Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
—¿Por qué tenemos que caminar? —se quejaba el pequeño Lev, que habría preferido jugar al fútbol en cualquier callejón.
—Por la memoria de tu padre —contestó su madre—, porque los príncipes y las princesas son unos monstruos asesinos. Porque tenemos que derrocar al zar y a todos los de su clase. Porque no descansaré hasta que Rusia sea una república.
Hacía un día perfecto en San Petersburgo, frío pero seco, y el rostro de Grigori recibía el aliento cálido del sol, igual de reconfortante que el sentimiento de camaradería por avanzar todos unidos por una misma causa.
El líder que encabezaba la manifestación, el pope Gapón, era como un profeta del Antiguo Testamento, con la luenga barba, el lenguaje bíblico y el brillo de la gloria divina en sus ojos. No era ningún revolucionario, sino que sus asambleas para ayudar a los obreros, auspiciadas por el propio gobierno, daban comienzo a todas sus reuniones con la oración del Señor y terminaban con el himno nacional.
—Ahora entiendo qué esperaba el zar de Gapón —le dijo Grigori a Katerina nueve años más tarde, en aquella habitación que daba a la línea del ferrocarril—. Pretendía que fuera una especie de válvula de seguridad, concebida para que absorbiera la presión de los trabajadores para las reformas y la liberase, de manera inofensiva, en meriendas a base de té y bailes en el campo. Pero no le salió bien.
Ataviado con una larga túnica blanca y portando un crucifijo, Gapón encabezaba la procesión por el distrito de Narva. Grigori, Lev y su madre iban justo a su lado, pues él mismo había animado a las familias a que se colocasen delante en la marcha, asegurándoles que los soldados nunca serían capaces de disparar contra los niños. Detrás de ellos, dos vecinos portaban un enorme retrato del zar. Gapón les dijo que el zar era el padre de su pueblo, que él escucharía sus ruegos, que atendería sus súplicas, echaría a sus crueles ministros y satisfaría las razonables demandas de los trabajadores.
—Dijo Nuestro Señor Jesucristo: «Dejad que los niños se acerquen a mí», y el zar dice lo mismo —clamaba Gapón, y Grigori le creía.
Habían llegado a la Puerta de Narva, un arco de triunfo de dimensiones descomunales, y Grigori recordaba haber mirado a la estatua de una cuadriga con seis caballos gigantescos; a continuación, un escuadrón de caballería abrió fuego y empezó a disparar al aire, casi como si los caballos de bronce que coronaban el monumento hubiesen cobrado vida de repente.
Algunos de los manifestantes salieron huyendo despavoridos, otros cayeron al suelo y fueron pisoteados sin piedad por los cascos de los caballos. Grigori se quedó paralizado, sin poder moverse, aterrorizado, al igual que su madre y Lev.
Los soldados no desenfundaban sus armas, y parecían contentarse con asustar a la gente para que se dispersara, pero había demasiados trabajadores en las calles, y al cabo de unos minutos, los soldados hicieron girar a los caballos y se fueron.
La marcha se reanudó, aunque con un espíritu muy distinto. Grigori intuyó que el día podía no acabar de forma pacífica. Pensó en todas las fuerzas que tenían en contra: la nobleza, los ministros y el ejército. ¿Hasta dónde serían capaces de llegar para impedir que el pueblo hablase con su zar?
La respuesta llegó casi inmediatamente. Al mirar por encima de las cabezas que tenía delante, vio a una fila de soldados de infantería y, con un escalofrío, se dio cuenta de que estaban preparados para abrir fuego.
La marcha prosiguió más despacio cuando los manifestantes comprendieron a qué se enfrentaban. El pope Gapón, a escasa distancia de Grigori, se volvió y gritó a sus seguidores:
—¡El zar nunca permitirá que sus soldados disparen contra su amado pueblo!
Se oyó un repiqueteo ensordecedor, como una lluvia de granizo sobre un tejado de chapa: los soldados acababan de disparar una salva. El olor acre de la pólvora inundó los orificios nasales de Grigori, y el miedo se apoderó por completo de su cuerpo.
—¡No temáis! —exclamó el pope—. ¡Solo disparan al aire!
Se oyó una nueva ráfaga de disparos, pero aunque ninguna bala parecía impactar en el suelo, al muchacho se le encogió el estómago de puro terror.
A continuación se produjo una nueva salva, y esta vez los proyectiles no pasaron surcando el cielo sin causar daños. Grigori oyó gritos y vio a la gente caer al suelo, mirando a su alrededor con el gesto confuso, y permaneció inmóvil, incapaz de moverse, hasta que su madre le dio un violento empujón.
—¡Túmbate en el suelo! —le ordenó.
El muchacho la obedeció y, acto seguido, la madre tiró al suelo a Lev también para, al instante, arrojarse sobre su hijo.
«Vamos a morir», pensó Grigori, y el sonido de los latidos de su corazón era más fuerte que el de las balas.
