La caída de los gigantes (13 page)

BOOK: La caída de los gigantes
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—Perdone la interrupción. Por favor, prosiga.

—Los dos pozos han resultado dañados, pero los equipos de extinción de incendios han logrado controlar el fuego, con ayuda de nuestro sistema de aspersión, y han evacuado a los hombres. —Consultó su reloj—. Según el último recuento, hace dos horas, han sido rescatados doscientos quince.

—Parece que ha logrado hacer frente a la emergencia con mucha eficacia, Jones.

—Muchas gracias, su majestad.

—¿Están los doscientos quince vivos?

—No, señor. Ocho han muerto, y otros cincuenta tienen heridas de consideración. Van a necesitar un médico.

—Santo cielo… —exclamó el rey—. Cuánto lo siento…

Mientras Jones explicaba las medidas que se estaban tomando para localizar y rescatar a los cinco mineros restantes, Peel se deslizó en la habitación y se acercó a Fitz. El mayordomo iba ataviado con el uniforme vespertino, listo para servir la cena. Hablando en voz muy baja, dijo:

—Por si resulta de su interés, milord…

—¿Qué? —susurró Fitz.

—La doncella Williams acaba de regresar de la bocamina. Al parecer, su hermano ha actuado como una especie de héroe. ¿Cree el señor que al rey le gustaría oír la historia de sus propios labios…?

Fitz se quedó pensativo un momento. Williams estaría muy alterada, y cabía la posibilidad de que dijese algo inconveniente en presencia del monarca. Por otra parte, al rey seguro que le gustaría hablar con alguien afectado directamente por la tragedia. Decidió correr el riesgo.

—Majestad —dijo—: una de mis sirvientas acaba de regresar de la mina y puede que traiga noticias más recientes. Su hermano se encontraba en el interior del pozo cuando se produjo la explosión. ¿Desea interrogarla?

—Sí, sí, por supuesto —contestó el rey—. Que venga aquí, por favor.

Al cabo de un momento, Ethel Williams entró por la puerta. Tenía el uniforme manchado de polvo de carbón, pero se había lavado la cara. Hizo una reverencia y el rey preguntó:

—¿Cuáles son las últimas noticias?

—Majestad, hay cinco hombres atrapados en la sección de Carnation a causa de un derrumbe. El equipo de rescate está abriéndose paso entre los escombros, pero todavía no han podido extinguir el fuego.

Fitz advirtió que la actitud del monarca hacia Ethel era algo distinta. Si apenas había mirado a Perceval Jones y se había dedicado a tamborilear con el dedo en el brazo de la silla mientras lo escuchaba, a Ethel, en cambio, la miraba fijamente, y parecía mucho más interesado en ella. Con un tono de voz más grave, preguntó:

—¿Qué dice su hermano?

—La explosión de grisú prendió fuego al polvo de carbón, y eso es lo que está ardiendo. El fuego sorprendió a muchos de los hombres en sus lugares de trabajo, y algunos han muerto asfixiados. Mi hermano y los demás no han podido salvarles la vida porque en la mina no había aparatos de respiración.

—Eso no es cierto —protestó Jones.

—Pues yo tengo entendido que sí —lo contradijo Gus Dewar. Como siempre, el estadounidense se mostraba un poco retraído, pero hizo un esfuerzo por hablar en tono insistente—. He hablado con algunos de los hombres que salían del pozo y me han contado que parece ser que los armarios marcados con el cartel de «aparato respirador» estaban vacíos. —Su tono era de indignación contenida.

Ethel Williams intervino:

—Y no han podido apagar el fuego porque no había agua suficiente en los depósitos subterráneos del interior de la mina. —En sus ojos destellaba un brillo furioso que Fitz encontraba absolutamente irresistible, y el conde sintió cómo se le aceleraba el corazón.

—¡Pero si hay un camión de bomberos! —se defendió Jones.

Gus Dewar volvió a hablar.

—Una vagoneta de carbón llena de agua y una bomba de mano.

Ethel Williams siguió relatando los hechos.

—Deberían haber podido invertir el sentido de la ventilación, pero el señor Jones no ha modificado la maquinaria tal como exige la ley.

Jones parecía indignado.

—No se podía…

Fitz lo interrumpió:

—Tranquilícese, Jones, no estamos ante ninguna comisión de investigación; Su Majestad solo pretende obtener las impresiones de la gente.

—En efecto —dijo el rey—, pero hay una cuestión acerca de la cual tal vez podría usted aconsejarme, Jones.

—Será para mí un honor…

—Tenía previsto visitar Aberowen y algunos de los pueblos de los alrededores mañana por la mañana, así como ir a verlo a usted en su ayuntamiento, pero dadas las circunstancias, una visita de la comitiva real, con toda su fastuosidad, por la comarca no me parece una idea muy oportuna.

Sir Alan, sentado detrás del hombro izquierdo del monarca, negó con la cabeza y murmuró:

—Imposible.

