La caída de los gigantes (16 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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Grigori sabía que Lev ya había cambiado la carta. En la mano, oculta por el billete de rublo, guardaba una carta distinta. El truco, que Lev había practicado durante horas, consistía en coger la primera carta y esconderla en la palma de la mano inmediatamente después de dejar el billete de rublo y, de paso, la carta ya preparada.

—¿Está seguro de que puede permitirse perder un dólar, señor Dewar? —preguntó Lev.

El estadounidense sonrió, como hacían siempre todas las víctimas llegado ese momento.

—Eso creo —contestó.

—¿Recuerda cuál era su carta? —En realidad, Lev no sabía hablar inglés. También sabía decir esas mismas frases en alemán, francés e italiano.

—El cinco de picas —respondió Dewar.

—Se equivoca.

—Estoy completamente seguro.

—Dele la vuelta.

Dewar puso la carta boca arriba. Era la reina de tréboles.

Lev recogió el billete de dólar y su rublo original.

Grigori contuvo la respiración; aquel era el momento más peligroso. ¿Protestaría el estadounidense diciendo que lo habían engañado y acusaría a Lev?

Dewar esbozó una sonrisa de amargura y dijo:

—Lo reconozco, he perdido.

—Me sé otro juego —comentó Lev.

Ya era suficiente; Lev estaba tentando su suerte. A pesar de que ya tenía veinte años, Grigori aún tenía que protegerlo.

—No juegue contra mi hermano —le dijo Grigori a Dewar en ruso—. Siempre gana.

Dewar sonrió y respondió con tono inseguro en la misma lengua:

—Un buen consejo.

Dewar era el primero de un pequeño grupo de visitantes en realizar un recorrido por las instalaciones de la planta metalúrgica Putílov, la mayor fábrica de San Petersburgo, que daba trabajo a treinta mil hombres, mujeres y niños. La tarea de Grigori consistía en enseñarles su propia sección, que no por pequeña dejaba de ser importante. La fábrica producía locomotoras y otras piezas de acero de gran tamaño. Grigori era el encargado del taller que fabricaba las ruedas de los trenes.

Grigori se moría de ganas de hablar con Dewar sobre Buffalo, pero antes de poder formularle alguna pregunta, apareció el supervisor de la sección de la fundición, Kanin. Ingeniero cualificado, era un hombre alto y delgado y con entradas en la frente.

Iba acompañado de un segundo visitante y Grigori dedujo, por su vestimenta, que aquel debía de ser el lord inglés. Iba vestido como un aristócrata ruso, con frac y sombrero de copa. Tal vez aquella era la ropa que lucían las clases dirigentes de todo el mundo.

Por lo que Grigori había podido averiguar, el nombre del lord era conde Fitzherbert. Era el hombre más apuesto que Grigori había visto en su vida, con el pelo negro y unos intensos ojos verdes. Las mujeres del taller de fabricación de ruedas lo miraban arrobadas, como si fuera un dios.

Kanin se dirigió a Fitzherbert en ruso.

—Ahora estamos produciendo dos locomotoras nuevas cada semana —explicó con orgullo evidente.

—Asombroso —comentó el lord inglés.

Grigori comprendía el interés de aquellos extranjeros. Leía los periódicos y acudía a las conferencias y a los círculos de debate que organizaba el Comité Bolchevique de San Petersburgo. Las locomotoras que allí se fabricaban eran piezas esenciales de la capacidad de Rusia para defenderse. Puede que los visitantes fingiesen sentir una curiosidad inocente, pero en realidad estaban reuniendo información sobre asuntos de inteligencia militar.

Kanin presentó a Grigori.

—Peshkov es el campeón de ajedrez de la fábrica. —Kanin formaba parte del comité de dirección de la fábrica, pero no era mal jefe.

Fitzherbert se mostraba encantador con todo el mundo. Se puso a hablar con Varia, una mujer de unos cincuenta años con el pelo gris recogido en un pañuelo.