Los disparos se prolongaron indiscriminadamente, un ruido infernal imposible de acallar. Cuando la gente empezó a huir despavorida, Grigori sintió sobre su cuerpo el peso de las botas, pero su madre les protegía la cabeza a él y a su hermano. Permanecieron allí tumbados, temblando, rodeados de gritos y de la trayectoria de los proyectiles.
Luego, el fuego cesó de repente. La madre se apartó de ellos y Grigori levantó la cabeza para mirar a uno y otro lado. Había gente corriendo en todas direcciones, gritándose unos a otros, pero los gritos fueron apagándose poco a poco.
—Vamos, levantaos —les dijo su madre, y se pusieron de pie y corrieron a apartarse de la carretera, sorteando cuerpos inmóviles y esquivando a los heridos, con la ropa empapada de sangre.
Llegaron a un callejón y se detuvieron, y Lev le susurró a su hermano:
—¡Me he meado encima! ¡No se lo digas a mamá!
La madre estaba furiosa.
—¡Vamos a ir a hablar con el zar, y nadie podrá impedírnoslo! —gritó, y la gente se paró a mirar aquella expresiva cara de campesina y su mirada intensa. Con una voz extraordinariamente poderosa, el eco de sus palabras llegó hasta el otro lado de la calle—. No pueden impedírnoslo: ¡tenemos que llegar al Palacio de Invierno!
Algunos gritaron de entusiasmo ante sus palabras y otros asintieron con la cabeza. Lev empezó a llorar.
Escuchando la historia nueve años más tarde, Katerina dijo:
—¿Y por qué hizo eso? ¡Debería haberse llevado a sus hijos a casa, para ponerlos a salvo!
—Ella siempre decía que no quería que sus hijos tuviesen la misma vida que había tenido ella —contestó Grigori—. Creo que pensaba que, para todos nosotros, era mejor morir que renunciar a la esperanza de una vida mejor.
Katerina se quedó pensativa.
—Supongo que eso es ser muy valiente.
—Es más que valentía —repuso Grigori con voz solemne—. Es heroísmo.
—¿Y qué ocurrió luego?
Habían llegado al centro de la villa, junto a millares de personas más. Cuando el sol se elevó aún más por el cielo de la ciudad nevada, Grigori se desabrochó el abrigo y se quitó la bufanda. La caminata era muy larga paras las cortas piernas de Lev, pero el chico estaba demasiado asustado y confuso para protestar.
Al fin llegaron a la avenida Nevski, el amplio paseo que atravesaba el corazón de la ciudad, que ya estaba abarrotada de gente. Los coches y los omnibuses transitaban las calles a toda velocidad, y los carruajes de caballos de alquiler circulaban en todas direcciones, sembrando el caos y el peligro… en aquellos tiempos, recordó Grigori, no había taxis a motor.
Se encontraron con Konstantín, un tornero de la fábrica Putílov, quien le contó a su madre un mal presagio: que habían matado a varios manifestantes en diversas partes de la ciudad. Sin embargo, la mujer no aminoró el paso, y el resto de la multitud parecía igual de decidida que ella. Prosiguieron con su marcha implacable desfilando por delante de tiendas que vendían pianos alemanes, sombreros de confección parisina y vasijas de plata especiales para rosas de invernadero. Grigori había oído decir que, en las joyerías de la ciudad, un noble podía gastar más dinero en alhajas para su amante de lo que un obrero de una fábrica llegaba a ganar en toda su vida. Pasaron por delante del cine Soleil, que Grigori se moría de ganas de visitar. Los vendedores ambulantes estaban haciendo su agosto, vendiendo té hecho en samovares y globos de colores para los niños.
Al llegar al extremo de la calle, se encontraron de frente con los tres símbolos más emblemáticos de la ciudad de San Petersburgo, a orillas del río Neva, cuyas aguas estaban congeladas: la estatua ecuestre de Pedro el Grande, más conocida como el Jinete de Bronce; el edificio del Almirantazgo, con su aguja dorada, y el Palacio de Invierno. La primera vez que había visto el palacio, a los doce años, Grigori no podía creer que un edificio tan gigantesco pudiese estar destinado a que vivieran personas en él; le parecía algo inconcebible, como sacado de un cuento de hadas, como una espada mágica o una capa para volverse invisible.
La plaza que había delante del palacio estaba cubierta de un manto blanco de nieve. En el extremo del fondo, formando fila delante del edificio rojo oscuro, se veía a la caballería, fusileros vestidos con abrigos largos, y un cañón. La muchedumbre se arremolinó en torno a la orilla de la plaza, manteniendo la distancia, temerosos de los militares, pero el goteo de gente era incesante, ciudadanos que acudían desde todas las calles circundantes, como las aguas de los afluentes que iban a parar al Neva, y a Grigori no dejaban de empujarlo hacia delante. El muchacho advirtió, sorprendido, que no todos los presentes eran obreros, sino que muchos de ellos llevaban los cálidos abrigos de la clase burguesa, que regresaban de camino a sus casas después de acudir a la iglesia; también había estudiantes, y algunos incluso iban ataviados con el uniforme de la escuela.
