La caída de los gigantes (80 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Cincuenta mil bajas, y veinte mil muertos —su padre prosiguió—. Y la batalla continúa. Día tras día, mueren más jóvenes. —Entre el público se alzaron voces de desacuerdo, pero quedaron acalladas por los gritos de quienes estaban conformes con lo dicho. Su padre levantó la mano para pedir silencio—. Yo no estoy acusando a nadie. Solo diré una cosa: una carnicería así no puede estar bien cuando se ha negado a esos hombres la oportunidad de decidir si quieren ir a la guerra.

El pastor dio un paso hacia delante e intentó apartar al padre de Ethel, y Perceval Jones pretendió, en vano, subir a la plataforma.

Sin embargo, el padre de Ethel ya casi había terminado.

—Si vuelven a pedirnos que entremos en guerra, no debería hacerse sin el consentimiento de todo el pueblo.

—¡Tanto hombres como mujeres! —gritó Ethel, pero su voz quedó ahogada entre los gritos de aprobación de los mineros.

Había varios hombres que se situaron delante de su padre, discutiendo acaloradamente con él, pero su voz se alzaba por encima del alboroto.

—¡Jamás volveremos a entrar en guerra porque lo diga una minoría! —gritaba a pleno pulmón—. ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás!

Se sentó y los vítores resonaron atronadores.

19

Julio-octubre de 1916

I

Kovel era un nudo ferroviario en el territorio de Rusia que en el pasado había pertenecido a Polonia, cerca de la antigua frontera con Austria-Hungría. El ejército ruso se agrupó a unos treinta kilómetros al este de la ciudad, a orillas del río Stokhod. Toda la región era un cenagal, centenares de kilómetros cuadrados de tremedal surcado por veredas. Grigori encontró un pequeño terreno algo más seco y ordenó a su pelotón que acampara allí. No disponían de tiendas: el comandante Azov las había vendido tres meses antes a una fábrica de corte y confección de Pinsk. Dijo que los hombres no necesitaban tiendas en verano, y que para cuando llegara el invierno ya estarían todos muertos.

Por obra de algún milagro, Grigori seguía vivo. Era sargento y su amigo Isaak, cabo. Los que quedaban de la quinta de 1914 eran ya en su mayor parte suboficiales. El batallón de Grigori había sido diezmado, trasladado, reforzado y de nuevo diezmado. Los habían enviado a todas partes excepto a casa.

En los últimos dos años, Grigori había matado a muchos hombres, con fusil, bayoneta y granadas de mano, a la mayoría desde una distancia lo bastante corta para verlos morir. Era algo que provocaba pesadillas a algunos de sus compañeros, particularmente a los mejor educados, pero no a Grigori. Había nacido en la brutalidad de un pueblo rural y había sobrevivido, huérfano, en las calles de San Petersburgo; la violencia no le alteraba el sueño.

Lo que lo había horrorizado era la estupidez, la insensibilidad y la corrupción de los oficiales. Vivir y luchar al lado de la clase gobernante lo había transformado en un revolucionario.

Tenía que seguir con vida. No había nadie más que pudiera cuidar de Katerina.

Le escribía con regularidad, y de cuando en cuando recibía una carta suya, escrita con una pulcra caligrafía de colegiala, con numerosas faltas y tachaduras. Las conservaba todas, cuidadosamente atadas en un fajo que llevaba siempre en el petate, y cuando pasaba algún tiempo sin recibir ninguna, releía las antiguas.

En la primera ella le decía que había dado a luz a un niño, Vladímir, que en ese momento tenía ya dieciocho meses: el hijo de Lev. Grigori anhelaba verlo. Recordaba vívidamente a su hermano de bebé. ¿Tendría Vladímir la sonrisa irresistible y mellada de Lev?, se preguntaba; claro que ya debía de tener dientes, y andar, y farfullar algunas palabras. Grigori quería que el niño aprendiera a decir «tío Grishka».

A menudo recordaba la noche en que Katerina había ido a su cama. En sus fantasías a veces cambiaba el curso de los acontecimientos de modo que, en lugar de rechazarla, la abrazaba, besaba su generosa boca y le hacía el amor. Pero sabía que en la vida real ella pertenecía a su hermano.

Grigori no había tenido noticias de Lev desde que se había marchado, hacía ya más de dos años. Temía que algo terrible le hubiera ocurrido en América. Sus flaquezas lo metían en frecuentes aprietos, aunque daba la impresión de que siempre era capaz de salir airoso de ellos. Su tendencia a buscarse problemas era fruto del modo en que Lev había crecido, viviendo al día sin una disciplina adecuada, y tan solo con Grigori como precaria figura suplente de un padre. Grigori deseaba haber podido hacerlo mejor, pero a la sazón no era más que un niño.

La consecuencia final de todo ello era que Katerina no tenía a nadie que la cuidara, y tampoco a su hijo, excepto Grigori. Él estaba firmemente decidido a conservar la vida, pese a la caótica ineficacia del ejército ruso, para poder regresar algún día al lado de Katerina y de Vladímir.

