Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—Y a mí verte a ti —repuso él, pero no le acarició los pechos enseguida.
Ella le dio un beso en la oreja.
—Tengo algo que decirte —anunció Ethel con solemnidad.
—¡Y yo algo que decirte a ti! ¿Puedo ser el primero?
La muchacha estaba a punto de responder que no, pero él se liberó de su abrazo y dio un paso atrás. De repente, un mal presentimiento se apoderó de su corazón.
—¿Qué? —preguntó—. ¿Qué sucede?
—Bea espera un niño —contestó Fitz. Le dio una calada al puro y exhaló humo como en un suspiro.
Al principio Ethel no logró encontrar sentido a esas palabras.
—¿Qué? —preguntó en tono desconcertado.
—La princesa Bea, mi mujer, está embarazada. Va a tener un niño.
—¿Quieres decir que lo has estado haciendo con ella a la vez que lo hacías conmigo? —preguntó Ethel con enfado.
Él pareció extrañarse. Por lo visto no esperaba que pudiera tomárselo a mal.
—¡Debo hacerlo! —protestó—. Necesito un heredero.
—¡Pero dijiste que me querías!
—Te quiero, y siempre te querré, en cierta forma.
—¡No, Teddy! —gritó ella—. ¡No lo digas así… no, por favor!
—¡No des voces!
—¿Que no dé voces? ¡Me estás echando! ¿Qué me importa a mí ahora que se entere la gente?
—A mí me importa mucho.
Ethel estaba destrozada.
—Teddy, por favor, yo te quiero.
—Pero lo nuestro ha terminado. Tengo que ser un buen marido y padre de mi hijo. Debes comprenderlo.
—Comprenderlo… ¡y un cuerno! —bramó Ethel—. ¿Cómo puedes decirlo tan fácilmente? ¡Te he visto mostrar más compasión por un perro que debía ser sacrificado!
—Eso no es cierto —contestó él, y se le entrecortó la voz.
—Me entregué a ti, en esta habitación, en esa cama de ahí.
—Y yo no… —Se interrumpió. Su rostro, impertérrito hasta entonces, trabado en una expresión de rígido autocontrol, mostró de repente angustia. Se volvió para ocultarse de los ojos de ella—. No lo olvidaré —susurró.
Ethel se acercó a él, vio cómo las lágrimas se deslizaban por sus mejillas, y su ira se desvaneció.
—Oh, Teddy, lo siento mucho —dijo.
Él intentó recuperar la calma.
—Te tengo mucho aprecio, pero debo cumplir con mi deber —dijo. Las palabras eran frías, pero su voz parecía atormentada.
—Ay, Dios mío. —Ethel intentaba parar de llorar. Todavía no le había contado sus nuevas. Se enjugó los ojos con la manga y tragó saliva—. ¿Tu deber? —dijo—. No sabes aún ni la mitad.
—¿De qué estás hablando?
—Yo también estoy embarazada.
—Oh, Dios bendito. —Se llevó el puro a los labios mecánicamente, después volvió a dejarlo caer sin dar ninguna calada—. ¡Pero si siempre me retiraba antes!
—Pues no lo bastante deprisa.
—¿Desde cuándo lo sabes?
—Acabo de darme cuenta. He mirado en mi cajón y he visto mis paños limpios. —Fritz se estremeció. Era evidente que no le gustaba que le hablaran de la menstruación. Bueno, tendría que soportarlo—. Lo he calculado y no me ha venido el período desde que me trasladé a la antigua habitación de la señora Jevons, y de eso hace diez semanas.
—Dos ciclos. Eso lo confirma. Es lo mismo que dijo Bea. Demonios. —Volvió a llevarse el puro a los labios, se dio cuenta de que se había apagado y lo tiró al suelo con un gruñido de enojo.
Un pensamiento irónico le vino a Ethel a la cabeza.
—Puede que tengas dos herederos.
