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Authors: Carlos Fuentes

Tags: #Relato

La cabeza de la hidra (17 page)

BOOK: La cabeza de la hidra
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Terminó de recoger la escalerilla y le hizo un gesto obsceno con el dedo a Félix.

Félix se lanzó desesperadamente contra la parte del buque aún acodada al muelle y de un machetazo intentó, como un Quijote inverosímil, cortarle el cuerpo al gigante en lento movimiento. Al desplazarse el buque, el filo del machete rayó la pintura fresca y dejó una larga herida luminosa.

El tanquero removió las aguas turbias del Golfo de México. La noche de mangos podridos y tabachines en flor se evaporó junto con los charcos del aguacero. Félix leyó la inscripción en la popa del buquetanque, S. S.
Emmita,
Panamá, y vio la bandera de cuatro campos y dos estrellas que flotaba lentamente en la pesada atmósfera.

No vio más que el rostro de Sara Klein asomado a la claraboya, suspendido allí como una luna de papel.

TERCERA PARTE

OPERACION GUADALUPE

28

Se compró un sombrero blanco de palma de ixtle en el aeropuerto de Coatzacoalcos y tomó el primer vuelo de Mexicana. En la ciudad de México hizo la conexión con American Airlines a Houston. Tenía visa para múltiples entradas al territorio norteamericano y los agentes de migración no encontraron diferencias entre la foto del pasaporte y el rostro del hombre con bigote renaciente, sombrero blanco y gafas negras. Bernstein tenía razón; éstos no lo buscaban.

Alquiló un Ford Pinto en la Herz del aeropuerto y tomó la super hacia Galveston. Tenía un día por delante; el servicio de información portuaria de Coatzacoalcos le dijo que el
Emmita
no hacía escalas hasta Galveston, llevaba una carga de gas natural de México a Texas y en Texas embarcaba refinados para la costa este de los Estados Unidos. Era su cabotaje normal y pasaba por Coatzacoalcos cada quince días, salvo en invierno, cuando los nortes lo retrasaban un poco. El capitán se llamaba H. L. Harding pero no vino en este viaje por motivos de enfermedad y nadie había visto a una muier subir a bordo.

El calor de agosto en el llano desnudo entre Houston y Galveston no es aliviado por relieve, bosque o perfume, salvo el de la gasolina. Félix agradeció la carretera en línea recta que le permitía manejar sin distracciones y colocar frente a su mirada, en lugar del sucio sol de Texas, la luna opaca del rostro que vio fugazmente en la claraboya del
Emmita.
Siempre lo comparó al de Louise Brooks en La caja de Pandora; mientras más la recordaba, esta imagen de cinéfilo era sustituida por otra: el rostro encalado de Machiko Kyo en Ugetsu Monagataru, la carne voluntariamente artificial, la blancura fúnebre, las falsas cejas barruntadas encima de las verdaderas cejas afeitadas; la mirada de fantasma que podía confundirse con el sueño vigilante de los ojos japoneses, la boca pintada como un capullo de sangre.

Félix sufrió un horrible desequilibrio entre la visión diurna de la reverberante planicie texana y la visión nocturna de un Japón de la luna vaga después de la lluvia, una noche de aparecidos antiguos y hechiceras que se posesionan de los cuerpos de las doncellas para cumplir postergadas venganzas. Todo esto giraba en la noche representada de Coatzacoalcos, sus reses sangrientas, sus buitres y palomares incendiados, las cúpulas plateadas de la refinería, la recámara de Bernstein, el hotel rococó, el mozo cambujo y el perfil blanco de Sara Klein en la ventanilla del S.S. Emmita.

La visión fue tan confusa y poderosa a la vez que se sintió mal y se vio obligado a detenerse, cruzar los brazos sobre el volante y reposar allí la cabeza, cerrar los ojos y repetirse en silencio que desde el inicio de esta aventura había jurado ser totalmente disponible, asumir todas las situaciones, dejarse llevar por cualquier sugestión, estar abierto a todas las alternativas y, esto era lo más difícil, mantener su inteligencia afilada siempre, afinando los accidente azarosos o voluntarios que los demás crearían en su camino, percibiéndolos pero jamás impidiéndolos o rehusándolos.

