Read La caída de los gigantes Online
Authors: Ken Follett
Una Sociedad de las Naciones era un sueño para Wilson, para Gus y para muchos otros, entre los que se incluía, de forma harto sorprendente, sir Edward Grey, quien había concebido la idea cuando era secretario del Foreign Office británico.
Wilson había expuesto su programa en catorce puntos: había hablado de reducción de armamento, del derecho de los pueblos coloniales a hacer oír su voz respecto a su propio futuro, y de la libertad para los países balcánicos, Polonia y los súbditos del Imperio otomano. El discurso había pasado a ser conocido como los Catorce Puntos de Wilson. Gus sentía envidia de los hombres que habían ayudado al presidente a redactarlo. En los viejos tiempos, él mismo habría colaborado en su elaboración.
—Un principio manifiesto recorre la totalidad del programa —había dicho Wilson—. Es el principio de la justicia para con todos los pueblos y las nacionalidades, y el derecho de estos a vivir disfrutando de la misma libertad y seguridad los unos respecto a los otros, ya sean fuertes o débiles. —Al leer esas palabras, las lágrimas habían aflorado a los ojos de Gus—. El pueblo de Estados Unidos no podría regirse por ningún otro principio —había afirmado el presidente.
¿De verdad era posible que los países pudiesen solucionar sus conflictos sin necesidad de recurrir a una guerra? Aunque pudiera parecer paradójico, lo cierto es que era algo por lo que merecía la pena luchar.
Gus y Chuck y su batallón de ametralladoras se embarcaron en Hoboken, New Jersey, a bordo del
Corinna
, antaño un transatlántico de lujo reconvertido en buque de transporte para las tropas. La travesía duró dos semanas. En calidad de tenientes segundos, compartieron un camarote en la cubierta superior. A pesar de que ambos habían rivalizado por el amor de Olga Vyalov, se habían convertido en grandes amigos.
El buque formaba parte de un convoy, con escolta de la Armada, y el viaje transcurrió sin contratiempos, salvo por el hecho de que varios hombres murieron víctimas de la gripe española, una nueva enfermedad que estaba causando estragos entre la población mundial. La alimentación era más bien deficiente, y los hombres decían que los alemanes habían abandonado la guerra submarina y ahora pretendían derrotarlos envenenando su comida.
El
Corinna
permaneció atracado durante un día y medio en el puerto de Brest, en el extremo noroccidental de Francia. Desembarcaron en un muelle abarrotado de hombres, vehículos y provisiones, dominado por el bullicio de las órdenes a voz en grito y los motores en marcha, amén del ajetreo de los oficiales impacientes y los sudorosos estibadores. Gus cometió el error de preguntar a uno de los sargentos que había en el muelle cuál era el motivo del retraso.
—¿Retraso, señor? —le espetó, pronunciando la palabra «señor» con un marcado desdén, de manera que sonó como un insulto—. Ayer desembarcamos a cinco mil hombres, con sus coches, armas, tiendas y hornillos, y los transferimos al transporte por ferrocarril y carretera. Hoy procederemos a desembarcar a otros cinco mil, y lo mismo mañana. De manera que no, señor, no hay ningún retraso. Esto es un desembarco puñeteramente rápido.
Chuck dedicó una sonrisa a Gus y murmuró:
—Te está bien empleado.
Los estibadores eran soldados de color. Cada vez que los soldados blancos y los negros tenían que compartir las mismas instalaciones, siempre se armaba jaleo, provocado normalmente por los reclutas blancos del Sur, de modo que el ejército había acabado rindiéndose a la evidencia, y en lugar de mezclar las razas en el frente, el ejército asignaba a los regimientos de color tareas de poca importancia en la retaguardia. Gus sabía que los soldados negros se quejaban con amargura ante esas condiciones, puesto que querían luchar por su país como todos los demás.
La mayor parte del regimiento abandonó Brest por tren. No les habían asignado vagones de pasajeros, sino que iban apretujados a bordo de un furgón para el ganado. Gus arrancó las risas de los hombres traduciendo el letrero que aparecía en el lateral de uno de los vagones: «Cuarenta hombres u ocho caballos». Sin embargo, el batallón de ametralladoras disponía de sus propios vehículos, de modo que Gus y Chuck fueron por carretera a su campamento al sur de París.
En Estados Unidos habían hecho prácticas de la guerra de trincheras con fusiles de madera, pero ahora tenían armas y munición de verdad. Por su condición de oficiales, a Gus y a Chuck les habían hecho entrega de una pistola semiautomática Colt M1911 con cargador de siete balas. Antes de abandonar el país, se habían deshecho de sus gorros de piel como los que llevaba la policía montada y los habían sustituido por gorras más prácticas con un ribete distintivo que recorría toda la prenda. También tenían cascos de acero con la misma forma de cuenco para la sopa que los británicos.