—Muy amable por su parte por enseñarnos su lugar de trabajo —le dijo en tono alegre, hablando un ruso muy fluido con un marcado acento extranjero.

Varia, una mujer monumental, corpulenta y de busto generoso, se puso a reír como una colegiala.

La demostración estaba lista. Grigori había colocado varios lingotes de acero en la tolva y encendido el horno, y el metal ya se estaba fundiendo. Sin embargo, aún quedaba un último visitante por llegar, la esposa del conde, de quien se rumoreaba que era rusa, de ahí que Fitzherbert dominase de ese modo el idioma, lo cual no era muy habitual tratándose de un extranjero.

Grigori quería hacer un montón de preguntas a Dewar sobre Buffalo, pero antes de que tuviera ocasión de hacerlo, la esposa del conde entró en el taller de fabricación de ruedas. La falda del vestido, que le llegaba hasta el suelo, era como una escoba, barriendo a su paso toda la mugre y las virutas que tenía delante. Llevaba un abrigo corto encima del vestido, y la seguía un criado con una capa de pieles, una doncella con un bolso y uno de los directores de la fábrica, el conde Maklakov, un hombre joven vestido igual que Fitzherbert. Era evidente que Maklakov solo tenía ojos para su visitante, sonriéndole, hablándole en voz baja y tomándola del brazo innecesariamente. La mujer poseía una belleza extraordinaria, con unos preciosos tirabuzones rubios y una graciosa forma de ladear la cabeza con una coquetería especial.

Grigori la reconoció de inmediato: era la princesa Bea.

El corazón le dio un vuelco, empezó a sentir náuseas y trató con todas sus fuerzas de reprimir el doloroso recuerdo que pugnaba por salir de un pasado lejano. Acto seguido, como en cualquier emergencia, buscó a su hermano con la mirada. ¿Se acordaría Lev de aquello? Su hermano solo tenía seis años cuando todo ocurrió. Lev observaba a la princesa con curiosidad, como tratando de ubicarla en su memoria. Luego, cuando vio que Grigori lo miraba, le cambió la cara y lo recordó todo. Palideció y parecía estar a punto de desmayarse, pero luego, de pronto, se puso lívido de ira.

Para entonces, Grigori ya había llegado junto a él.

—Tranquilízate —le murmuró—. No digas nada. Recuerda, nos vamos a América… no podemos dejar que nada interfiera con nuestros planes. —Lev chasqueó la lengua, asqueado—. Vuelve a los establos —dijo Grigori. Lev era conductor de ponis, y trabajaba con los muchos caballos que se utilizaban en la fábrica.

Lev fulminó con la mirada a la princesa, quien proseguía con la visita ajena a todo. A continuación, el joven se volvió, se fue, y el momento de peligro pasó.

Grigori comenzó la demostración e hizo una seña a Isaak, que tenía más o menos su edad y era el capitán del equipo de fútbol de la fábrica. El muchacho abrió la cavidad del molde y, acto seguido, Varia y él levantaron un modelo de madera de una rueda acanalada de ferrocarril. El modelo en sí mismo ya era una obra de máxima precisión, con radios de sección elíptica y un estrechamiento en relación veinte a uno desde el cubo a la llanta. La rueda era para una locomotora 4-6-4, y el modelo era casi tan alto como las personas que lo sujetaban.

Lo colocaron a presión en el interior de una caja profunda con una mezcla compactada de arena de moldeo húmeda. Isaak cerró la caja del molde para formar la pestaña y la banda de rodadura, y finalmente, accionó los pasadores para cerrar el molde.

Abrieron el montaje y Grigori inspeccionó el agujero que había dejado el modelo. A simple vista, no había irregularidades. Roció la arena de moldeo con un líquido negro oleaginoso y luego volvió a cerrar el frasco.

—Por favor, ahora apártense —les pidió a los visitantes.