—Vas a vivir unas cuantas semanas en una especie de hipnosis voluntaria —le dije cuando le expliqué todo lo anterior—. Es indispensable para que nuestra operación no fracase.

—No me gusta la palabra hipnosis —me respondió Félix con su sonrisa morisca, tan parecida a la de Velázquez—, prefiero llamarla fascinación, voy a dejarme fascinar por todo lo que me suceda. Quizás ése es el punto de equilibrio entre la fatalidad y la voluntad que me pides.

—No parking on the freeway
[30]
—un grueso bastón de policía tocó repetidas veces el hombro de Félix.

—Perdón, no me sentí bien —dijo Félix al apartarse del volante y mirar el brazo de jamón del policía texano.

—You're a dago or a spick? Shouldn't let you people drive. Don't know what this country's coming to. No true-blooded Americans left. Come on, drive on
[31]
—dijo el policía con la cara roja y ancha de irlandés.

Félix arrancó. Entró media hora después a Galveston y manejó directamente a las oficinas del puerto. Preguntó por la fecha y hora de llegada del S. S. Emmita, procedente de Coatzacoalcos con bandera panameña.

El empleado con camisa de mangas cortas le dijo en primer lugar que cerrara la puerta o no servía de nada el aire acondicionado; y en segundo que el Emmita no iba a llegar de ningún lado por la simple razón de que estaba en reparaciones en el dique seco. Que hablara con el capitán Harding, estaba supervisando los trabajos.

No hay sol más insolente que el que pugna por calentarnos a través de un velo de nubes y los termómetros andaban por los 98 grados Farenheit cuando Félix ubicó al viejo de pecho desnudo junto al casco inválido del S. S. Emmita, Panamá. Un gorro deshebrado con visera de charol viejo lo protegía de la resolana. Le preguntó si era Harding y el capitán dijo que sí.

—¿Habla español?

—Llevo treinta años en los puertos del Golfo y el Caribe —volvió a afirmar el viejo.

—¿Nunca se ha enfermado?

—Estoy muy viejo para la gonorrea y demasiado curtido para todo lo demás —dijo Harding con buen humor.

—Anoche vi zarpar al Emmita de Coatzcacoalcos, capitán.

—El sol está muy fuerte —dijo compasivamente Harding.

—Le estoy diciendo la verdad.

—Dammit, mi tanquero no es el Holandés fantasma. Mirelo: no tiene alas.

—Pero yo sí. Volé hoy mismo desde Coatzacoalcos. Su tanquero zarpó a la medianoche y debe llegar a Galveston mañana a las cuatro de la tarde.

—¿Quién le contó ese cuento de hadas?

—Las autoridades del puerto y un marinero pecoso que me prometió sacarme la mierda aquí.

—Usted está mal, señor, quítese del sol, venga conmigo y tómese una cerveza.

—¿Cuándo estará reparado el buque?

—Pasado mañana zarpamos.

—¿A Coatzacoalcos?

El viejo volvió a afirmar, rascándose el colchón de canas del pecho.

—Dijeron que usted no iba en el barco porque estaba enfermo.

—¿Los bastardos dijeron…?

—Si lo que le digo es cierto, ¿puedo contar con su ayuda?

Los ojos del viejo parpadearon como pequeñas estrellas perdidas en un cielo de arrugas:

—Si alguien anda caboteando por el Golfo con el nombre de mi barco, soy yo el que le va a sacar la mierda a toda esa tripulación de piratas, espérese y verá. Pero pueden haber engañado a las autoridades mexicanas y quizá vayan a otro puerto.

—Ese marinero pecoso no mentía. Dijo Galveston clarito. Creyó que yo era un borrachín con un machete.

