La campanilla de la doncella y otros relatos (2 page)

BOOK: La campanilla de la doncella y otros relatos
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—¡Cómo! —dijo ella—. Hay una: la habitación donde tú duermes es la antigua habitación de costura.

—¡Ah! —dije—, ¿y dónde dormía la anterior doncella de la señora?

Aquí se quedó confundida, y dijo apresuradamente que habían cambiado todas las habitaciones de los criados el año anterior y que no recordaba bien.

Esto me sonó raro, pero proseguí como si no lo hubiera advertido:

—Bueno, hay una habitación vacía enfrente de la mía y pienso preguntarle a la señora Brympton si puedo utilizarla como cuarto de costura.

Ante mi asombro, la señora Blinder palideció y me dio una especie de apretón en la mano.

—No hagas eso, querida —dijo, como temblando—. Para ser sincera, ésa era la habitación de Emma Saxon; y la señora la ha tenido cerrada desde su muerte.

—¿Y quién era Emma Saxon?

—La anterior doncella de la señora Brympton.

—¿Qué clase de mujer era?

—No había otra mejor en la faz de la tierra —dijo la señora Blinder—. Mi señora la quería como a una hermana.

—Me refiero a cómo era físicamente.

La señora Blinder se levantó y me lanzó una mirada furiosa.

—No tengo muy buenas dotes para describir —me dijo—, y creo que mis pastas están subiendo —y se fue a la cocina y cerró la puerta tras de sí.

II

Llevaba casi una semana en la casa de los Brympton, y aún no había visto al señor, cuando una tarde corrió la voz de que iba a llegar, y se operó un cambio en toda la servidumbre. Estaba claro que no era querido abajo. La señora Blinder puso un cuidado especial en la cena esa noche, pero regañó a la fregonera de manera totalmente inusual en ella; y el mayordomo, el señor Wace, hombre serio y de habla premiosa, atendió a sus obligaciones como si preparase un funeral. El señor Wace era un gran aficionado a la Biblia, y tenía un buen repertorio de citas a las que solía recurrir, pero ese día empleó un lenguaje espantoso; y ya iba yo a levantarme de la mesa, cuando me aseguró que era todo de Isaías. Más tarde observé que cada vez que venía el señor, el señor Wace recurría invariablemente a los profetas.

Alrededor de las siete, Agnes vino a decirme que fuese a la habitación de la señora; y allí encontré al señor Brympton. Estaba de pie junto a la chimenea. Era un hombre corpulento, de cuello grueso, cara colorada y unos ojos azules furibundos: la clase de hombre que una pánfila podría haber considerado guapo, y después habría pagado caro haberlo juzgado así.

Se dio la vuelta al entrar yo y me miró de arriba abajo en un segundo. Comprendí lo que significaba esa mirada por haberla experimentado una o dos veces en mis anteriores colocaciones. Luego me volvió la espalda y siguió hablando con su esposa; y comprendí lo que eso significaba también: no era el bocado que le apetecía. El tifus me había beneficiado bastante en ese sentido: mantenía a distancia a esa clase de hombres.

—Ésta es Hartley, la nueva doncella —dijo la señora Brympton con su voz dulce; él asintió con la cabeza y siguió con lo que estaba diciendo. Un minuto o dos después se marchó y dejó que mi señora se vistiese para la cena; y observé, mientras la ayudaba, que estaba pálida y fría al tacto.

El señor Brympton se fue a la mañana siguiente, y toda la casa exhaló un gran suspiro al verlo marchar. En cuanto a mi señora, se puso el sombrero y el abrigo de pieles (era una agradable mañana de invierno), salió a dar un paseo por el parque, y regresó completamente fresca y sonrosada; con lo que durante un minuto, antes de que se le apagasen los colores, pude darme cuenta de lo bonita que debía de haber sido; y no hacía mucho, por cierto.