—Por otra parte —siguió diciendo el rey—, tampoco me parece adecuado marcharme sin dar ninguna muestra pública de mi preocupación ante el desastre. El pueblo podría pensar que nos resulta indiferente.

Fitz supuso que había discrepancias entre las intenciones del rey y los deseos de sus asistentes personales, quienes seguramente querían cancelar la visita, pensando que era la opción menos arriesgada, mientras que el rey sentía la necesidad de realizar algún gesto.

Se produjo un silencio mientras Perceval sopesaba las ventajas y los inconvenientes del asunto.

Cuando al fin habló, se limitó a decir:

—Es una cuestión peliaguda.

Ethel Williams intervino entonces.

—¿Podría hacer una sugerencia?

Peel se mostró horrorizado.

—¡Williams! —exclamó—. ¡Habla solo cuando se dirijan a ti!

Fitz estaba estupefacto por la impertinencia de la doncella en presencia del rey, de modo que intentó conservar el tono tranquilo de su voz cuando dijo:

—Tal vez más tarde, Williams.

Sin embargo, el rey sonrió. Para alivio de Fitz, parecía muy impresionado con Ethel.

—No, no importa. Oigamos lo que esta jovencita tiene que proponernos —dijo.

Eso era todo cuanto Ethel necesitaba. Sin más preámbulos, le espetó:

—La reina y Su Majestad deberían visitar a las familias de los fallecidos. Nada de comitivas reales, solo un carruaje con caballos negros. Eso significaría mucho para ellas, y todo el mundo pensaría que es un soberano maravilloso. —Se mordió el labio y se quedó en silencio.

Esa última frase contravenía todas las normas del protocolo, pensó Fitz, angustiado; el rey no necesitaba que la gente pensase que era maravilloso.

Sir Alan estaba horrorizado.

—Nunca se ha hecho nada semejante —repuso, alarmado.

Pero el rey parecía intrigado ante aquella idea.

—Visitar a los familiares de los fallecidos… —dijo en tono reflexivo. Se volvió hacia su ayuda de cámara—. ¡Cielos! Me parece que eso es fundamental, Alan: acompañar a mi pueblo en su sufrimiento. Nada de comitiva real, solo un carruaje. —Se dirigió a la doncella—: Muy bien, Williams —dijo—. Gracias por darme su opinión.

Fitz lanzó un suspiro de alivio.

VII

Al final, hubo más de un carruaje, por supuesto. El rey y la reina iban delante con sir Alan y una dama de honor; Fitz y Bea los seguían en el segundo, junto al obispo, mientras que un puñado de sirvientes encima de una carreta tirada por un poni cerraba la comitiva. A Perceval Jones le habría gustado formar parte del séquito, pero Fitz rechazó semejante posibilidad. Tal como Ethel había señalado, al verlo, los familiares de los fallecidos se le habrían arrojado a la yugular.

Hacía mucho viento, y una lluvia fría azotaba el lomo de los caballos mientras recorrían al trote el largo camino de entrada de Ty Gwyn. Ethel ocupaba el tercer vehículo. Gracias al trabajo de su padre, la muchacha conocía a todas las familias mineras de Aberowen, y era la única persona de la mansión que sabía los nombres de las víctimas mortales y los heridos. Había dado instrucciones a los cocheros, y su labor consistiría en recordarle al ayuda de cámara del rey quién era quién. En ese momento, la doncella tenía los dedos cruzados; había sido idea suya, y si algo salía mal todos le echarían la culpa.

Cuando atravesaban las majestuosas puertas de hierro forjado, Ethel sintió una mezcla de desasosiego y desconcierto, como siempre, ante el súbito contraste. En el interior del recinto de la finca todo era orden, encanto y belleza, mientras que fuera se hallaba la monstruosidad del mundo real. Junto a la carretera se veía la hilera de casas de los labriegos, casuchas diminutas de dos habitaciones, con leños y cachivaches desperdigados por toda la parte delantera y un par de chiquillos sucios jugando en la cuneta. A pocos metros de allí empezaban las casas de los mineros, mejores que las viviendas de los campesinos pero anodinas y sin gracia pese a todo para el gusto estético de Ethel, mal acostumbrado por las proporciones perfectas de los ventanales, los tejados y los dinteles de Ty Gwyn. Los habitantes de aquellas zonas vestían ropas baratas que no tardaban en adquirir un aspecto informe y gastado, y estaban teñidas con tintes que enseguida perdían el color, de manera que todos los hombres iban con trajes grisáceos y las mujeres, con vestidos del mismo tono pardusco. El uniforme de doncella de Ethel era la envidia del vecindario por la cálida lana de la falda y la blusa de algodón almidonado, a pesar de que algunas de las muchachas se jactaban de que nunca serían capaces de rebajarse a trabajar como sirvientas. Sin embargo, la mayor diferencia estaba en las propias personas: fuera de Ty Gwyn todos tenían la piel llena de manchas, el pelo sucio y las uñas negras. Los hombres tosían, las mujeres se sorbían la nariz y todos los niños iban llenos de mocos. Los pobres recorrían cojeando o caminando con gran esfuerzo las mismas carreteras por las que los ricos transitaban con paso seguro y arrogante.