Félix aceptó la hospitalidad del capitán Harding y se quedó dormido el resto de la tarde en el sofá de la casita de planchas de madera grises frente a la costa aceitosa y sin olas. Harding lo dejó y regresó a las diez de la noche. Había apresurado los trabajos de reparación y traía cervezas, sandwiches y la lista de todos los buquetanques que debían entrar mañana al puerto de Galveston. La leyeron juntos pero los nombres no les dijeron nada. Harding dijo que todos eran nombres de buques registrados y conocidos, pero si estos cochinos bucaneros andaban cambiando de nombre en cada puerto, era imposible saber.

—¿Tienes alguna manera de reconocerlo si lo ves, chico?

Félix negó con la cabeza.

—Sólo si veo al pecoso. O a una mujer que viajaba a bordo.

—Nunca ha viajado una mujer en mi tanquero.

—Eso me dicen. En éste sí.

—Es muy difícil distinguir a un tanquero de otro. Nosotros no nos vestimos para ir al carnaval, como los cruceros del Caribe y todas esas canoas mariconas. Sólo cambian los nombres, volvió a leer en voz alta la lista, el Graham, el Evelyn, el Corfú, el Culebra Cut, el Alice…

Félix agarró la mano fuerte y manchada del capitán.

—El Alicia —rió.

—Sí, señor, y también el Royal, el Darién… ¿Siempre te dan tanta risa los nombres de barcos? —dijo con cierto desagrado Harding, interrumpiendo la lectura.

—El lapsus de Bernstein —rió Félix, pegándose sobre las rodillas con los puños cerrados—. Qué curiosa coincidencia, como dirían Ionesco y Alicia, de veras curiosa y más curiosa…

—¿Qué demonios te pasa? —dijo Harding sospechando de nuevo que Félix era un loco o un insolado.

—¿A qué horas atraca mañana el Alice, capitán?

29

A las cuatro de la tarde del día siguiente el S. S. Alice se acodó al muelle de Galveston bajo un cielo encapotado. La bandera de las barras y las estrellas colgaba inerte sobre la proa que señalaba a Mobile como puerto de origen del tanquero. Harding situó a Félix en el mejor lugar para ver sin ser visto. El mismo marinero pecoso abrió la escotilla de babor y sacó la escalera, pidiendo auxilio a los estibadores del muelle.

Recargado contra la columna de fierro de una bodega de depósito y oculto por el celaje de otras columnas idénticas Félix vio de lejos a un hombre alto, elegante, vestido de blanco, caminar por el muelle hacia la escalerilla. Era Mauricio Rossetti, el secretario privado del Director General. Se detuvo y esperó a que terminara la maniobra.

La falsa Sara Klein bajó ayudada por el marinero pecoso. Vio a Rossetti y se dirigió con alegría hacia él. Tuvo el impulso de besarlo pero el funcionario se lo impidió discretamente, la tomó del brazo con decisión y los dos caminaron hacia la salida. Félix vio a la mujer más de cerca; la imitación, si de imitación se trataba, era bien burda y sólo apta para engañar a zonzos como él, que se andaban enamorando de mujeres imposiblemente alejadas por la vida o por la muerte. Pero no cabía duda de la intención: el corte de pelo a la Louise Brooks, la cara pambazeada como Machiko Kyo, el traje sastre veraniego, azul pizarra y corte militar.

Angélica Rossetti había estudiado bien a Sara durante la cena que ofreció la semana pasada en su casa de San Ángel llena de cuadros de Ricardo Martínez. Todo esto era falso; lo único verdadero era el anillo de piedra clara en el dedo de Angélica, un combate de alfileres luminosos en este atardecer de luces negras. Sólo la montura de la piedra era distinta. Félix acarició el anillo sin piedra que traía en su propio bolsillo. Siguió de lejos a la pareja. Caminó junto al costado del tanquero y lo rozó con la mano. La herida del machetazo sobre la pintura fresca estaba allí, flagrante. Félix, sin dejar de mirar a los Rossetti, levantó el brazo en alto y Harding atendió la señal y avanzó hacia la escalerilla del barco con tres policías del puerto. El marinero pecoso los miró desde el escotillón, dejó caer la cuerda que tenía entre las manos y desapareció dentro del buque. Harding y los policías subieron. Ese chato pecoso acabaría sin un gramo de mierda en el cuerpo, se dijo Félix.