—No seas ridícula —dijo él, cortante—. Un bastardo no hereda.
—Oh —repuso Ethel. No había sido su intención reclamar nada en serio para su hijo. Por otro lado, hasta ese momento no había pensado que sería un bastardo—. Pobrecillo —dijo—. Mi niño, el bastardo.
Él parecía sentirse culpable.
—Lo siento —dijo—. No he querido decir eso. Perdóname.
Ethel veía que su bondad estaba luchando contra sus instintos más egoístas. Le puso una mano en el brazo.
—Pobre Fitz.
—No quiera Dios que Bea se entere de esto —dijo.
Ella se sintió herida de muerte. ¿Por qué había de ser la otra mujer su principal preocupación? Bea estaría perfectamente: era rica, estaba casada y llevaba en su seno al querido y venerado heredero del clan Fitzherbert.
—Una conmoción de este calibre sería demasiado para ella —añadió Fitz.
Ethel recordó el rumor que decía que Bea había sufrido un aborto natural el año anterior. Todas las criadas de la casa lo habían comentado. Según Nina, la doncella rusa, la princesa le echaba la culpa del aborto a Fitz, que la había disgustado al cancelar un viaje a Rusia que tenían planeado.
Ethel se sintió terriblemente rechazada.
—¿Conque lo que más te preocupa es que la noticia de nuestro hijo altere a tu mujer?
Él se quedó mirándola.
—No quiero que vuelva a perderlo… ¡Es importante! —No se imaginaba lo cruel que estaba siendo.
—¡Maldito seas! —gritó Ethel.
—¿Qué esperabas? El hijo que lleva Bea lo he estado esperando, he rezado por que llegara. El tuyo no lo queríamos ni tú, ni yo, ni nadie.
—No es así como yo lo veo —dijo ella, sin apenas voz, y se echó a llorar otra vez.
—Tengo que meditar sobre esto —replicó él—. Necesito estar a solas. —La agarró de los hombros—. Volveremos a hablar mañana. Mientras tanto, no se lo digas a nadie. ¿Me has entendido?
Ethel asintió.
—Prométemelo.
—Te lo prometo.
—Buena chica —dijo él, y salió de la habitación.
Ethel se agachó y recogió la colilla del puro.
II
No se lo dijo a nadie, pero era incapaz de actuar como si todo fuera bien, así que fingió sentirse enferma y fue a acostarse. Mientras pasaba una hora tras otra tumbada, sola, el dolor fue dando lentamente paso a la angustia. ¿De qué vivirían su hijo y ella?
Perdería su trabajo en Ty Gwyn; eso sería automático, aunque su hijo no hubiera sido del conde. Solo eso ya le dolía. Se había sentido tan orgullosa de sí misma cuando la nombraron ama de llaves… Al abuelo le gustaba decir que el orgullo viene antes de la caída. En ese caso había acertado.
No estaba muy segura de poder regresar a casa de su familia: la deshonra mataría a su padre. Casi estaba tan disgustada por eso como lo estaba por su propio deshonor. Le haría más daño a él, en cierta forma; él, que era tan estricto con esa clase de cosas.
De todas formas, tampoco quería vivir en Aberowen siendo madre soltera. Allí ya había dos: Maisie Owen y Gladys Pritchard. Eran personajes tristes que no tenían un lugar concreto en el orden social de la pequeña ciudad. No estaban casadas, pero ningún hombre estaba interesado en ellas; eran madres, pero vivían todavía con sus padres, como si aún fueran niñas; no eran bien recibidas en ninguna iglesia, pub, tienda ni club. ¿Cómo iba ella, Ethel Williams, que siempre se había considerado por encima de los demás, a rebajarse hasta el nivel más bajo de todos?
Así pues, no podía volver a Aberowen. No lo lamentaba. Se sentiría contenta de darle la espalda a esas hileras de casas lúgubres, los pequeños templos bien cuidados y las incesantes disputas entre mineros y patronos. Pero ¿adónde iría? Y, ¿podría seguir viendo a Fitz?
