; los periódicos lo han aireado, y han iniciado una suscripción. Todo el mundo quería a Bob Elwell; la mayoría de los nombres más prominentes del lugar se encuentran en esa lista, y la gente empieza a preguntarse por qué…
Parvis se interrumpió para hurgarse en el bolsillo interior:
—Aquí —prosiguió—; aquí tengo una información de todo el asunto, aparecida en el
Sentinel…
Un poco sensacionalista, por supuesto; pero creo que es mejor que le eche usted una ojeada.
Le tendió el periódico, y Mary lo desplegó despacio, recordando, al hacerlo, la noche en que, en esta misma habitación, la lectura de un recorte del
Sentinel
había sacudido por primera vez los cimientos de su seguridad.
Al abrir el periódico sus ojos, rehuyendo los deslumbrantes titulares: «La viuda de la víctima de Boyne obligada a suplicar ayuda», descendieron por la columna hasta los retratos insertos en el texto. El primero era el de su marido, sacado de una fotografía hecha el año en que se habían venido a Inglaterra. Era la foto de Edward que a ella más le gustaba, la que tenía en el escritorio de su propia habitación. Al encontrarse los ojos de la fotografía con los suyos, sintió que le iba a ser imposible leer lo que se decía de él, y cerró los párpados con la fuerza del dolor.
—Pensé que si estuviera usted dispuesta a suscribir… —oyó que seguía diciendo Parvis.
Abrió los ojos con esfuerzo, y cayeron sobre el otro retrato. Era el de un joven delgado, con el semblante semioculto por la sombra que proyectaba el ala del sombrero. ¿Dónde había visto ella esta cara anteriormente? Siguió mirándolo, confundida, con el pulso latiéndole en los oídos. Entonces dio un grito.
—¡Es el hombre… el hombre que se llevó a mi marido!
Oyó a Parvis ponerse de pie, y tuvo conciencia confusamente, de que su propio cuerpo se había derrumbado hacia una esquina del sofá, y que él se inclinaba sobre ella alarmado. Mary se sobrepuso y recogió el periódico que había dejado caer.
—¡Es el hombre! ¡Lo habría reconocido en cualquier parte! —insistió con una voz que sonó en sus propios oídos como un grito.
La respuesta de Parvis le pareció llegar de muy lejos, desde infinitas volutas de espesa niebla.
—Señora Boyne, no se encuentra bien. ¿Llamo a alguien? ¿Le traigo un vaso de agua?
—¡No, no, no! —se abalanzó sobre él, empuñando frenéticamente el periódico—. ¡Le digo que es el hombre! ¡Le
conozco
! ¡Habló conmigo en el jardín!
Parvis le cogió el periódico y enfocó sus lentes hacia el retrato.
—No puede ser, señora Boyne. Es Robert Elwell.
—¿Robert Elwell? —su mirada vacía pareció desplazarse en el espacio—. Entonces fue Robert Elwell el que vino a por él.
—¿Qué se llevó a Boyne? ¿El día que Boyne se fue de aquí? —la voz de Parvis se apagó, al tiempo que se elevó la de ella. Se inclinó y posó una mano fraternal sobre la de Mary, como para apaciguarla—. ¡Pero si Elwell había muerto! ¿No se acuerda?
Mary siguió con los ojos fijos en el retrato, sin enterarse de lo que le decían.
—¿No recuerda la carta que Boyne dejó inacabada… la que encontró usted en su escritorio ese día? La estuvo escribiendo justo después de enterarse de la muerte de Elwell —ella notó una extraña inflexión en la voz neutra de Parvis—. ¡Sin duda lo recuerda! —le apremió.
Sí, lo recordaba; eso era lo más espantoso de todo. Elwell había muerto el día antes de la desaparición de su marido; y éste era el retrato de Elwell; el del hombre que había hablado con ella en el jardín. Alzó la cabeza y miró lentamente la biblioteca. La biblioteca podía haber atestiguado que era también el retrato del hombre que había entrado aquel día a arrancar a Boyne de su carta inacabada. A través de las brumosas agitaciones de su cerebro, oyó el débil bordoneo de frases semiolvidadas… de frases pronunciadas por Alida Stair en el prado de Pangbourne, antes de que Boyne y ella hubiesen visto la casa de Lyng ni pensasen que un día vivirían en ella.
—Éste fue el hombre que habló conmigo —repitió.
Miró otra vez a Parvis. Él trataba de ocultar su turbación bajo lo que probablemente imaginaba que era una expresión de indulgente conmiseración; pero las comisuras de sus labios estaban azules. «Me cree loca, pero no lo estoy», reflexionó; y de súbito se le ocurrió un modo de justificar su extraña afirmación.
Guardó silencio, dominando el temblor de sus labios, en espera de poder confiar en su voz; luego dijo, mirando directamente a Parvis:
—¿Podría contestarme a una pregunta, por favor? ¿Cuándo intentó Robert Elwell quitarse la vida?
—¿Cuándo… cuándo? —tartamudeó Parvis.
—Sí, la fecha; por favor, trate de recordar —veía que cada vez la miraba con más recelo—. Lo pregunto por un motivo —insistió.
—Sí, sí. Sólo que no recuerdo. Unos dos meses antes, creo.
—Necesito saber la fecha —replicó ella.
Parvis cogió el periódico.
—Podríamos verla aquí —dijo, siguiéndole la corriente. Recorrió la página con la mirada—. Aquí está. A finales de octubre… el…