Angélica viajaba sólo con un nécessaire en la mano y subió con su marido a una limousine Cadillac manejada por un chofer sudoroso bajo la gorra de lana gris. Félix subió al Pinto y los siguió. Tomaron directamente hacia la supercarretera en dirección de Houston.

La limousine se detuvo frente a la blanca elegancia del Hotel Warwick y los Rossetti descendieron. Félix fue hasta el lote vecino a estacionarse. Caminó con la maleta en la mano y entró a la suavidad refrigerada del hotel. Los Rossetti se estaban registrando. Félix esperó hasta que el ayudante de la recepción los condujo a pie por el vestíbulo a la izquierda de las boutiques de lujo. Significaba que iban a habitar una de las recámaras de la media luna que daba sobre la piscina. El chofer sudoroso entregó las maletas de Rossetti al portero, tenían las etiquetas del vuelo México-Houston amarradas aún; Félix se acercó a la recepción. El empleado le dijo al botones que llevara las maletas del señor Rossetti al número 6. Félix pidió una recámara ubicada frente a la piscina, le gustaba nadar temprano.

—De noche también si gusta —le dijo en español el empleado chicano—. El swimming pool está abierto hasta las doce de la noche. Hay facilidades para organizar parties en las cabañas.

—¿Está libre el 8? —Félix apostó sobre la alternancia numérica de los cuartos de hotel.

El chicano le dijo que sí. El botones le llevó la maleta y abrió las ventanas para que el huésped admirara la terraza privada de la habitación y la vista sobre la piscina. Salió después de explicar el funcionamiento del termostato.

Félix se desvistió pero no se atrevió a darse la ducha que reclamaba su cuerpo pegajoso como un caramelo chupado. Se mantuvo junto a la puerta comunicante con la habitación número 6, tratando de escuchar. Sólo le llegaron pequeños ruidos de vasos, pisadas sofocadas, cajones abiertos y cerrados y una vez la voz destemplada de Angélica, no, ahora no, después de la forma como me recibiste y la respuesta inaudible de Rossetti.

Luego la puerta de la recámara contigua se abrió y cerró. entreabrió la suya y miró al pasillo. La figura alta y elegante de Mauricio Rossetti se alejaba. La duda paralizó a Félix. Si Rossetti llevaba encima la piedra del anillo de Bernstein, no le sería a Félix imposible recuperarla, pero sí más difícil. Fue hasta la cama y se puso rápidamente los calzóncillos, dispuesto a seguir a Rossetti; después de todo, el secretario privado salía del hotel y su mujer se quedaba. Al inclinarse, vio el reflejo en la ventana entreabierta sobre la terraza.

Dos manos en la terraza vecina se agarraban con tensión al barrote de fierro pintado de azul claro, inconscientes del juego de reflejos propiciado por la noche repentina. En el dedo de una de esas manos estaba el anillo con la piedra clara y luminosa.

Esperó. Quizás Angélica se dormiría y bastaba salvar el bajo parapeto que separaba las dos terrazas. La puerta de los Rossetti volvió a abrirse y cerrarse. Félix miró a Angélica alejarse descalza y vestida con una bata blanca. Maldonado salió a la terraza después de apagar las luces de la recámara, La señora Rossetti llegó al borde de la piscina, se quitó la bata, apareció en bikini y se clavó en el agua. Félix tomó la bata blanca que colgaba en el baño, metió la llave de la habitación en la bolsa y caminó de prisa hacia la piscina.

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