Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Entonces no les quedó más que esperar la hora cero. Había agua en la trinchera, y las polainas de Fitz no tardaron en quedar empapadas. En ese momento no estaba permitido cantar: podrían ser oídos por las líneas enemigas. Fumar también estaba prohibido. Algunos de los hombres rezaban. Un soldado alto sacó su cartilla de la paga y empezó a escribir en la página que tenía el encabezamiento «Última voluntad y testamento», bajo el estrecho haz de luz de la linterna del sargento Elijah Jones. Escribía con la mano izquierda, y Fitz se dio cuenta de que era Morrison, un antiguo lacayo de Ty Gwyn y lanzador zurdo del equipo de críquet.
Amaneció pronto; hacía unos días que habían dejado atrás el solsticio de verano. Con la llegada de la luz, algunos hombres sacaron las fotos que llevaban encima; se quedaban mirándolas y las besaban. A Fitz le pareció algo muy sentimental, y por un momento dudó si imitarles; pasado un rato, lo hizo. La fotografía que él sacó era la de su hijo, George, a quien llamaba Boy. Tenía dieciocho meses, pero la foto se la habían hecho el día de su primer cumpleaños. Bea debió de llevarlo al estudio de un fotógrafo, porque detrás tenía un fondo, de muy poco gusto, que reflejaba un claro florido del bosque. Con el aspecto que tenía, pues vestía una especie de trajecito de chaqueta blanco y una gorra, no parecía un niño; pero se le veía fuerte y sano, y estaba allí para convertirse en el heredero del condado si Fitz moría en esa contienda.
El conde suponía que Bea y Boy debían de encontrarse en Londres en ese momento. Era julio, y la temporada de reuniones sociales seguía su curso, aunque de forma más discreta: las jóvenes tenían que presentarse en sociedad, pues, de no ser así, ¿cómo iban a conocer a los buenos partidos disponibles?
La luz se intensificó y el sol hizo aparición. Los cascos metálicos de los Aberowen Pals brillaron y sus bayonetas proyectaron los destellos del nuevo día. La mayoría de ellos jamás había entrado en combate. Menudo bautismo les esperaba, ganasen o perdiesen.
Una descomunal cortina de fuego estalló con la llegada de la luz. Los cañoneros estaban totalmente entregados. Tal vez, aquel último esfuerzo destruiría por fin las posiciones alemanas. A buen seguro, el general Haig debía de estar rezando para que sucediera eso.
Los Aberowen Pals no estaban en la primera oleada de hombres, pero Fitz fue por delante para echar un vistazo al campo de batalla, y dejó a los tenientes al cargo de la Compañía B. Se abrió paso entre la multitud de hombres que permanecían a la espera en la primera línea del frente, y se quedó de pie en el escalón de tiro de la trinchera y miró por un agujero hecho en el parapeto de sacos de arena.
La neblina matutina empezaba a disiparse, perseguida por los rayos del sol naciente. El cielo azul estaba moteado por el humo oscuro de los proyectiles que explotaban. Fitz vio que iba a ser un bonito y agradable día de verano francés.
—Buen tiempo para matar alemanes —dijo sin dirigirse a nadie en particular.
Permaneció en primera línea mientras se acercaba la hora cero. Quería ver qué le ocurría a la primera oleada de hombres. Puede que hubiera cosas que aprender. Aunque había sido oficial en Francia durante al menos dos años, aquella sería la primera vez que dirigiría a hombres en el combate, y eso le ponía más nervioso que no el riesgo de que lo mataran.
Dieron una ración de ron a cada soldado. Fitz bebió un poco. Pese al calor que sintió en el estómago gracias al alcohol, notaba que cada vez estaba más tenso. La hora cero eran las siete y media. A partir de las siete en punto, los hombres permanecieron inmóviles.
A las siete y veinte, los cañones británicos se silenciaron.
—¡No! —gritó Fitz—. ¡Todavía no! ¡Es demasiado pronto!
Nadie lo escuchaba, por supuesto. Pero él estaba aterrado. Aquello informaría a los alemanes de que el ataque era inminente. En ese instante estarían saliendo como pudieran de sus refugios subterráneos, sacando sus metralletas y tomando posiciones. ¡Los cañoneros habían dado al enemigo diez minutos para prepararse! Deberían haber aguantado hasta el último momento para disparar, hasta las siete veintinueve y cincuenta y nueve segundos.
Pero ya no se podía dar marcha atrás.
Fitz se preguntó, con angustia, cuántos hombres morirían a causa de aquel error garrafal.
Los sargentos vociferaban las órdenes y los hombres que rodeaban a Fitz subían por la escalerilla y remontaban el parapeto a trompicones. Formaron en la parte más próxima a la alambrada inglesa. Estaban a medio kilómetro de la línea alemana, pero nadie les había disparado todavía. Para sorpresa de Fitz, los sargentos gritaron:
—¡Formación en línea! ¡A la derecha, ar!