El comandante de la zona era el general Brusílov, un soldado profesional, a diferencia de muchos de los generales, que no eran sino cortesanos. A las órdenes de Brusílov, los rusos habían ganado terreno en junio, haciendo retroceder a los austríacos, presa de la confusión. Grigori y sus hombres luchaban con ahínco cuando las órdenes tenían alguna lógica. De lo contrario, consagraban sus energías a permanecer fuera de la línea de fuego. Grigori había llegado a dominar esa táctica, y de este modo se había granjeado la lealtad de su pelotón.

En julio, el avance de los rusos se había ralentizado, como siempre, por la falta de suministros. Pero acababa de llegar el refuerzo del Ejército de Guardias. Los Guardias eran un grupo de élite, formado por los más altos y fuertes de los soldados rusos. A diferencia del resto del ejército, disponían de buenos uniformes —de color verde oscuro con galones dorados— y botas nuevas. Pero estaban a las órdenes de un comandante pésimo, el general Bezobrázov, otro cortesano. Grigori creía que Bezobrázov no conseguiría tomar Kovel, por muy altos que fueran los Guardias.

Fue el comandante Azov quien dictó las órdenes al amanecer. Era un hombre espigado y fornido, ataviado con un uniforme ceñido; como era habitual por las mañanas, tenía los ojos enrojecidos. Le acompañaba el teniente Kirílov; este convocó a los sargentos y Azov les dijo que debían vadear el río y seguir los senderos que transcurrían por la ciénaga en dirección al oeste. Los austríacos estaban emplazados allí, aunque no atrincherados: la tierra era demasiado húmeda para cavar trincheras.

Grigori se dio cuenta de que aquel plan iba a acabar en desastre. Los austríacos aguardarían agazapados, a cubierto, en posiciones que habrían podido escoger con esmero. Los rusos estarían concentrados en las veredas y no podrían desplazarse con rapidez por aquel suelo cenagoso. Serían masacrados.

Además, les quedaba poca munición.

—Excelencia, necesitamos un envío de municiones —dijo Grigori.

Azov se movió con presteza pese a su sobrepeso. Sin previo aviso, asestó un puñetazo a Grigori en la boca, que sintió una punzada de dolor abrasador en los labios y cayó de espaldas.

—Eso te mantendrá callado un rato —dijo Azov—. Tendrás la munición cuando tus superiores consideren que la necesitas. —Se volvió hacia los demás—. Formad en filas y avanzad cuando oigáis la señal.

Grigori se puso en pie con el sabor de la sangre en la boca. Se palpó la cara con cautela, y advirtió que había perdido un incisivo. Maldijo su falta de tacto. En un descuido se había acercado en exceso a un oficial. Debería haber sido más prudente: hacían restallar el látigo a la menor provocación. Había tenido suerte de que Azov no fuera armado con un fusil, porque de lo contrario habría sido la culata lo que le hubiese estampado en la cara.

Convocó a su pelotón y les hizo formar en una fila irregular. Tenía previsto rezagarse y dejar que fueran los otros quienes avanzaran, pero Azov hizo marchar enseguida a su compañía, y el pelotón de Grigori quedó en la vanguardia.

Tendría que idear otro plan.

Se dispuso a vadear el río y los treinta y cinco hombres que componían su pelotón le siguieron. El agua estaba fría, pero era un día despejado y cálido, por lo que a ninguno le importó demasiado mojarse. Grigori caminaba despacio, y sus hombres hacían lo propio, permaneciendo tras él, esperando a ver qué haría.

El Stokhod era ancho y somero, y alcanzaron la orilla opuesta sin mojarse más allá de los muslos. Grigori observó con satisfacción que ya los habían rebasado hombres más aplicados.

Cuando alcanzaron la angosta vereda que transcurría entre el cenagal, el pelotón tuvo que seguir el ritmo de los demás, y Grigori no pudo llevar a término su plan de rezagarse. Empezó a inquietarse. No quería que sus hombres formaran parte de aquella aglomeración cuando los austríacos abrieran fuego.

Tras algo más de un kilómetro, el sendero volvió a estrecharse y el ritmo se ralentizó cuando los hombres que iban al frente tuvieron que constreñirse en una fila de a uno. Grigori vio en ello una oportunidad. Fingiendo impacientarse por el retraso, abandonó la vereda y se internó en la ciénaga. El resto de sus hombres lo siguieron prestos. El pelotón que iba detrás de ellos avanzó y enseguida cubrió el hueco.

El agua le llegaba al pecho a Grigori, y el barro era denso. Resultaba arduo y lento caminar por el cenagal y, tal como había previsto, el pelotón se rezagó.

El teniente Kirílov advirtió lo que ocurría y gritó, irritado:

—¡Eh! ¡Vosotros! ¡Volved al camino!

Grigori le contestó:

—Sí, excelencia. —Pero alejó aún más a sus hombres, como buscando suelo firme.

El teniente renegó y abandonó el intento.

Grigori inspeccionaba el terreno con la misma cautela que los demás oficiales, aunque con distintas intenciones. Los otros buscaban al ejército austríaco; él buscaba un lugar donde esconderse.