En ese momento, unos instructores franceses de uniforme azul los estaban entrenando para luchar en colaboración con la artillería pesada, una táctica que el ejército de Estados Unidos no había necesitado hasta entonces. Gus sabía hablar francés, por lo que no tardaron en asignarle las tareas de enlace. Las relaciones entre ambas nacionalidades eran buenas, aunque los franceses se quejaban de que el precio del coñac había subido en cuanto habían llegado los soldaditos.
La ofensiva alemana había proseguido con éxito a lo largo de todo el mes de abril. Ludendorff había avanzado con tanta rapidez en Flandes que el general Haig declaró que los británicos se hallaban entre la espada y la pared, una frase que provocaba escalofríos entre los norteamericanos.
Gus no tenía ninguna prisa por ver la acción, pero a Chuck lo devoraba la impaciencia en el campo de entrenamiento. ¿Qué narices estaban haciendo, quería saber él, ensayando batallas de pacotilla cuando deberían estar enfrentándose en luchas reales? La sección más cercana del frente alemán se hallaba en la ciudad de Reims, al nordeste de París, famosa por su champán; pero el oficial al mando de Gus, el coronel Wagner, le dijo que los servicios de espionaje de los aliados estaban seguros de que no habría ofensiva alemana en ese sector.
Aunque con esa predicción, los servicios de espionaje de los aliados se equivocaban de medio a medio.
II
Walter se sentía exultante. Las bajas eran muy numerosas, pero la estrategia de Ludendorff estaba funcionando. Los alemanes atacaban en los puntos más débiles de la línea enemiga, con penetraciones rápidas y dejando los principales focos de resistencia para más adelante. Pese a algunas maniobras defensivas muy inteligentes por parte del general Foch, el nuevo comandante en jefe de los ejércitos aliados, los alemanes estaban ganando territorio con mucha más rapidez que en cualquier otro momento desde 1914.
El mayor problema era que el avance se detenía cada vez que los soldados alemanes se topaban con provisiones de alimentos. Se paraban allí y se ponían a comer, sin más, y a Walter le resultaba imposible obligarlos a seguir adelante hasta que tenían el estómago lleno. Era una estampa muy curiosa ver a los hombres sentados en el suelo, sorbiendo huevos crudos, atiborrándose de pastel y jamón al mismo tiempo, o bebiéndose botellas enteras de vino, mientras una lluvia de proyectiles caía a su alrededor y las balas surcaban el aire por encima de sus cabezas. Sabía que a otros oficiales les ocurría lo mismo; algunos optaban por amenazar a sus hombres con sus pistolas, pero ni siquiera eso los persuadía para soltar la comida y ponerse en marcha.
Con esa salvedad, la ofensiva de primavera era un éxito. Walter y sus hombres estaban exhaustos, tras cuatro años de guerra, pero también lo estaban los soldados franceses y británicos que encontraban en el camino.
Después del Somme y de Flandes, Ludendorff había planeado el tercer ataque de 1918 para el sector entre Reims y Soissons, lugar donde los aliados controlaban un macizo montañoso denominado el «Chemin des Dames», el Camino de las Damas, así llamado por la carretera que lo recorría, construida para que las hijas de Luis XV pudiesen ir a visitar a una amiga.
El despliegue final tuvo lugar el domingo 26 de mayo, un día soleado en el que soplaba una fresca brisa del nordeste. Una vez más, Walter sintió una oleada de orgullo al ver las columnas de hombres marchando hacia la línea del frente, los millares de armas tomando posiciones bajo el fuego implacable de la artillería francesa, las líneas telefónicas tendidas desde los refugios subterráneos del puesto de mando hasta las unidades de baterías.
Las tácticas de Ludendorff seguían siendo las mismas: esa noche, a las dos de la madrugada, miles de armas abrieron fuego, disparando gas, metralla y explosivos contra las líneas francesas que ocupaban la cima de la montaña. Walter advirtió con satisfacción que los disparos franceses disminuían de intensidad inmediatamente, señal inequívoca de que la artillería alemana estaba alcanzando sus objetivos. La descarga ofensiva fue breve, en consonancia con la nueva estrategia, y a las cinco y cuarenta minutos de la mañana, cesó por completo.
Los soldados de las tropas de asalto avanzaron terreno.
El avance de los alemanes se producía cuesta arriba, pero a pesar de eso, encontraban escasa resistencia, y para sorpresa y regocijo de Walter, alcanzaron la carretera de lo alto de la montaña en menos de una hora. Bajo la luz del día, vio a los franceses batiéndose en retirada por la pendiente de la ladera.
Las tropas de asalto siguieron avanzando a un ritmo regular, acompañando a la lenta pero implacable batería de la artillería, pero pese a todo llegaron al río Aisne, en el vértice del valle, antes de mediodía. Algunos granjeros habían destruido sus máquinas cosechadoras y quemado las cosechas tempranas acumuladas en sus graneros, pero la mayoría había huido a todo correr, y había abundantes recompensas para las milicias de requisa en la retaguardia de las fuerzas alemanas. Para asombro de Walter, los franceses en retirada ni siquiera habían volado por los aires los puentes que cruzaban el Aisne, lo cual era un indicio muy significativo del estado de pánico en el que habían huido.
