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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (46 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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La niña se detuvo, los miró con tristeza y dijo pesarosa:

—¡Pero, ay, si no sabéis leer, pobres criaturas! —y hundió el rostro en la almohada y lloró, y su llanto era acompañado por los sollozos reprimidos de sus oyentes, que estaban arrodillados en el suelo.

—No importa —dijo, levantando la cara y sonriendo animosa a través de las lágrimas—. He rezado por vosotros y sé que Jesús os ayudará aunque no sepáis leer. Hacedlo todo lo mejor que sepáis; rezad todos los días; rogad a Él para que os ayude, haced que os lean la Biblia siempre que podáis, y creo que os veré a todos en el cielo.

—Amén —respondieron Tom y Mammy y algunos de los mayores, que pertenecían a la iglesia metodista. Los jóvenes, más inconscientes y totalmente embargados por la emoción, sollozaban con la cabeza inclinada.

—Yo sé —dijo Eva— que todos me queréis.

—¡Sí, ay, sí, claro que la queremos, que Dios la bendiga! —contestaron involuntariamente todos.

—Sí, ya lo sé. No hay ni uno entre vosotros que no se haya portado siempre bien conmigo, y quiero daros algo que os haga pensar en mí cuando lo miréis: os voy a dar un rizo de mi cabello. Cuando lo miréis, recordad que os quería y que me he ido al cielo y que quiero veros a todos allí.

Es imposible describir la escena que tuvo lugar mientras rodearon a la niña entre lágrimas y sollozos y cogieron de su mano lo que les parecía una última muestra de su amor. Se hincaron de rodillas; sollozaron, rezaron, besaron la orilla de su vestido; y los mayores pronunciaban palabras de cariño, entremezcladas con oraciones y bendiciones, según la costumbre de su raza sensible.

Al coger cada uno su regalo, la señorita Ophelia, inquieta por el efecto de tanta emoción sobre su pequeña paciente, indicaba a cada uno que saliera de la habitación.

Finalmente, todos se habían marchado menos Tom y Mammy.

—Toma, tío Tom —dijo Eva—, uno precioso para ti. Ay, estoy muy contenta, tío Tom, de pensar que te veré en el cielo, pues estoy segura de que así será; ¡y a Mammy, mi queridísima Mammy! —dijo, rodeando amorosamente a su antigua niñera con los brazos—; sé que tú también estarás allí.

—¡Ay, señorita Eva, no podré vivir sin usted! —dijo la fiel criatura—. ¡Es como si se fuera todo de aquí a la vez! —y Mammy se abandonó a un arrebato de pena.

La señorita Ophelia empujó a Mammy y a Tom con suavidad hacia la salida, creyendo que se habían marchado ya todos; pero, al volverse, Topsy aún se encontraba allí.

—¿De dónde has salido tú? —preguntó bruscamente.

—Ya estaba aquí —dijo Topsy, apartando las lágrimas de sus ojos—. Ay, señorita Eva, he sido una mala chica, pero ¿no me dará uno a mí también?

—Sí, pobre Topsy, por supuesto que sí. Toma… cada vez que mires eso, recuerda que te quiero y que quería que fueras una buena chica.

—¡Ay, señorita Eva, ya lo intento! —dijo Topsy muy seria—, pero ¡Señor, es tan difícil ser buena! ¡Desde luego yo no estoy acostumbrada a serlo!

—Jesús lo sabe, Topsy; Él se apiada de ti y te ayudará.

Topsy, con los ojos ocultos por el delantal, fue conducida en silencio fuera de la habitación; al salir, guardó el apreciado rizo en su seno.

Después de marcharse todos, cerró la puerta la señorita Ophelia. Esta estimable señora también se había enjugado muchas lágrimas durante la escena; pero su preocupación por las consecuencias de tanta emoción en su joven protegida era su sentimiento predominante.

St. Clare había estado sentado todo el rato en la misma postura, con la mano ocultando los ojos. Después de marcharse todos, se quedó igual.

—¡Papá! —dijo Eva, colocando su mano suavemente sobre la de él.

Él se sobresaltó y se estremeció; pero no respondió. —¡Querido papá! —dijo Eva.

—¡
No puedo
! —dijo St. Clare levantándose—. ¡
No puedo soportarlo
! ¡El Todopoderoso me ha tratado con mucha crueldad! —y St. Clare pronunció estas palabras con cruel énfasis.

—Augustine, ¿Dios no tiene derecho a hacer lo que quiera con los suyos? —preguntó la señorita Ophelia.

—Quizás, pero no por eso es más fácil de soportar —dijo él con un acento seco, duro e implacable.

—¡Papá, me rompes el corazón! —dijo Eva, incorporándose para lanzarse a sus brazos—; ¡no debes sentirte así! —y la niña lloró y sollozó con una violencia que alarmó a todos, consiguiendo cambiar el rumbo de los pensamientos de su padre.

—¡Vamos, Eva, querida, calla, calla! Me he equivocado; he sido malo. Sentiré lo que tú quieras, haré lo que tú quieras, pero no te angusties así, no llores así. Me resignaré; he hecho mal hablando como lo he hecho.

Pronto Eva se quedó como una paloma fatigada en brazos de su padre y él se inclinaba hacia ella y la tranquilizaba con todas las palabras afectuosas que se le ocurrían.

Marie se levantó y se precipitó fuera de la habitación en dirección a la suya propia, donde se abandonó a un violento ataque de histeria.

—No me has dado un rizo, Eva —dijo su padre con una sonrisa triste.

