»Dejé todo en manos de Beata y regresé al pueblo donde enseñaba. Ahora la madre de Jamil había desaparecido. Regresó unos días después, incapaz de llorar. Creí que Jamil había muerto. Los ojos secos de la madre eran más tristes que cualquier llanto. Me dijo que no. No quiso decir más. Horas más tarde Beata me comunicó que Jamil era prisionero. Se le acusaba de ser terrorista. Estaba encarcelado en un lugar llamado la Moscobiya en Jerusalén, la antigua posada de los peregrinos rusos ortodoxos convertida en prisión militar. Mis preguntas a la madre de Jamil quedaron sin respuesta; sólo vi que la mujer ya no sabía llorar. Temblaba mucho y cayó con fiebre. Traje a un doctor; no quiso recibirlo; la obligué. Se defendió como animal acorralado contra la auscultación médica. Luego el doctor me dijo que tenía destrozada la vagina, le habían introducido un objeto duro y ancho, seguramente un palo.
»Dos días después, Beata me pidió que fuera a Jerusalén y me condujo a un hospital militar. Jamil estaba encamado. Tenía una cara vieja. Recordé los ojos alegres de Israel. Ahora miré los ojos tristes de Palestina. Esos ojos me miraron y no me reconocieron. Lloré y la abogada me dijo que Jamil había sido condenado a dos años de prisión. Me mostró copia de 1a confesión firmada por mi amante, donde se declaraba culpable de actos de terrorismo. Beata dijo que agotaría los recursos para demostrar que la confesión había sido arrancada por la tortura. Regresé a nuestro pueblo. Al año, dejaron libre a Jamil. Llegó en un camión de la Cruz Roja. Los primeros días no habló. Luego me contó poco a poco lo que pasó.
»Lo apresaron cuando regresaba de la escuela y le vendaron los ojos. Perdió todo sentido de la orientación. Varias horas después lo bajaron en un lugar cerca del cual pasaba mucho tránsito, una ciudad o una carretera. Le condujeron a un lugar donde le pidieron que confesara. Se negó. Lo golpearon brutalmente, le arrancaron mechones de pelo con la mano y lo obligaron a tragárselos. Luego le pusieron una capucha en la cabeza con dos hoyos de aire y lo llevaron en un transporte a otro sitio. Allí lo metieron en cuatro patas en una perrera. Escuchó los ladridos pero los perros nunca lo atacaron. Al día siguiente volvieron a pedirle la confesión. Como se negó, lo encerraron en un closet de cemento donde no podía recostarse ni estar de pie. Allí duró varios días. A veces lo sacaban para apretarle por atrás los testículos y luego volvía al closet. Después, lo sacaron y le quitaron el capuchón. Su madre estaba frente a él. Decidió no reconocerla para no comprometerla. Pero ella se soltó llorando y le dijo que ya no se preocupara, ella era la culpable, ella ayudaba a los terroristas, no él, ella ya había confesado. Entonces Jamil dijo que no, él era el único culpable. Lo golpearon enfrente de la madre y luego fue al hospital. Allí lo visité, pero entonces él ya había decidido no reconocer o recordar a las gentes que amaba. Pasó el año de detención en la cárcel de Sarafand. Beata logró que le redujeran la sentencia, pero un guardia le dijo que lo soltaban para que regresara a su pueblo y sirviera de escarmiento a los rebeldes como él. Beata dijo que ésta era una práctica establecida para los territorios ocupados; se escogía a una sola persona y a su familia para que su experiencia desmoralizara a los demás.
»Jamil me pidió que me alejara. Temía por mí. Yo acepté su necesidad de estar solo con su madre. Antes que nada, debía rehacer su relación con ella. Entendí que había allí algo insondable para mí y que pertenece al mundo palestino del honor. Desde esas profundidades Jamil debía aprender, en seguida, a recordarme de nuevo. Fui a Jerusalén y esperé el viaje anual de Bernstein. No le dije lo que sabía. Entiéndeme, por favor. Me hice su amante para saber más, es cierto, para derrumbar el muro de su vanidad patética y oír su voz desnuda. Insinué el problema de las torturas. Me dijo tranquilamente que eso era necesario en un combate de vida o muerte como el nuestro. ¿Sabía yo algo de las cárceles en Siria o Iraq? Le pregunté si nosotros, las víctimas del nazismo, podíamos repetir los horrores de nuestros verdugos. Me contestó que la debilidad de Israel no era comparable a la fuerza de Alemania. No me dio tiempo de contestarle que la debilidad de los palestinos no es tampoco comparable a la fuerza de los israelitas. Estaba muy ocupado explicándome en detalle que costaba mucho dinero impedir que se investigaran estas acusaciones; él lo sabía bien, porque era una de sus tareas en el extranjero.