Isaak desplazó la boca de carga de la tolva hacia la abertura para la alimentación que había encima del molde y entonces Grigori retiró despacio la palanca que inclinaba la tolva.

El acero líquido fue cayendo lentamente encima del molde; el vapor procedente de la arena húmeda emitió un sonido sibilante al tiempo que se filtraba por los orificios de ventilación. Grigori sabía por experiencia cuándo retirar la tolva e interrumpir de ese modo la circulación del acero fundido.

—El siguiente paso consiste en pulir la forma de la rueda —explicó—. Como el metal caliente tarda tanto en enfriarse, tengo aquí una rueda ya fría.

Ya estaba colocada en un torno, y Grigori hizo una seña a Konstantín, el tornero, que era el hijo de Varia. Konstantín era el moderador del Círculo de Debate Bolchevique y el mejor amigo de Grigori. Puso en marcha el motor eléctrico, haciendo girar la rueda a gran velocidad, y empezó a darle forma con una muela.

—Por favor, manténganse alejados del torno —conminó Grigori a los visitantes, alzando la voz para hacerse oír pese al fragor de la máquina—. Podrían perder un dedo si lo tocan. —Levantó la mano izquierda—. Como me pasó a mí a los doce años. —Su dedo anular era un horrible muñón.

Percibió la mirada de irritación que le lanzó el conde Maklakov, a quien no le gustaba que le recordaran el coste humano de los beneficios que percibía de aquella fábrica. La mirada que le dedicó la princesa Bea era una mezcla perfecta de asco y fascinación, y Grigori se preguntó si no sentiría un interés morboso por la sordidez y el sufrimiento. Al fin y al cabo, no era muy habitual que una dama quisiera ir a visitar una fábrica.

Hizo una señal a Konstantín, quien detuvo el torno.

—A continuación, se comprueban las dimensiones de la rueda con calibres. —Les enseñó la herramienta que empleaban—. Las ruedas de los trenes deben tener un tamaño exacto; si existe una variación de un milímetro y medio de diámetro, el grosor aproximado de la mina de grafito de un lápiz, hay que volver a fundir la rueda y rehacerla.

Fitzherbert decidió intervenir, en un ruso algo rudimentario.

—¿Cuántas ruedas fabrican al día?

—Un promedio de seis o siete, contando las rechazadas.

—¿Cuántas horas trabajan? —preguntó Dewar, el norteamericano.

—Desde las seis de la mañana hasta las siete de la tarde, de lunes a sábado. El domingo tenemos permiso para ir a la iglesia.

Un chiquillo de unos ocho años entró corriendo en el taller de fabricación de ruedas, perseguido por una mujer que iba tras él dando voces, sin duda su madre. Grigori quiso atraparlo para alejarlo del horno, pero el chico lo esquivó y se topó de bruces con la princesa Bea, estrellando su cabecita pelada contra las costillas de la aristócrata con un contundente golpe. Ella lanzó un quejido, dolorida. El chico se paró, aturdido. Furiosa, la princesa cogió impulso con el brazo y le plantó un sonoro bofetón en la cara, con tanta fuerza, que el muchacho se tambaleó y Grigori creyó que iba a caerse redondo al suelo. El estadounidense soltó un exabrupto en inglés, algo que expresaba su sorpresa y su indignación. Al cabo de un momento, la madre levantó al chico en volandas con sus poderosos brazos y se dio media vuelta.

Kanin, el supervisor, parecía asustado, a sabiendas de que podían echarle la culpa a él, de modo que se dirigió a la princesa:

—¡Excelencia! ¿Se ha hecho daño?

Saltaba a la vista que la princesa Bea estaba fuera de sí, pero respiró hondo y respondió:

—No es nada.