Los carruajes descendieron por la ladera de la colina en dirección a Mafeking Terrace. La mayoría de los habitantes del distrito abarrotaban las calles, esperando el paso de la comitiva, pero ninguno de ellos portaba ninguna bandera, y tampoco lanzaban vítores, sino que se limitaban a inclinar la cabeza y hacer una reverencia mientras la carroza real se detenía en la puerta del número 19.

Ethel bajó de un salto y habló en voz baja con sir Alan.

—Sian Evans, cinco hijos, ha perdido a su marido, David Evans, mozo de caballos. —También llamado Dai Ponis, Ethel lo había conocido en vida, pues era uno de los miembros del consejo de la Iglesia de Bethesda.

Sir Alan asintió con la cabeza y Ethel dio un paso atrás hábilmente mientras el ayuda de cámara le murmuraba la información al rey al oído. Ethel vio que Fitz la miraba y le hacía una seña de aprobación con la cabeza. La muchacha sintió que resplandecía de orgullo: estaba ayudando al rey… y el conde se mostraba muy contento con ella.

El rey y la reina se dirigieron a la puerta de la casa, cuya pintura se estaba descascarillando, pero el escalón se veía reluciente. «Nunca me habría imaginado algo así —se dijo Ethel—: el rey llamando a la puerta de la casa de un minero.» El monarca iba vestido con traje de etiqueta y sombrero de copa, pues Ethel había insistido a sir Alan diciéndole que a los habitantes de Aberowen no les gustaría ver a su rey luciendo la misma clase de traje de tweed que podían llevar ellos mismos.

La viuda acudió a abrir la puerta ataviada con sus mejores galas, tocada incluso con un sombrero. Fitz había sugerido que la visita del rey cogiese por sorpresa a los habitantes del valle, pero Ethel había desaconsejado esa posibilidad y sir Alan se había mostrado de acuerdo con ella. Durante una visita sorpresa a una familia destrozada por el dolor, la pareja real podría haberse encontrado con un puñado de hombres borrachos, mujeres semidesnudas y niños enzarzados en una pelea. Lo mejor era avisar de antemano a todo el mundo.

—Buenos días, soy el rey —dijo el monarca, levantándose el sombrero educadamente—. ¿Es usted la señora Evans?

La mujer pareció quedarse perpleja un momento, porque estaba más acostumbrada a que la llamasen señora de Dai Ponis.

—He venido a transmitirle cuánto lamento la pérdida de su marido, David —dijo el rey.

La señora de Dai Ponis estaba demasiado nerviosa para sentir alguna emoción.

—Muchas gracias —dijo con rigidez.

Ethel vio que la situación era demasiado formal: el rey estaba tan incómodo como la viuda, y ninguno era capaz de expresar lo que sentía realmente.

En ese momento, la reina tocó el brazo de la señora de Dai Ponis.

—Debe de ser muy duro para usted, querida —dijo.

—Sí, señora, lo es —respondió la viuda en un susurro, y acto seguido se echó a llorar.

La propia Ethel se secó una lágrima que le rodaba por la mejilla.

El rey se sentía incómodo, pero logró, pese a todo, estar a la altura, murmurando:

—Muy triste, muy triste…

La señora Evans lloraba desconsoladamente, pero parecía clavada al suelo, y ni siquiera volvió la cara. El dolor no tenía nada de elegante, se dijo Ethel: la cara de aquella mujer estaba colorada como un tomate, la boca abierta delataba que había perdido al menos la mitad de los dientes, y en sus sollozos se oía el aliento bronco de la desesperación.

—Llore, querida, llore —dijo la reina, al tiempo que le ofrecía su pañuelo—. Tenga, tome esto.

La señora de Dai Ponis no había cumplido todavía la treintena, pero tenía las enormes manazas hinchadas y llenas de bultos por la artritis, como si fuera una anciana. Se limpió la cara con el pañuelo de la reina, y poco a poco se fue calmando.

—Era un buen hombre, señora —dijo—. Nunca me puso la mano encima.

La reina no sabía qué decir de un hombre cuya principal virtud era que no pegaba a su mujer.

—Era amable hasta con sus ponis —añadió la señora Evans.

—Estoy convencida de que lo era —repuso la reina, pisando de nuevo terreno familiar.

Un niño pequeño salió del interior de la casa y se aferró a las faldas de su madre. El rey volvió a intentarlo.

—Tengo entendido que es madre de cinco hijos —dijo.

—Oh, señor, ¿y qué van a hacer los pobrecillos sin un padre?

—Es muy triste —repitió el rey.

Sir Alan emitió un carraspeo y el rey anunció:

—Ahora vamos a ir a ver a otras familias en la misma situación que la suya.

—Oh, señor, ha sido muy amable por venir aquí. No sabe cuánto significa eso para mí. Gracias, muchísimas gracias.

El rey se volvió para marcharse.

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