Los hombres empezaron a formar como si estuvieran en un desfile, ajustando las distancias entre ellos hasta que estuvieron dispuestos simétricamente, con la perfección de un grupo de bolos listos para el lanzamiento. En opinión de Fitz aquello era una locura: daba más tiempo a los alemanes para prepararse.
A las siete y media sonó un silbato, los encargados de señales bajaron sus banderines y la primera línea avanzó.
No salieron corriendo, pues el peso del equipo era demasiado: munición extra, una manta impermeable, agua y comida, y dos bombas de mano Mill, que era el nombre que recibían las granadas de mano que pesaban casi un kilo cada una. Los hombres iban trotando, salpicando agua al pasar por los cráteres abiertos por los impactos de proyectil, hasta que cruzaron a través de los huecos de la alambrada británica. Tal como les habían ordenado, volvieron a formar en filas y siguieron adelante; hombro con hombro, cruzaron tierra de nadie.
Cuando se encontraban a mitad de camino, las ametralladoras alemanas abrieron fuego.
Fitz vio que los hombres empezaban a caer un segundo antes de que sus oídos captasen el ruido ya familiar de las ametralladoras. Cayó uno, luego una docena, luego una veintena y al final, más. «¡Oh, Dios mío!», exclamó Fitz mientras los abatían: cincuenta, luego cien más. Se quedó contemplando la carnicería, horrorizado. Algunos levantaban las manos en el aire al recibir el impacto; otros gritaban o se convulsionaban; otros avanzaban con dificultad y acababan cayendo al suelo como petates derribados.
Aquel panorama era peor de lo que había previsto el pesimista Gwyn Evans, peor que la más horrible de las pesadillas de Fitz.
Antes de que llegaran a la alambrada alemana, la mayoría de ellos había caído.
Sonó otro silbato, y avanzó la segunda fila de hombres.
III
El soldado raso Robin Mortimer estaba furioso.
—Esto es una maldita estupidez —dijo cuando oyó el ruido de las ametralladoras—. Tendríamos que haber atacado en la oscuridad. No se puede cruzar tierra de nadie cuando da toda la puta luz del sol. Ni siquiera han lanzado una puta cortina de humo. Es un puto suicidio.
Los hombres en la trinchera de reunión se mostraban nerviosos. Billy estaba preocupado por la baja moral de los Aberowen Pals. Durante la marcha desde su alojamiento hasta la primera línea, habían experimentado su primer ataque de artillería. No habían sufrido un impacto directo, pero algunos grupos que iban por delante y otros que quedaban por detrás habían quedado diezmados. Y lo que resultaba casi tan desmoralizador: habían pasado por una serie de agujeros recién cavados, todos de exactamente dos metros de profundidad, y habían deducido que eran fosas comunes para los hombres que cayeran muertos ese día.
—El viento sopla demasiado fuerte para lanzar una cortina de humo —dijo el Profeta con calma—. Por eso, tampoco usamos las bombas de gas.
—Es una puta locura —murmuró Mortimer.
George Barrow comentó con alegría:
—Los de arriba saben lo que se hacen. Los criaron para mandar. Yo digo que los dejemos hacer.
Tommy Griffiths no pudo pasar por alto el comentario.
—¿Cómo puedes creer algo así si ellos te enviaron al correccional?
—Tienen que meter a la gente como yo en la cárcel —respondió George con firmeza—. Si no, todo el mundo estaría robando. ¡Yo podría robarme a mí mismo!
Todos rieron, excepto el taciturno Mortimer.
El comandante Fitzherbert reapareció; parecía apagado y llevaba una jarra de ron. El teniente repartió una ración a todos, se la servía en las tazas de latón de la cantina que sostenían con las manos. Billy se bebió su ron sin disfrutarlo. El alcohol abrasador animaba a los hombres, pero no durante mucho tiempo.
El único momento en que Billy se había sentido así fue su primer día en el interior de la mina, cuando Rhys Price lo dejó solo y se le apagó la lámpara. En esa ocasión, lo había ayudado una visión. Por desgracia, Jesús se aparecía a los chicos con imaginaciones febriles, no a hombres sobrios y racionales. Ese día, Billy estaba solo.
Estaba a punto de pasar la prueba definitiva, tal vez a un par de minutos. ¿Podría mantener la calma? Si no lo lograba —si se quedaba hecho un ovillo en el suelo y cerraba los ojos, y rompía a llorar o salía huyendo—, se sentiría avergonzado durante el resto de su vida. «Preferiría morir —pensó—, pero ¿me sentiré así cuando empiecen los disparos?»
Todos avanzaron unos pasos.
Sacó la cartera. Mildred le había dado una foto suya. Llevaba un abrigo y un sombrero: él habría preferido recordarla tal como la había visto la noche que fue a su habitación.
Se preguntó qué estaría haciendo en ese momento. Era sábado, así que seguramente estaba en el taller de Mannie Litov, cosiendo uniformes. Era media mañana, y las mujeres habrían dejado de trabajar para hacer un descanso en ese mismo instante. Mildred podía estar contándoles alguna anécdota divertida.