Los quinientos hombres de Walter avanzaron por el siguiente puente a lo largo de la tarde y montaron el campamento en la orilla opuesta del río Vesle, tras haber recorrido veinte kilómetros en una sola jornada.
Al día siguiente descansaron, a la espera de refuerzos, pero al tercer día reanudaron de nuevo el avance, y al cuarto día, el jueves 30 de mayo, tras haber recorrido la nada desdeñable extensión de cincuenta kilómetros desde el lunes, alcanzaron la orilla norte del río Marne.
Justo allí, tal como recordó Walter con un negro presentimiento, era donde se había detenido el avance alemán en 1914.
Se juró que eso no volvería a suceder.
III
El 30 de mayo, Gus se encontraba con las fuerzas expedicionarias estadounidenses en la zona de entrenamiento de Châteauvillain, al sur de París, cuando la 3.ª División recibió órdenes de ayudar en la defensa del río Marne. La mayor parte de la división empezó a embarcar a bordo de los trenes, a pesar de que el maltrecho sistema ferroviario francés podía tardar varios días en llevarlos hasta allí. Sin embargo, Gus y Chuck y las ametralladoras se pusieron en camino por carretera inmediatamente.
Gus estaba entusiasmado y nervioso a la vez. Aquello no era como el boxeo, donde había un árbitro que velaba por el correcto cumplimiento de las reglas y detenía la contienda si la cosa se ponía peligrosa. ¿Cómo reaccionaría cuando alguien le disparase de verdad con un arma? ¿Se daría media vuelta y echaría a correr? ¿Qué le impediría hacer una cosa así? Por lo general, siempre actuaba según la lógica.
Los coches eran tan poco fiables como los trenes, y numerosos vehículos se averiaban o se quedaban sin combustible. Además, sufrían retrasos a causa de los civiles que viajaban en la dirección opuesta, huyendo de la batalla, algunos de ellos conduciendo manadas de ganado, otros con sus pertenencias apiladas en lo alto de carros y carretillas.
A las seis de la tarde del viernes, diecisiete ametralladoras llegaron a la pequeña localidad arbolada de Château-Thierry, situada a ochenta kilómetros al este de París. Era un sitio pequeño con mucho encanto bajo la luz del atardecer. Se hallaba a horcajadas sobre el Marne, con dos puentes que unían el distrito del sur con el centro de la ciudad, en el norte. Los franceses resistían en ambas orillas, pero la avanzadilla de las líneas alemanas se había hecho fuerte en los límites del norte de la ciudad.
El batallón de Gus recibió órdenes de instalar el armamento a lo largo de la orilla sur, dominando los puentes. Sus hombres iban equipados con pesadas ametralladoras M1914 Hotchkiss, cada una de ellas montada sobre un robusto trípode, con cintas de alimentación metálicas y articuladas con capacidad para doscientos cincuenta cartuchos. También disponían de granadas de fusil que se disparaban a un ángulo de cuarenta y cinco grados desde un bípode, y unos cuantos morteros de trinchera del modelo Stokes británico.
Al anochecer, Gus y Chuck estaban supervisando la ubicación de sus pelotones entre los dos puentes. Ninguna formación previa los había preparado para tomar aquella clase de decisiones: simplemente, tenían que hacer caso de lo que les dictase su sentido común. Gus escogió un edificio de tres plantas con una cafetería destrozada en la planta baja. Entró por la puerta trasera y subió las escaleras. Desde una de las ventanas del desván había una vista muy despejada de la otra orilla del río y de una calle que subía en dirección norte por el otro lado, de modo que ordenó a un escuadrón de ametralladoras que se instalase allí. Esperó a que el sargento le dijese que aquella idea era una estupidez, pero el hombre se limitó a asentir con la cabeza y se puso manos a la obra.
Gus colocó tres ametralladoras más en emplazamientos similares.
Buscando una cobertura adecuada para los morteros, encontró un cobertizo de ladrillo para guardar los botes en la orilla del río, pero no tenía claro de si estaba en su sector o en el de Chuck, de modo que salió en busca de su amigo para averiguarlo. Vio a su compañero cien metros más allá en la orilla, cerca del puente del este, examinando el otro lado del río con unos prismáticos. Avanzó dos pasos en esa dirección y entonces se oyó una terrible explosión.
Se volvió hacia el lugar de donde provenía el estallido, y en los segundos siguientes tuvieron lugar varias detonaciones ensordecedoras más. Advirtió que la artillería alemana había abierto fuego contra ellos cuando un proyectil aterrizó en el río y propulsó hacia arriba una columna de agua.