Mientras caía la oscuridad, ella yacía despierta, mirando las estrellas por la ventana, y por fin trazó un plan. Empezaría una nueva vida en un nuevo lugar. Se pondría una alianza y explicaría una historia sobre un difunto marido. Buscaría a alguien para que cuidara de su niño, conseguiría algún trabajo y ganaría dinero. Llevaría a su hijo al colegio. O a su hija. Presentía que sería una niña, y sería lista, escritora o médico, o quizá toda una luchadora como la señora Pankhurst, una defensora de los derechos de las mujeres a quien arrestarían a las puertas del palacio de Buckingham.
Había creído que no podría dormir, pero las emociones la habían dejado exhausta y, a eso de la medianoche, empezó a adormilarse y acabó conciliando un sueño pesado y sin ensoñaciones.
El sol del alba la despertó. Se sentó erguida, impaciente como siempre por empezar el nuevo día; pero entonces recordó que su antigua vida había terminado, que estaba destrozada, y que se encontraba en medio de una tragedia. Casi volvió a sucumbir al dolor, pero luchó contra él. No podía permitirse el lujo de derramar unas lágrimas. Tenía que empezar una nueva vida.
Se vistió y bajó a la sala del servicio, donde anunció que ya estaba del todo recuperada de la dolencia del día anterior y lista para realizar su trabajo habitual.
Lady Maud la mandó llamar antes del desayuno. Ethel preparó una bandeja de café y se la llevó a la Habitación Rosa. Maud estaba sentada delante de su tocador con un salto de cama de seda color morado. Había estado llorando. Ethel tenía sus propios problemas, pero la joven señora despertó de todas formas su compasión.
—¿Qué sucede?
—Ay, tengo que romper con él.
Ethel supuso que se refería a Walter von Ulrich.
—Pero ¿por qué?
—Su padre vino a verme. La verdad es que no me había percatado del hecho de que Gran Bretaña y Alemania son enemigas y de que, casándose conmigo, Walter destruiría su carrera… y seguramente también la de su padre.
—Pero todo el mundo dice que no habrá guerra. Serbia no es lo bastante importante.
—Si no es ahora, será más adelante; y, aunque no llegue a suceder nunca, con la amenaza sería suficiente. —Sobre el tocador había un volante de encaje rosa, y Maud lo toqueteaba con nerviosismo, rasgando las caras puntillas. Ethel pensó que se tardarían horas en remendarlo. Maud prosiguió—: En el Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, nadie le confiaría a Walter ningún secreto si estuviera casado con una inglesa.
Ethel sirvió el café y le acercó una taza a Maud.
—Herr Von Ulrich dejará su trabajo si de verdad te ama.
—¡Pero yo no quiero que lo haga! —Maud dejó de tironear el encaje y bebió un poco de café—. No puedo ser la persona que acabe con su carrera. ¿Qué clase de base sería esa para un matrimonio?
«Walter puede labrarse otra carrera —pensó Ethel—; y, si de verdad te amase, lo haría.» Entonces pensó en el hombre a quien ella amaba, y en lo deprisa que se había enfriado su pasión en cuanto se había vuelto inapropiada. «Me guardaré mis opiniones para mí —se dijo—. Qué narices sé yo.» Y preguntó:
—¿Qué ha dicho Walter?
—No lo he visto. Le escribí una carta y luego dejé de ir a todos los sitios donde solíamos vernos. Así que empezó a venir a la casa y, como se estaba haciendo ya algo embarazoso pedirles siempre a los criados que le dijeran que no estaba, al final bajé con Fitz.
—¿Por qué no quieres hablar con él?
—Porque sé lo que ocurrirá. Me estrechará entre sus brazos y me besará, y yo me derrumbaré.