Se había encontrado con el señor Ranford en el parque y regresaron los dos juntos, recuerdo, sonriendo y charlando mientras cruzaba la terraza por debajo de mi ventana. Ésa fue la primera vez que vi al señor Ranford, aunque había oído mencionar su nombre muchas veces en nuestro comedor. Era un vecino que vivía a una milla o dos de la propiedad de los Brympton, a la salida del pueblo, y como tenía costumbre de pasar los inviernos en el campo, era casi la única compañía que mi señora tenía en esa época del año. Era un caballero delgado, alto, de unos treinta años, y su aspecto me pareció algo melancólico; hasta que vi su sonrisa, en la que había una especie de sorpresa, como el primer día cálido de la primavera. Era muy aficionado a la lectura, oí decir, igual que mi señora, y los dos se estaban prestando libros continuamente; a veces (me contó el señor Wace) le leía a la señora Brympton en voz alta durante sus visitas, en la oscura y enorme biblioteca donde ella pasaba las tardes de invierno. Todos los criados le tenían simpatía, y quizá sea esto más que el simple cumplido que podrían suponer los amos. Siempre tenía una palabra amable para cada uno de nosotros, y a todos nos alegraba que la señora Brympton tuviera la compañía de un caballero tan simpático y sociable cuando el señor se ausentaba. El señor Ranford parecía estar en excelentes relaciones con el señor Brympton, también; aunque no me explicaba cómo dos caballeros tan distintos podían ser amigos. Pero luego supe que dos personas de verdadera distinción son capaces de guardar para sí sus sentimientos.

En cuanto al señor Brympton, venía y se iba sin quedarse más de un día o dos, y durante ese tiempo maldecía la monotonía y la soledad, gruñía por todo y (como no tardé en enterarme) bebía más de lo que le convenía. Después de abandonar la mesa la señora Brympton, él seguía hasta la medianoche, tomándose el madeira y el oporto del viejo Brympton; y una de las veces en que salía yo de la habitación de mi señora un poco más tarde de lo usual y me crucé con él, subía la escalera en un estado que me horrorizó al pensar en lo que algunas señoras tienen que soportar y mantener callado.

Los criados hablaban muy poco del señor, pero por las palabras que inadvertidamente se les escapaban pude deducir que el matrimonio había sido desgraciado desde el principio. El señor Brympton era un hombre grosero, violento y amante de los placeres. Mi señora, apacible, modesta y quizá un poquito fría; no es que ella no le hablase siempre con afabilidad: a mí me parecía maravillosamente indulgente. Pero para un caballero licencioso como el señor Brympton, diría que resultaba un poco irritable.

Bien, pues las cosas siguieron tranquilas durante varias semanas. Mi señora era amable, mis obligaciones, ligeras, y me llevaba bien con los demás criados. En resumen, no tenía queja; sin embargo, notaba constantemente un peso sobre mí. No sabía decir cuál era el motivo, pero estaba segura de que no era la soledad. Pronto me acostumbré a esa opresión: y dado que aún me notaba débil por el tifus, agradecía la tranquilidad y el aire del campo. Pese a todo, no acababa de sentirme completamente a gusto por dentro. Mi señora, sabedora de que había estado enferma, me instaba a que diese paseos regulares, y muchas veces se inventaba algún mandado para mí: unos metros de cinta que traer del pueblo, una carta que enviar o un libro que devolver al señor Ranford. Y tan pronto como salía de la casa, se me alegraba el ánimo, y acogía con satisfacción el paseo por el bosque pelado y perfumado de húmeda fragancia. Pero en cuanto veía la casa otra vez, el corazón se me caía como una piedra en un pozo. No era exactamente un edificio lúgubre; sin embargo, jamás entraba en él sin que me invadiese una sensación de tristeza.

