Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Recorrieron las empinadas calles de la ciudad hacia el centro. Ethel no apartaba la mirada del suelo, no quería tener que hablar con algún conocido y que le preguntaran a dónde se iba.
En la estación compró un billete a Paddington.
—Bueno —dijo Billy cuando estaban en el andén—, dos sorpresas en un solo día. Primero tú, luego papá.
—El pobre ha tenido eso guardado dentro todos estos años —dijo Ethel—. No me extraña que sea tan estricto. Casi puedo perdonarle que me haya echado de casa.
—Yo no —replicó Billy—. Nuestra fe habla de redención y piedad, no de guardarse las cosas dentro y castigar a los demás.
Llegó un tren de Cardiff, y Ethel vio a Walter von Ulrich bajar de él. La saludó llevándose la mano al sombrero, lo cual fue un gesto muy amable por su parte: los caballeros no solían hacer eso con los criados. Lady Maud había dicho que había roto con él. A lo mejor había ido a recuperarla. En silencio, le deseó buena suerte.
—¿Quieres que te compre un periódico? —preguntó Billy.
—No, gracias, cariño —dijo—. No creo que pueda concentrarme en la lectura.
Mientras esperaba su tren le preguntó:
—¿Te acuerdas de nuestro código? —De niños habían inventado una forma sencilla de escribirse notas para que sus padres no pudieran entenderlas.
Billy pareció desconcertado un momento, pero después se le iluminó la cara.
—Ah, sí.
—Te escribiré en código para que papá no pueda leerlo.
—Está bien —dijo—. Y envía las cartas a través de Tommy Griffiths.
El tren entró en la estación dando resoplidos y soltando vaharadas de vapor. Billy abrazó a Ethel y ella se dio cuenta de que su hermano intentaba no llorar.
—Cuídate mucho —le dijo—. Y cuida de nuestra madre.
—Sí —contestó él, y se secó los ojos con la manga—. Estaremos bien. Tú ten mucho cuidado en Londres, anda.
—Lo tendré.
Ethel subió al tren y se sentó junto a la ventanilla. Un minuto después, la locomotora echó a andar. A medida que iba cogiendo velocidad, vio el gran cabrestante de la bocamina alejándose y se preguntó si algún día volvería a ver Aberowen.
V
Maud desayunó tarde y con la princesa Bea en el comedor pequeño de Ty Gwyn. La princesa estaba de muy buen humor. Normalmente se quejaba muchísimo de la vida en Gran Bretaña… aunque Maud, por la época que había pasado en la embajada británica siendo niña, sabía que la vida en Rusia era mucho menos cómoda: las casas eran frías; la gente, hosca; el servicio, de poca confianza; y el gobierno, desorganizado. Ese día, sin embargo, Bea no tenía queja alguna. Estaba feliz por haber concebido al fin.
Incluso hablaba de Fitz con más generosidad.
—Salvó a mi familia, ¿sabes? —le dijo a Maud—. Pagó las hipotecas de nuestra propiedad, pero hasta ahora no había nadie que pudiera heredarla: mi hermano no tiene hijos. Sería una tragedia enorme que todas las tierras de Andréi y de Fitz fueran a parar a manos de algún primo lejano.
Maud no podía ver eso como una tragedia. El primo lejano en cuestión bien podía acabar siendo un hijo suyo. Sin embargo, nunca había esperado heredar una fortuna y apenas pensaba en esas cosas.
Lady Maud, mientras se bebía el café y jugueteaba con una tostada, se dio cuenta de que no era buena compañía esa mañana. La verdad es que estaba muy abatida. Sentía incluso que la agobiaba el papel de la pared (una victoriana efusión de follaje que cubría el techo, además de las paredes), aunque había vivido con él toda la vida.
No le había contado a su familia nada de su historia de amor con Walter, así que tampoco podía explicarles que se había terminado, y eso quería decir que no tenía a nadie que se compadeciera de ella. Solo aquella joven ama de llaves tan vivaracha, Williams, conocía la historia, y por lo visto había desaparecido.
Maud leyó la crónica que hacía
The Times
del discurso que había pronunciado Lloyd George la noche anterior en la cena de Mansion House. Se había mostrado optimista en cuanto a la crisis de los Balcanes y había dicho que podría resolverse de forma pacífica. Maud esperaba que tuviera razón. Aunque había dejado a Walter, todavía le horrorizaba la idea de que pudiera tener que vestirse de uniforme y acabar muerto o lisiado en una guerra.
Leyó también un breve artículo fechado en Viena y titulado LA AMENAZA SERBIA, y le preguntó a Bea si Rusia defendería a Serbia de un posible ataque de los austríacos.
—¡Espero que no! —exclamó la princesa, alarmada—. No querría que mi hermano fuese a la guerra.