«Conozco esa sensación», pensó Ethel.
Maud suspiró.
—Estás muy callada esta mañana. Seguramente tienes tus propias preocupaciones. ¿Se ha puesto muy difícil la situación con esa huelga?
—Sí. Toda la ciudad vive de raciones escasas.
—¿Todavía dan de comer a los niños de los mineros?
—Cada día.
—Bien. Mi hermano es muy generoso.
—Sí. —«Cuando le interesa», pensó.
—Bueno, será mejor que sigas con tu trabajo. Gracias por el café. Supongo que te aburro con mis problemas.
Ethel, impulsivamente, agarró a Maud de la mano.
—Por favor, no digas eso. Siempre has sido muy buena conmigo. Siento mucho lo de Walter, y espero que siempre me cuentes tus preocupaciones.
—Qué cosas dices… —Más lágrimas afloraron a los ojos de Maud—. Muchísimas gracias. —Le estrechó la mano y luego la soltó.
Ethel recogió la bandeja y salió de la habitación. Cuando llegó a la cocina, Peel, el mayordomo, dijo:
—¿Has hecho algo malo?
«No lo sabes tú bien», pensó ella.
—¿Por qué lo preguntas?
—Su Señoría desea verte en la biblioteca a las diez y media.
De manera que sería una conversación formal, pensó Ethel. Quizá fuera mejor así. Estarían separados por un escritorio y ella no se vería tentada a lanzarse a sus brazos. Eso la ayudaría a contener las lágrimas. Tendría que mostrarse fría y desapasionada. El curso entero del resto de su vida quedaría determinado por esa conversación.
Siguió realizando sus labores domésticas. Echaría de menos Ty Gwyn. Durante los años que había trabajado allí, había llegado a amar el elegante mobiliario antiguo. Había memorizado los nombres de las piezas y había aprendido a reconocer un candelero, un bufet, un aparador o un musiquero. Mientras quitaba el polvo y pulía, se fijaba en las curvas y los contornos de la marquetería, en las patas talladas en forma de garras de león posadas sobre orbes. Alguna que otra vez, alguien como Peel decía: «Eso es francés, Luis XV», y ella se había fijado en que cada habitación estaba decorada y amueblada coherentemente siguiendo un estilo, ya fuera barroco, neoclásico o gótico. Jamás volvería a vivir con un mobiliario así.
Al cabo de una hora se dirigió a la biblioteca. Aquellos libros habían sido recopilados por los antepasados de Fitz. En esos días la sala no se usaba demasiado: a Bea solo le gustaban las novelas francesas, y Fitz no leía nada en absoluto. Los huéspedes de la casa acudían allí a veces en busca de un poco de paz y tranquilidad, o para utilizar el juego de ajedrez de marfil que había en la mesa central. Esa mañana, siguiendo las instrucciones de Ethel, habían bajado las persianas hasta media ventana para proteger la estancia del sol de julio y mantenerla fresca. Así pues, el espacio estaba en penumbra.
Fitz se había sentado en un sillón de cuero verde. Ethel se sorprendió al ver que también estaba allí Albert Solman, vestido con un traje negro y una camisa de cuello almidonado. Abogado de oficio, Solman era lo que los caballeros eduardianos llamaban un gestor de negocios. Gestionaba el dinero de Fitz, comprobaba los ingresos que recibía de las regalías y las rentas del carbón, pagaba las facturas y suministraba el efectivo para el pago de los salarios del servicio. También se ocupaba de los contratos de arrendamiento y de cualquier otro tipo, y a veces interponía demandas contra gente que intentaba estafar al conde. Ethel lo había conocido en otra ocasión, y no le había caído en gracia. Le había parecido un sabelotodo. A lo mejor todos los abogados lo eran, pero ella no podía decirlo: Solman era el único al que conocía.
Fitz se levantó con expresión de bochorno.
—Me he confiado con el señor Solman —anunció.