»Pero miento, Félix. Me acosté con Bernstein para cumplir el ciclo de mi propia penitencia, para purgar en mi propio cuerpo de mujer la razón pervertida de nuestra venganza contra el nazismo: el sufrimiento nuestro, impuesto ahora a seres más débiles que nosotros. Buscamos un lugar donde ser amos y no esclavos. Pero sólo es amo de sí mismo quien no tiene esclavos. No supimos ser amos sin nuevos esclavos. Acabamos por ser verdugos a fin de no ser víctimas. Encontramos a nuestras propias víctimas para dejar de serlo. Me hundí con Bernstein en el tiempo sin fechas del sufrimiento. Lo que nos une a judíos y palestinos es el dolor, no la violencia. Cada uno mira al otro sin reconocer más que su propio sufrimiento en los ojos del enemigo. Para poder rechazar ese sufrimiento ajeno que es sin embargo gemelo del nuestro, sólo tenemos el recurso de la violencia. No miento, Félix. Me acosté con Bernstein para que tú lo odiaras tanto como yo. Jamil y yo somos aliados de la civilización que no muere; Bernstein es agente de los poderes pasajeros. Y porque se sabe pasajero, el poder siempre es cruel. Bernstein sabe que ésta es la venganza anticipada del poder contra la civilización. Él me obligó a añadir nuevos nombres a la geografía del terror. Di Dachau, Treblinka y Bergen-Belsen sólo si puedes decir Moscobiya, Ramallah y Sarafand. Puedes dudar de toda la historia de nuestro siglo, menos de la universalidad de su terror. Nadie escapa a este estigma, ni los franceses en Argelia, ni los norteamericanos en Vietnam, ni los mexicanos en Tlatelolco, ni los chilenos en Dawson, ni los soviéticos en su inmenso Gulag. Nadie. ¿Por qué íbamos a ser distintos los judíos? El pasaporte de la historia moderna sólo acepta un visado, el del terror. No importa. Regreso a mi verdadera tierra a luchar con Jamil contra la injusticia que un pueblo le impone a otro. Es la misma razón que me llevó a Israel hace doce años. Sólo así puedo ser fiel a la muerte de mis padres en Auschwitz.
»No quería partir sin despedirme de ti. Te pondré este disco en el correo del aeropuerto.»
El disco continuó girando. Al cabo, agotada, la aguja se retrajo abruptamente, rayándolo como un cuchillo sobre una cacerola. Félix rescató el mensaje de Sara Klein y lo guardó en la funda nueva donde los ojos de Satchmo eran dos moras alegres.
Lo detuvo largo rato entre las manos, delicadamente, parecido a una corona sin cabeza sobre la cual posarse. Luego se levantó y lo guardó en la maleta. No debía dejar rastro alguno; mientras menos pruebas quedaran en este caso, mejor. Se dirigió hacia el teléfono, marque cero para comunicaciones directas, uno si necesita el auxilio de la operadora, evocando las frases que iba a pronunciar. Se dijo una de ellas, se la aplicó a sí mismo, mi memoria tiene algunos derechos y recordó con un sobresalto doloroso que esa misma mañana Sara Klein fue incinerada. Quizá su obligación, profesional pero sobre todo personal, era estar allí. Sin embargo, la fatiga lo venció y se quedó dormido en el apartamento de la calle de Génova. Quiso olvidar, renunció a los derechos de su memoria, ya nadie podía pedirle cuentas sino a Félix Maldonado, se dijo mientras marcó un número en el teléfono.
Cuando oyó que la comunicación se había establecido y que yo esperaba en silencio en la línea, dijo:
—When shall we two meet again?
—When the battle's lost and won
—le contesté—.
news?
[7]
—Good news
—respondió Félix con la voz quebrada.
—Ha, ha!
—reí—.
Where?
[8]
—In Genoa
[9]
—murmuró Félix—.
I pray you, which is the way to Master Jew's?
[10]
—He hath a third in México, and other ventures he hath.
[11]
—Why doth the Jew pause?
[12]
—preguntó Félix mirando hacia la valija que guardaba el mensaje hablado de Sara Klein,
—Hurt with the same weapons, heded by the same means
[13]
—le respondí.
Félix hizo una pausa y le pregunté:
—What has been done with the dead body
[14]
—Compunded it with dust, whereto 'tis kin
[15]
—dijo violentamente Félix, se calmó y me preguntó con el tono neutro que convenimos—.
What news? I have some rights of memory.
[16]
—Go merrily to London
[17]
—le aconsejé—.
Within the hour they will be at your aid.
[18]
Félix pescó de reojo al gemelo de su imagen en las ventanas opacas cerradas sobre el bullicio de la calle de Génova.
—Lord, I am much changed.
[19]
—A sailor's wife had chestnuts in her lap.
[20]
To Aleppo gone, Master o'the Tiger
[21]
—dije y colgué.
Félix escuchó un momento el zumbido muerto de la bocina y también colgó. Sin Solución de continuidad, oyó un timbre y dudó entre el teléfono y la puerta. Descolgó de nuevo la bocina y el paso de abejorros lejanos se repitió: Volvió a colgar. El timbre de la puerta repiqueteó sordo e insistente. Fue a abrir y encontró, al mirar ligeramente hacia abajo, la corta estatura de Simón Ayub con un bulto envuelto en papel periódico bajo el brazo y una llave de hotel en la mano.