Maud recordaba haber desayunado allí con Fitz y Walter durante las vacaciones escolares, cuando ella tenía doce años y ellos diecisiete. Recordaba muy bien que los chicos tenían un apetito enorme y todas las mañanas devoraban huevos, salchichas y grandes montones de tostadas con mantequilla antes de salir a montar a caballo o a nadar en el lago. Walter le había parecido un personaje muy seductor, apuesto y extranjero. La trataba tan cortésmente como si fueran de la misma edad, lo cual resultaba muy halagador para una niña… y, tal como veía ahora, fue una forma sutil de cortejarla.
Mientras estaba absorta en sus recuerdos, el mayordomo, Peel, entró y la sobresaltó al decirle a Bea:
—Herr Von Ulrich está aquí, alteza.
Walter no podía estar allí, pensó Maud, aturdida. ¿Sería Robert? Era igual de improbable.
Un momento después entró Walter.
Maud se quedó demasiado estupefacta para decir nada, y fue Bea quien habló:
—Qué agradable sorpresa, herr Von Ulrich.
Walter llevaba un traje ligero de verano, de un suave tweed azul grisáceo. Su corbata de satén azul era del mismo color que sus ojos. Maud deseó haberse puesto algo que no fuera ese sencillo vestido de línea huso color crema que le había parecido perfectamente adecuado para tomar el desayuno con su cuñada.
—Perdone la intrusión, princesa —le dijo Walter a Bea—. Tenía que visitar nuestro consulado de Cardiff: un tedioso asunto sobre unos marineros alemanes que se han buscado problemas con la policía local.
Aquello eran tonterías. Walter era agregado militar, su trabajo no consistía en sacar a marineros del calabozo.
—Buenos días, lady Maud —dijo mientras le estrechaba la mano—. Qué deliciosa sorpresa encontrarla aquí.
Más tonterías, pensó ella. Había ido allí para verla. Maud se había marchado de Londres para que Walter no pudiera asediarla, pero en el fondo de su corazón no podía evitar sentirse encantada con la insistencia de él en seguirla hasta aquella casa. Algo aturullada, logró decir:
—Hola, ¿cómo está usted?
—Sírvase un poco de café, herr Von Ulrich. El conde ha salido a montar, pero regresará pronto —dijo Bea, que había asumido con toda naturalidad que Walter estaba allí para ver a Fitz.
—Qué amable de su parte. —Walter se sentó.
—¿Se quedará a comer?
—Me encantaría. Después debo coger un tren para regresar a Londres.
Bea se levantó.
—Será mejor que hable con la cocinera.
Walter se puso en pie con presteza y le retiró la silla.
—Charle con lady Maud —dijo Bea mientras salía del comedor—. Anímela un poco. Está preocupada por la situación internacional.
Walter enarcó las cejas al oír el tono burlón de la voz de Bea.
—Todas las personas sensatas están preocupadas por la situación internacional —dijo.
Maud se sentía incómoda. Desesperada por decir algo, señaló el ejemplar de
The Times
.
—¿Cree que es cierto que Serbia ha llamado a filas a setenta mil reservistas?
—Dudo que tengan setenta mil reservistas —comentó Walter con gravedad—, pero intentan apostar fuerte. Tienen la esperanza de que el peligro de una guerra más amplia haga que Austria se muestre cauta.
—¿Por qué están tardando tanto los austríacos en enviar sus exigencias al gobierno serbio?
—Oficialmente, quieren acabar de cosechar antes de hacer nada que pueda requerir llamar a los hombres a filas. Extraoficialmente, saben que el presidente de Francia y su ministro de Asuntos Exteriores se encuentran casualmente en Rusia, lo cual facilita de forma muy peligrosa que esos dos aliados acuerden una respuesta común. No habrá ningún comunicado oficial por parte de Austria hasta que el presidente Poincaré se marche de San Petersburgo.
Maud se maravilló de la claridad de sus reflexiones. Era algo que le encantaba de Walter.
De repente, Walter perdió la compostura. Su máscara de cortesía y formalidad cayó y dejó ver su rostro angustiado.
—Por favor, vuelve conmigo —dijo con brusquedad.
Ella abrió la boca para decir algo, pero la garganta parecía habérsele cerrado de la emoción y no logró pronunciar ni una palabra.
Él, abatido, añadió:
—Sé que me has dejado por mi bien, pero no funcionará. Te amo demasiado.
Maud encontró las palabras.
—Pero tu padre…
—Él debe ocuparse de su propio destino. No puedo obedecerlo, no en esto. —Su voz se convirtió en un susurro—: No puedo soportar perderte.
—Tal vez tenga razón, a lo mejor un diplomático alemán no puede tener una esposa inglesa, por lo menos no ahora.
—Entonces cambiaré de carrera, pero nunca podría encontrar a otra Maud.
La entereza de la muchacha se vino abajo y sus ojos se anegaron en lágrimas.
Él alargó el brazo por encima de la mesa y le estrechó la mano.
—¿Puedo hablar con tu hermano?
Maud arrugó la servilleta de lino blanco y se enjugó las lágrimas.