Pensaba en ella todo el tiempo. La noche que habían pasado juntos había sido una continuación de la lección de besos. Ella lo había frenado y le había enseñado a no comportarse como un animal en celo; le había enseñado a ir más despacio, a jugar más, le había enseñado caricias que resultaban en extremo placenteras, más de lo que nunca habría imaginado. Le había besado el miembro y le había pedido que él hiciera lo mismo con sus zonas íntimas. Lo que era aún mejor, le había enseñado cómo hacerlo para lograr que ella gritara de placer. Al final, había sacado un condón del cajón de su mesilla de noche. Billy nunca había visto uno, aunque los chicos hablaban de ellos, y los llamaban gomas. Mildred se lo había puesto, e incluso eso había resultado excitante.
Había sido como si lo hubiera soñado, y tenía que recordarse constantemente que había ocurrido en realidad. Nada en toda su educación lo había preparado para la actitud abierta y dispuesta de Mildred ante el sexo, y para él había sido como una revelación. Sus padres y la mayoría de las personas de Aberowen la habrían calificado de «inapropiada», con dos hijos y sin rastro de marido a la vista; pero a Billy no le habría importado aunque tuviera seis hijos. Le había abierto las puertas del paraíso, y lo único que quería era volver a ese lugar. Más que ninguna otra cosa en el mundo, deseaba sobrevivir a ese día para poder volver a ver a Mildred y pasar otra noche con ella.
A medida que el batallón de los Pals avanzaba como podía, acercándose poco a poco a la primera línea del frente, Billy se dio cuenta de que estaba sudando.
Owen Bevin empezó a llorar. Billy le dijo con brusquedad:
—No pierdas la calma, soldado Bevin. Llorar no sirve de nada, ¿verdad?
—Quiero irme a casa —respondió el chico.
—Yo también, muchacho, yo también.
—Por favor, cabo. No imaginé que fuera así.
—¿Cuántos años tienes?
—Dieciséis.
—¡Por todos los demonios! —exclamó Billy—. ¿Cómo conseguiste que te reclutaran?
—Le dije al médico la edad que tenía y me soltó: «Vete, y vuelve mañana por la mañana. Eres alto para la edad que tienes, podrías haber cumplido los dieciocho mañana». Y me guiñó el ojo, así que supe que tenía que mentir.
—Cabrón —dijo Billy. Miró a Owen. El chico no iba a servir para nada en el campo de batalla. Estaba temblando y llorando.
Billy habló con el teniente segundo Carlton-Smith.
—Señor, Bevin solo tiene dieciséis años, señor.
—Por el amor de Dios —dijo el teniente segundo.
—Tendríamos que enviarlo a la retaguardia. Será un lastre.
—No lo sé. —Carlton-Smith parecía desconcertado y perdido.
Billy recordó la forma en que Jones el Profeta había intentado convertir a Mortimer en su aliado. El Profeta era un buen líder: pensaba para adelantarse a los acontecimientos y actuaba para prevenir los problemas. Carlton-Smith, por el contrario, parecía no tener ninguna habilidad destacable, aunque era un oficial de rango superior. «Por eso lo llaman sistema de clases», habría dicho el padre de Billy.
Un minuto después, Carlton-Smith acudió a Fitzherbert y le dijo algo en voz baja. El comandante negó con la cabeza, y Carlton-Smith se encogió de hombros, en un gesto de impotencia.
Billy no había sido educado para ser testigo mudo de la crueldad.
—¡El chico solo tiene dieciséis años, señor!
—Es demasiado tarde para decirlo ahora —respondió Fitzherbert—. Y no hable si no se lo he ordenado antes, cabo.
Billy sabía que Fitzherbert no lo había reconocido. Billy era simplemente uno de los cientos de hombres que trabajaban en las minas del conde. Fitzherbert no sabía que él era el hermano de Ethel. En cualquier caso, el desprecio que le hizo enfureció al muchacho.
—Va en contra de la ley —insistió con tozudez.
En otras circunstancias, Fitzherbert habría sido el primero en pontificar sobre el respeto de la ley.
—Yo seré quien juzgue eso —respondió Fitz, irritado—. Por eso soy yo el oficial.
A Billy empezó a hervirle la sangre. Fitzherbert y Carlton-Smith estaban ahí, con sus uniformes hechos a medida, mirando a Billy, con su áspero uniforme de color caqui, diciéndole que no podían hacer nada.
—La ley es la ley —sentenció Billy.
El Profeta habló con calma.
—Veo que ha olvidado su bastón de mando esta mañana, comandante Fitzherbert. ¿Quiere que envíe a Bevin al cuartel a buscárselo?
Con esa misión conseguiría lo que quería, pensó Billy. «Bien hecho, Profeta.»
Pero Fitzherbert no tragó.
—No sea usted ridículo —respondió.
De pronto, Bevin salió disparado como un rayo. Se mezcló con el grupo de hombres que iba detrás y se esfumó en un segundo. Fue algo tan sorprendente que algunos de los hombres rieron.