Siguió avanzando, y permitiendo que centenares de soldados lo rebasaran. «Los Guardias están muy orgullosos de sí mismos —pensó—. Dejemos que sean ellos quienes luchen.»

A media mañana oyó los primeros disparos al frente. La vanguardia había abierto combate con el enemigo. Había llegado el momento de refugiarse.

Grigori llegó a una pequeña loma donde la tierra estaba más seca. El resto de la compañía del comandante Azov estaba ya lejos, fuera de su campo de visión. Desde lo alto de la loma, Grigori gritó:

—¡A cubierto! ¡Emplazamiento enemigo al frente y a la izquierda!

No había ningún emplazamiento enemigo, y sus hombres lo sabían, pero se agazaparon detrás de arbustos y árboles, y apuntaron con los fusiles al otro lado de la pendiente. Grigori disparó una ráfaga a una mata de vegetación situada a unos quinientos metros, solo por si habían tenido la mala fortuna de elegir un punto donde sí hubiera algunos austríacos, pero no hubo respuesta.

Estarían a salvo mientras permanecieran allí, pensó Grigori satisfecho. Con el transcurso del día, la situación solo podría tener dos desenlaces posibles. Lo más probable era que en pocas horas los soldados rusos retrocedieran renqueantes por el cenagal cargando con los heridos y perseguidos por el enemigo, en cuyo caso el pelotón de Grigori se sumaría a ellos. De no ser así, al caer la noche Grigori concluiría que los rusos habían ganado la batalla y haría avanzar a su grupo para sumarse a la celebración de la victoria.

Mientras tanto, el único problema era obligar a los hombres a seguir fingiendo un combate con un emplazamiento enemigo. Resultaba tedioso yacer en tierra una hora tras otra, con la mirada al frente, como rastreando el terreno en busca de soldados enemigos. Los hombres solían ponerse a comer y a beber, a fumar, a jugar a las cartas e incluso a dormitar, lo cual daba al traste con la farsa.

Pero antes de que tuvieran tiempo para acomodarse, el teniente Kirílov apareció a unos doscientos metros a la derecha de Grigori, al otro extremo de una charca. Grigori gruñó: aquello podía estropearlo todo.

—¿Qué estáis haciendo?

—¡Al suelo, excelencia! —gritó Grigori.

Isaak disparó el fusil al aire y Grigori se agachó. Kirílov hizo lo propio y luego retrocedió por donde había llegado.

Isaak chasqueó la lengua.

—Siempre funciona.

Grigori no estaba seguro. Kirílov parecía molesto, no complacido, como si supiera que lo estaban engañando pero fuera incapaz de hacer nada al respecto.

El joven escuchó el estruendo, el estrépito y el fragor de la batalla que se desataba más allá, calculó que a algo menos de un kilómetro y sin desplazarse en ninguna dirección.

El sol siguió alzándose en el cielo y le secó la ropa húmeda. Grigori empezó a acusar el hambre y pellizcó un trozo de pan seco de la fiambrera, procurando evitar la zona dolorida de la boca, donde Azov le había asestado el puñetazo.

Cuando la bruma se dispersó, vio los aviones alemanes volando bajo a unos dos kilómetros al frente. A juzgar por el sonido, estaban ametrallando a los soldados que había en tierra. Los Guardias, apiñados en las estrechas veredas o vadeando por el barro, debían de constituir un objetivo terriblemente fácil. Grigori se alegró aún más de no encontrarse allí con sus hombres.

Hacia la media tarde, el fragor de la batalla pareció aproximarse. Los rusos se estaban viendo obligados a retroceder. Se preparó para ordenar a su pelotón que se sumara a las tropas en su huida… pero aún no. No quería llamar la atención. Retirarse despacio era casi tan importante como avanzar despacio.

Vio a varios hombres desperdigados a izquierda y derecha, chapoteando en el cenagal camino del río, algunos de ellos obviamente heridos. La retirada había comenzado, pero todavía no era total.

Desde algún lugar próximo oyó un relincho. La presencia de un caballo significaba la presencia de un oficial. Grigori disparó de inmediato a austríacos imaginarios. Sus hombres lo emularon al instante y hubo ráfagas de fuego disperso. A continuación, miró a su alrededor y vio al comandante Azov a lomos de un gran caballo de caza gris, trotando por el barro. Azov gritaba a un grupo de soldados en retirada, ordenándoles que reanudaran la lucha. Ellos le replicaron hasta que él sacó un revólver Nagant —igual que el de Lev, pensó Grigori, sin que viniera al caso— y los apuntó con él, tras lo cual los hombres dieron media vuelta y, a regañadientes, empezaron a deshacer el camino andado.

Azov enfundó el arma y trotó hasta la posición de Grigori.

—¿Qué estáis haciendo aquí, imbéciles? —preguntó.

Grigori permaneció tendido pero rodó sobre sí mismo y volvió a cargar el fusil, colocando en posición el cargador de cinco proyectiles y fingiendo prisa.

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