Con prudencia, la madre de Grigori se los llevó a él y a su hermano lejos de las armas y en dirección a los Jardines Alexandrovski, un parque delante del edificio amarillo y blanco del Almirantazgo. Otros tuvieron la misma idea y la gente allí reunida empezó a caldear el ambiente. El hombre que solía ofrecer paseos en trineo de renos a los hijos de los burgueses se había ido a casa. Todos hablaban de matanza, de que, en toda la ciudad, los manifestantes habían sido abatidos por los disparos y muchos habían muerto a manos de los sables de los cosacos. Grigori habló con un chico de su misma edad y le contó lo ocurrido en la Puerta de Narva. A medida que los manifestantes iban descubriendo lo que les había pasado a los otros, los ánimos se enardecían por momentos.
Grigori se quedó mirando la enorme fachada del Palacio de Invierno, con sus centenares de ventanas. ¿Dónde estaba el zar?
—Más tarde averiguamos que esa mañana el zar no estaba en el Palacio de Invierno —le explicó Grigori a Katerina, y oyó en su propia voz el amargo resquemor de una víctima de la traición y la decepción—. Ni siquiera estaba en la ciudad. El padre de su pueblo se había ido a su palacio en la Villa de los Zares, a pasar el fin de semana dando paseos por el campo y jugando al dominó. Pero entonces nosotros eso no lo sabíamos, y lo llamamos a gritos, le suplicamos que apareciera ante sus leales súbditos.
La multitud era cada vez más numerosa, y los gritos para que el zar se asomara a recibir a su pueblo eran más insistentes; algunos de los manifestantes empezaron a abuchear a los soldados. Todo el mundo estaba muy tenso y enfadado. De repente, un destacamento de guardias irrumpió en los jardines y ordenó el desalojo del lugar. Grigori presenció, entre aterrorizado e incrédulo, cómo fustigaban a los presentes indiscriminadamente con el látigo, algunos utilizando incluso la empuñadura del sable. Miró a su madre en busca de ayuda.
—¡No podemos rendirnos ahora! —clamó ella.
Grigori no sabía qué era lo que esperaban todos que hiciese el zar, solo estaba seguro, como todos los demás, de que su soberano lograría de algún modo atender las quejas de sus súbditos si estos conseguían hacerlas llegar a sus oídos.
Los otros manifestantes exhibían la misma determinación que su madre, y aunque aquellos que eran atacados por los guardias se encogían con el gesto aterrorizado, nadie se movió de allí.
En ese momento, los soldados tomaron posiciones para abrir fuego.
Cerca de la fila delantera, varias personas se pusieron de rodillas, se quitaron los gorros y se santiguaron.
—¡Arrodillaos! —gritó su madre, y los tres se arrodillaron, como la mayoría de todos cuantos los rodeaban, hasta que la multitud hubo adoptado la posición de oración.
Todo quedó sumido en un silencio que hizo que a Grigori se le pusieran los pelos de punta. Se quedó mirando los fusiles que lo apuntaban y los fusileros le devolvieron una mirada vacía e indiferente, como si fueran estatuas.
A continuación, Grigori oyó el sonido de una corneta.
Era una señal. Los soldados abrieron fuego y, alrededor de Grigori, la gente gritó y cayó al suelo. Un chico que se había encaramado a una estatua para ver mejor, lanzó un alarido y se desplomó. Un niño se precipitó de un árbol como si fuera un pájaro.
Grigori vio a su madre tumbarse boca abajo en el suelo. Creyendo que trataba de evitar las balas, él hizo lo mismo, pero luego, al mirarla cuando ambos estaban tendidos en el suelo, advirtió el reguero de sangre, roja y brillante, en la nieve que le rodeaba la cabeza.
—¡No! —gritó—. ¡No!
Lev gritó también.
Grigori agarró a su madre por los hombros y la levantó. Tenía el cuerpo inerte y, al mirarla a la cara, la imagen que vio lo dejó completamente desconcertado. ¿Qué era lo que estaba viendo? Donde debían haber estado su frente y sus ojos, ahora solo había una masa amorfa de vísceras irreconocibles.
Fue Lev quien puso palabras a la verdad.
—¡Está muerta! —gritó—. ¡Mamá está muerta! ¡Mi madre está muerta!
Los disparos cesaron. A su alrededor, la gente corría, escapaba cojeando o huía a rastras. Grigori intentó pensar. ¿Qué debía hacer? Tenía que sacar a su madre de allí como fuese, decidió. Le pasó los brazos por debajo del cuerpo y la levantó. No era ligera, pero él era fuerte.
Se volvió para tratar de localizar el camino de vuelta a casa. Lo veía todo borroso, y entonces se dio cuenta de que estaba llorando.
—Vamos —le dijo a Lev—. Deja de gritar. Tenemos que irnos.
Al llegar al final de la plaza, un anciano los retuvo un momento, un hombre con el rostro surcado de arrugas y los ojos llorosos. Llevaba el uniforme azul de un obrero de la fábrica.
—Tú eres joven —le dijo a Grigori. Había rabia y angustia en su voz—. No olvides nunca lo que ha pasado hoy aquí —le pidió—. No olvides nunca los crímenes cometidos por el zar.