—No hables todavía con Fitz —le dijo—. Espera unos días, hasta que la crisis serbia haya pasado.
—Para eso falta más que unos días.
—En tal caso, volveremos a pensarlo.
—Haré lo que tú desees, por supuesto.
—Te amo, Walter. Pase lo que pase, quiero ser tu esposa. Walter le besó la mano.
—Gracias —dijo con solemnidad—. Me has hecho muy feliz.
VI
Un silencio tenso se había adueñado de la casa de Wellington Row. Cara hizo el almuerzo, y David, Billy y el abuelo se lo comieron, pero nadie dijo nada. Billy estaba consumido por una ira que no era capaz de expresar. Por la tarde, subió la ladera de la montaña y dio un paseo de varios kilómetros él solo.
A la mañana siguiente, su cabeza no hacía más que volver una y otra vez sobre la historia de Jesús y la mujer a quien habían sorprendido cometiendo adulterio. Sentado en la cocina con la ropa del domingo, mientras esperaba para ir al templo de Bethesda con sus padres y con el abuelo y asistir a la ceremonia de partición del pan, abrió su Biblia por el Evangelio de Juan y encontró el capítulo ocho. Leyó la historia una y otra vez. Parecía versar exactamente sobre la misma clase de desgracia que había acontecido en su familia.
Siguió pensando en ello en el templo. Miró en derredor, a sus amigos y vecinos: la señora de Dai Ponis, John Jones el Tendero, la señora Ponti y sus dos hijos mayores, el Seboso Hewitt… Todos estaban enterados de que Ethel se había marchado de Ty Gwyn el día anterior y había comprado un billete de tren a Paddington; y, aunque no sabían por qué, se lo imaginaban. En sus mentes ya la estaban juzgando. Pero Jesús no.
Durante los himnos y las oraciones improvisadas, decidió que el Espíritu Santo lo estaba guiando para que leyera esos versículos en voz alta. Hacia el final de la hora, se levantó y abrió su Biblia.
Se produjo un breve murmullo de sorpresa. Todavía era algo joven para dirigir a la congregación. Aun así, tampoco existía un límite de edad: el Espíritu Santo podía inspirar a cualquiera.
—Unos versículos del Evangelio de Juan —dijo. Le temblaba un poco la voz e intentó calmarse—. Y le dijeron: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio».
El templo de Bethesda se quedó de pronto en silencio: nadie movía un dedo, susurraba ni tosía.
Billy siguió leyendo:
—«Y, en la ley, Moisés nos mandó apedrear a tales mujeres. Tú, pues, ¿qué dices? Mas se lo decían tentándolo, para poder acusarlo después. Pero Jesús se inclinó hacia el suelo y escribió en la tierra con el dedo, como si no los oyera. Y, como insistieran en preguntarle, se enderezó y les dijo…».
Ahí Billy se detuvo y alzó la mirada.
Con cuidadoso énfasis, remachó:
—«El que de vosotros esté libre de pecado, que tire la primera piedra contra ella».
Todos los rostros de la sala lo miraban. Nadie se movía.
Billy retomó la lectura:
—«E inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en la tierra. Pero ellos, al oír esto, acusados por su conciencia, salieron uno a uno, comenzando desde los más viejos, hasta el último de ellos; y quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en el centro. Enderezándose Jesús y no viendo a nadie más que a la mujer, le dijo: Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te ha condenado? Ella dijo: Ninguno, Señor».
Billy levantó la vista del libro. No le hacía falta leer el último versículo; se lo sabía de memoria. Miró al rostro pétreo de su padre y habló muy despacio:
—«Entonces Jesús le dijo: Tampoco yo te condeno; vete, y no peques más».
Después de un largo momento, cerró la Biblia con un golpe que resonó como un trueno en el silencio.
—Esta es la palabra de Dios —dijo.
No se sentó. En lugar de eso, caminó hacia la salida mientras toda la congregación lo observaba, cautiva. Billy abrió la gran puerta de madera y salió.
Nunca regresó.
Finales de julio de 1914
I
Walter von Ulrich no sabía tocar ragtime.
Sabía tocar las melodías, que eran sencillas, y también los acordes más característicos, que solían emplear el intervalo de la séptima disminuida. Y podía tocar las dos cosas a la vez… solo que no sonaba a música de ragtime. No lograba reproducir el compás. Su versión recordaba más a la clase de música que se podía oír en los parques de Berlín, y para alguien capaz de tocar sonatas de Beethoven prácticamente sin esfuerzo, aquello resultaba frustrante.
Ese sábado por la mañana en Ty Gwyn, Maud había intentado enseñarle, sentados frente al Bechstein vertical entre las palmeras de la pequeña sala de estar, mientras la luz del sol de verano se filtraba por los altos ventanales. Se habían sentado pegados el uno junto al otro en el taburete del piano, con los brazos entrelazados, y Maud se había reído de sus vanos intentos. Había sido un momento de dorada felicidad.