La señora Brympton salía raramente en invierno; sólo los días más agradables paseaba una hora, hacia mediodía, por la terraza sur. Aparte del señor Ranford, no teníamos más visitas que la del doctor, que venía del pueblo una vez a la semana. A mí me mandó llamar un par de veces para darme alguna pequeña instrucción sobre mi señora; y aunque no me dijo nunca qué enfermedad la aquejaba, me parecía, por el aspecto céreo que tenía algunos días por la mañana, que padecía del corazón. La época era suave, aunque nociva para la salud, y en enero tuvimos una larga temporada de lluvia. Fue una penosa prueba para mí, lo confieso, ya que no podía salir; y sentada ante mi labor todo el día, oyendo el constante gotear de los aleros, me ponía tan nerviosa que el menor ruido me causaba un sobresalto. No sé por qué, me dio por pensar que aquella habitación cerrada del otro lado del pasillo comenzaba a pesar sobre mí. Una o dos veces, en las largas noches lluviosas, me pareció oír ruidos en ella; pero era una estupidez, por supuesto, y la luz del día disipaba semejantes figuraciones de mi cabeza. Pues bien, una mañana, la señora Brympton me dio lo que se dice una gratísima sorpresa al decirme que deseaba que fuese al pueblo de compras. Hasta entonces no me había dado cuenta de cuánto había decaído mi ánimo. Emprendí el camino contentísima, y mi primera visión de las calles transitadas y del alegre aspecto de las tiendas me embargó en parte. Por la tarde, sin embargo, el ruido y la confusión empezaron a cansarme, y me hicieron desear la tranquilidad de Brympton, y pensar cómo disfrutaría regresando a través del bosque sombrío. Entonces me tropecé con una antigua conocida, una doncella con la que había estado sirviendo una vez. No nos habíamos visto desde hacía años, y tuve que entretenerme con ella, contándole qué había sido de mí en todo ese tiempo. Cuando le dije dónde vivía ahora abrió los ojos y puso cara larga.

—¡Cómo! ¿Con la Brympton que vive todo el año en esa propiedad junto al Hudson? Querida, no durarás tres meses.

—¡Oh!, pero a mí no me desagrada el campo —dije, un poco ofendida por su tono—. Desde que he tenido el tifus, prefiero la tranquilidad.

Mi amiga meneó la cabeza.

—No me refiero al campo. Yo lo único que sé es que ha tenido cuatro doncellas en los seis últimos meses; y la última, que era amiga mía, me dijo que nadie podía soportar la casa.

—¿Te dijo por qué? —pregunté.

—No, no me dijo el motivo… Pero me dijo: «Ansey, si ves a alguna joven como tú que piense ir allí, dile que no se moleste en deshacer el equipaje».

—¿Es joven y bonita? —pregunté, pensando en el señor Brympton.

—¡Qué va! Es la clase de chica que las madres contratan cuando tienen alegres jovencitos en la universidad.

Bueno, aunque sabía que esta mujer era una charlatana, sus palabras me afectaron bastante, y el alma se me encogió más que nunca al llegar a Brympton, ya anocheciendo. Había algo en la casa, ahora estaba segura…

Cuando entré a tomar el té, oí decir que el señor Brympton había llegado, y me bastó una mirada para darme cuenta de que había ocurrido algo. La mano de la señora Blonder temblaba de tal manera que apenas podía servir té, y el señor Wace citó lo más espantosos textos cargados de azufre. Nadie me dijo una palabra entonces, pero cuando subí a mi habitación, la señora Blinder me siguió.

—¡Ay, querida! —dijo, cogiéndome la mano—. ¡Qué contenta y agradecida estoy de que hayas vuelto con nosotros!

Esto me extrañó, como es de suponer.

—¿Por qué? —dije—. ¿Creíais que iba a marcharme para siempre?

—No, no; claro que no —dijo un poco confundida—. Es que no soporto tener que dejar sola a la señora ni por un solo día —me apretó fuertemente la mano y—: ¡Ay, Hartley! —dijo—. Sé buena con la señora, como cristiana que eres —y dicho esto salió precipitadamente, dejándome boquiabierta.