Su marido y el conde Maklakov se acercaron a ella, con el semblante preocupado. Solo Dewar permaneció al margen; en su rostro se reflejaba toda la reprobación y la repulsión que sentía en aquellos momentos. La bofetada lo había indignado, dedujo Grigori, preguntándose si todos los norteamericanos tenían tan buen corazón. Una bofetada no era nada: cuando todavía eran unos niños, a Grigori y a su hermano los habían azotado con una vara en aquella misma fábrica.

Los visitantes empezaron a dispersarse. Grigori temía perder la oportunidad de interrogar al turista de Buffalo, de modo que, haciendo acopio de todo su valor, tiró a Dewar de la manga de su chaqueta. Un noble ruso habría reaccionado con indignación y lo habría apartado de sí de un empujón o le habría dado un golpe por la insolencia, pero el norteamericano se limitó a volverse hacia él con una sonrisa cortés.

—¿Es usted de Buffalo, Nueva York, señor? —preguntó Grigori.

—Así es.

—Mi hermano y yo estamos ahorrando para irnos a América. Viviremos en Buffalo.

—¿Por qué en esa ciudad?

—Aquí en San Petersburgo hay una familia que nos puede conseguir los papeles necesarios, a cambio de una cantidad, por supuesto, y nos han apalabrado trabajos con sus parientes en Buffalo.

—¿Y quiénes son esas personas?

—Se llaman Vyalov. —Los Vyalov eran una banda criminal, aunque también regentaban negocios legales. No eran gente muy de fiar, por lo que Grigori quería comprobar realmente si era cierto lo que decían—. Señor, ¿es verdad que la familia Vyalov, de Buffalo, Nueva York, es una familia muy rica e importante?

—Sí —contestó Dewar—. Josef Vyalov da empleo a centenares de personas en sus hoteles y bares.

—Gracias —dijo Grigori con alivio—. Es bueno saberlo.

III

El primer recuerdo que Grigori atesoraba en la memoria era del día que el zar había ido a Bulovnir. Él tenía entonces seis años.

Los habitantes del pueblo llevaban varios días sin hablar de otra cosa. Todos se levantaron al amanecer, pese a que era evidente que el zar desayunaría antes de emprender el viaje, por lo que era imposible que llegase allí antes de media mañana. El padre de Grigori sacó la mesa al exterior de su vivienda de una sola habitación y la colocó junto a la carretera. Depositó encima de ella una barra de pan, un ramillete de flores y un salero pequeño, y le explicó a su hijo mayor que aquellos eran los símbolos tradicionales rusos de bienvenida. La mayoría de los demás aldeanos hicieron lo propio, y hasta la abuela de Grigori había estrenado un pañuelo amarillo para ponérselo en la cabeza.

Era un día seco de principios de otoño, antes de la llegada del crudo frío del invierno. Los campesinos esperaban sentados en cuclillas, y los ancianos del pueblo se paseaban arriba y abajo vestidos con sus mejores galas, con aspecto de gente importante, pero también esperaban con impaciencia, como todos los demás. Grigori no tardó en aburrirse y empezó a jugar en el descampado que había junto a la casa. Su hermano, Lev, solo tenía un año, y su madre aún le daba el pecho.

Pasaba ya de mediodía, pero nadie quería entrar en sus casas a preparar la comida por temor a perderse el paso del zar. Grigori intentó comerse un mendrugo del pan que había encima de la mesa, pero le propinaron un cachete, aunque su madre luego le trajo un tazón de gachas frías.

Grigori no estaba muy seguro de quién o qué era el zar. En la iglesia solían mencionarlo a menudo, hablando de él como alguien que amaba a todos los campesinos y que velaba por ellos mientras dormían, por lo que sin duda debía de estar al mismo nivel que san Pedro, Jesucristo o el arcángel Gabriel. Grigori se preguntó si tendría alas o una corona de espinas, o si por el contrario, solo iría con un abrigo bordado como los ancianos del pueblo. En cualquier caso, saltaba a la vista que la gente quedaba bendecida solo con verle, como las multitudes que seguían a Jesús.

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