—Tranquilo, mano —dijo rápidamente Ayub—, vengo en son de paz. La prueba: tengo la llave de tu cuarto en la mano pero toqué el timbre.
—Luego se ve que tu patrón te está educando.
—Diles que sean más cuidadosos en la recepción. Cualquiera puede entrar así. Basta pedir la llave y te la dan.
—Es un hotel de amantes ilícitos y turistas pendejos, ¿no sabías?
—De todos modos, debían ser más estrictos. Así ni chiste tiene.
Intentó mirar por encima del hombro de Félix, husmeando el ambiente pero invadiéndolo con su acento de clavo,
—¿Puedo pasar?
Félix se apartó y Simón Ayub entró con esos andares de güerito conquistador que tanto le disgustaron desde que el siriolibanés lo fue a ver al despacho de la Secretaría de Fomento Industrial.
—De una vez te ahorro las preguntas inútiles —dijo Ayub columpiándose sobre los tacones cubanos que lo alturizaban, sin mirar a Félix. Tres contra uno que vendrías aquí y nueve contra diez que ocuparías este apartamento. ¿Correcto?
—Correcto —dijo Félix—. Pero no son ésas mis preguntas.
—¿Ah, sí? —dijo con displicencia Ayub, escudriñando con la mirada los cuatro costados del apartamento.
—¿Por qué no salió nada sobre el atentado en los periódicos?, ¿qué sucedió realmente?, ¿quién murió en mi nombre y con mi nombre?, ¿por qué fue necesario matar a otro?, ¿por qué no me capturaron y me mataron a mí?, ¿por qué tuve que escapar del hospital si eso es lo que ustedes querían?, ¿a quién sirven tú y tu patrón?
—Está bonito el lugar —sonrió Ayub, sin hacer caso de las preguntas de Félix—. ¡Las cosas que pasan en estos lugares!
—Seguro —dijo Félix acercándose con paso felino a Ayub—, ¿quién mató a Sara Klein?
—Aquí sólo vienen turistas o parejas de amantes —siguió sonriendo Ayub, permitiéndose los excesos a los que lo autorizaba ser chaparro, blanquito y bonito.
—¿A qué vienes tú?
—No es la primera vez que vengo —dijo Ayub con su airecillo de suficiencia y Félix lo agarró de la solapa.
Ayub le acarició la mano.
—¿Ya vamos sanando? ¿Te mando a Lichita a curarte, cuate?
—Recuerda que con una sola mano te di el descontón, enano —dijo Félix sin soltar la solapa del siriolibanés.
—No olvido nada —dijo Ayub con un rencor nublado y repentino en los ojos—, pero prefiero recordártelo en otra ocasión. Ahora no.
Retiró suavemente la mano de Félix y la sonrisa de auto-complacencia regresó a sus labios.
—Ya van dos solapas que me estropean, una el D. G. con su cigarro el otro día y ahora tú con tu manubrio. Así no me alcanza para los tacuches, de plano.
—¿Quién te viste? ¿ La Lockheed? —dijo Félix mirando el traje brillante, color avión, de Ayub.
—Ya estuvo suave, ¿no? —sonrió Ayub alisándose las solapas—. Mira nomás qué manera de recibir a un amigo. Sobre todo a un amigo que te trae un regalo.
Le ofreció a Félix el bulto envuelto en papel periódico. Félix lo recibió con desgano irremediable.
—Okey, ya estuvo bien de payasadas. ¿Qué quieres, Ayub? La soba que me prometiste va a estar difícil, a menos que traigas una patrulla de gorilas contigo. A las patadas te hago mierda.
—¿No abres mi regalo? —sonrió Ayub como si secretamente pensara que no había mejor regalo que su presencia—. Palabra que no es una bomba —rió en seguida, rió mucho.
—Dime qué es, entonces.
—Ábrelo con cuidado, cuate. Son las cenizas de Sara Klein. No se vayan a volar.
Félix no le volteó a Ayub la bofetada que estuvo a punto de darle porque de la mirada del hombrecito oloroso a clavo y vestido de DC4 había huido toda burla suficiente, toda agresión, toda complacencia. Su actitud de gallo la negaba, pero sus ojos brillaron con una ternura que apaciguaba uno como dolor, una como vergüenza.
—Tú te ocupaste del cadáver de Sara Klein —dijo Félix con el bulto entre las manos.
—Los de la Embajada se desentendieron de ella.
—Era ciudadana del estado de Israel.
—Dijeron que allá no tenía parientes y que había vivido más tiempo aquí que allá.
—Tú no eres su pariente.
—Bastó decir que era su amigo y me ocuparía de todo para que me la soltaran. Esa mujer era como una papa caliente en manos de los israelitas, eso luego se veía. Cogieron la oportunidad al vuelo.
—Bernstein era su amante. A él le correspondía.
—El doctor está, ¿cómo se dice?, incapacitado.
—¿Bernstein mató a Sara Klein?
—¿Tú qué crees?
Se miraron en un duelo inútil; cada uno luchaba con dos armas parejas, la incredulidad y la certeza que se anulaban entre sí.