Un momento después, Agnes me avisó de que fuese a ver a la señora Brympton. Al oír la voz de la señora Brympton en su habitación, di la vuelta por la trasalcoba, pensando que debía sacarle el vestido para la cena, antes de entrar. La trasalcoba es una amplia habitación de vestirse, con una ventana abierta sobre el pórtico que mira hacia el parque. Las habitaciones de la señora Brympton están al lado. Al entrar, la puerta que daba al dormitorio estaba entornada, y oí que el señor Brympton decía irritado:

—¿Debe suponerse que es la única persona apropiada para conversar contigo?

—No tengo muchas visitas en invierno —contestó la señora Brympton serenamente.

—¡Me tienes a mí! —le soltó él, con desprecio.

—Tú no estás aquí casi nunca —dijo ella.

—Bueno, ¿de quién es la culpa? Tú animas la casa casi tanto como el panteón de la familia.

Entonces moví los objetos del tocador para advertir de mi presencia a mi señora, y ella se levantó y me dijo que pasara.

Cenaron los dos solos, como de costumbre, y comprendí, por la actitud del señor Wace durante nuestra cena, que las cosas andaban mal. Citó algo terrible de los profetas, lo que afectó de tal modo a la fregona, que se marchó, pretextando que iba a guardar el fiambre en la nevera. Yo estaba nerviosa, y después de acostar a mi señora me sentí medio tentada de bajar a convencer a la señora Blinder de que se quedase un rato a jugar una partida de cartas. Pero la oí cerrar su puerta al retirarse, así que continué hacia mi habitación. La lluvia había empezado otra vez; y me parecía que el ploc, ploc, ploc del goteo me golpeaba el cerebro. Permanecí despierta, escuchándola, y dándole vueltas a lo que me había dicho mi amiga en el pueblo. Lo que me tenía perpleja era que fuesen siempre las doncellas las que se marchaban.

Un rato después me dormí; pero súbitamente me despertó un fuerte ruido: acababa de sonar mi campanilla. Me incorporé aterrada ante el inusitado tintineo, que parecía prolongar su estridencia en la oscuridad. Me temblaban las manos de tal manera que no conseguía encontrar los fósforos. Por último, encendí una luz y salté de la cama. Empezaba a pensar que debía de haberlo soñado, pero miré la campanilla adosada a la pared y allí estaba el pequeño macillo estremeciéndose aún.

Había empezado a vestirme atropelladamente cuando oí otro ruido. Esta vez fue la puerta de la habitación cerrada de enfrente al abrirse y cerrarse quedamente. Oí el ruido con claridad, y me asusté tanto que me quedé paralizada. Luego oí unos pasos apresurados por el pasillo, en dirección al cuerpo principal de la casa. Dado que el piso estaba alfombrado, el ruido de los pasos era muy apagado; sin embargo, estaba segura de que eran pasos de mujer. Este pensamiento me heló, y durante un minuto no me atreví a moverme ni a respirar siquiera. Luego recobré los sentidos.

«Alice Hartley —me dije a mí misma—, alguien acaba de salir de esa habitación ahora mismo y se aleja corriendo por el pasillo. La idea no es agradable, pero tienes que afrontarla: tu ama te ha llamado, y para responder a la campanilla tienes que recorrer el mismo trayecto que esa otra mujer».

Así que lo recorrí. Jamás he caminado más deprisa en mi vida, aunque pensé que nunca llegaría al otro extremo del pasillo y a la habitación de la señora Brympton. En el trayecto no oí nada ni vi nada: todo estaba oscuro y tranquilo como una tumba. Al llegar a la puerta de mi señora, el silencio era tan profundo que empecé a pensar que lo había soñado todo, y estaba medio decidida a regresar. Entonces el pánico se apoderó de mí, y llamé.

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