—Son todos tuyos, papá —dijo ella sonriente—, tuyos y de mamá; y debes dar a la tía todos los que quiera. Sólo se los he dado a nuestros pobres criados yo misma porque puede que nadie se acuerde de hacerlo cuando me haya ido y porque espero que les ayude a recordar… Tú eres cristiano, ¿verdad, papá? —preguntó Eva titubeante.

—¿Por qué me lo preguntas?

—No lo sé. Eres tan bueno que no creo que tengas más remedio que serlo.

—¿Qué significa ser cristiano, Eva?

—Querer a Cristo sobre todas las cosas —dijo Eva.

—¿Y tú lo haces, Eva?

—Desde luego que sí.

—Nunca lo has visto —dijo St. Clare.

—Eso no importa —dijo Eva—. Creo en Él y dentro de unos días lo veré y su joven rostro se iluminó con ferviente euforia.

St. Clare no dijo nada más. Era un sentimiento que ya había visto en su madre; pero no hacía vibrar ninguna cuerda dentro de él.

Después de esto, Eva empeoró muy deprisa; yo no había duda sobre el desenlace; la esperanza más sublime no podía negarlo. Su hermoso cuarto se convirtió en una enfermería manifiesta y la señorita Ophelia cumplía las obligaciones de una enfermera día y noche; sus amigos nunca habían apreciado tanto su valía como en esta faceta. Con una mano y un ojo tan bien entrenados, con tan perfecta eficiencia y práctica en todos los artes que pudieran aumentar el orden y el confort y mantener oculto todo signo desagradable de la enfermedad, con un sentido perfecto de la oportunidad, una cabeza tan despejada y clara, una exactitud total para recordar cada receta e indicación del médico, ella lo era todo. Los que se encogían de hombros por sus pequeñas idiosincrasias y manías, tan diferentes de la laxitud despreocupada de los sureños, reconocieron ahora que era la persona idónea para ese momento.

El tío Tom pasaba mucho tiempo en el cuarto de Eva. La niña padecía una inquietud nerviosa y le aliviaba mucho que la llevaran en brazos; para Tom, su mayor placer era llevar su frágil cuerpecillo sobre una almohada en sus brazos, a veces paseando por su habitación y a veces por el porche; y cuando soplaban las frescas brisas del lago y ella se sentía con más fuerzas por la mañana, a veces paseaba con ella entre los naranjos de la huerta o se sentaba con ella en alguno de sus antiguos bancos para cantarle sus viejos himnos preferidos.

Muchas veces su padre hacía lo mismo; pero era de constitución más delicada y, cuando se cansaba, Eva solía decirle: —¡Oh, papá, deja que me lleve Tom! ¡El pobre! A él le gusta y sabes que es lo único que puede hacer ahora y quiere hacer algo.

—¡Yo también, Eva! —dijo su padre.

—Pero papá, tú lo puedes hacer todo y lo eres todo para mí. Me lees, te quedas levantado conmigo por las noches; y Tom sólo tiene esto y sus cantos; y también sé que es más fácil para él que para ti. ¡Me lleva con tanta fuerza!

Tom no era el único que sentía el deseo de hacer algo. Cada sirviente de la casa compartía el mismo sentimiento y, a su manera, hacía lo que podía.

El corazón de la pobre Mammy suspiraba por estar con su adorada niña, pero no encontraba ocasión para ello, noche o día, porque Marie declaró que su estado mental era tal que le era imposible descansar y, por supuesto, iba contra sus principios dejar descansar a los demás. Despertaba a Mammy veinte veces durante la noche para que le frotara los pies, refrescara la cabeza, buscara su pañuelo, fuera a ver qué era el ruido del cuarto de Eva, a bajar una cortina porque había demasiada luz o a levantarla porque había poca; y, durante el día, cuando hubiera querido ayudar a cuidar a su favorita, Marie demostraba un ingenio fuera de lo común para mantenerla ocupada en otros lugares de la casa o cerca de ella misma, por lo que lo único que conseguía eran entrevistas clandestinas y visitas fugaces.

—Considero que es mi deber cuidar especialmente de mí misma en estos momentos —decía Marie—, pues estoy muy débil y recaen sobre mí todos los cuidados de la querida niña.

—Vaya, querida —decía St. Clare—, creía que nuestra prima te relevaba de ese deber.

—Hablas como un hombre, St. Clare, como si fuera posible relevarle a una madre de cuidar de un hijo en semejante estado; pero siempre es igual, ¡nadie sabe nunca lo que padezco! ¡Yo no puedo olvidarme de las cosas, como tú!

St. Clare sonrió. Tenéis que perdonarle, porque no pudo evitarlo; St. Clare aún tenía la capacidad de sonreír. El viaje de despedida de la pequeña era tan luminoso y apacible, unas brisas tan dulces y fragantes impulsaban la barca a la orilla celestial, que era imposible darse cuenta de que se aproximaba la muerte. La niña no sufría dolores, sólo una debilidad tranquila y suave, que aumentaba diariamente casi sin que se dieran cuenta; y ella estaba tan bella, tan cariñosa, tan confiada y tan feliz que nadie podía resistirse a la influencia apaciguadora del aire de inocencia y paz que parecía envolverla. St. Clare notó cómo lo envolvía un extraño sosiego. No era esperanza: eso era imposible; no era resignación; sólo era un tranquilo descanso en el presente, que le parecía tan bello que no quería pensar en el futuro. Era como el silencio espiritual que experimentamos en los luminosos y benignos bosques en el otoño, cuando los árboles se tiñen de un rubor brillante y febril y se ven las últimas flores rezagadas junto al arroyo; y lo disfrutamos todo mucho más sabiendo que pronto desaparecerá.

El amigo que más sabía de los pensamientos y presagios de Eva era su fiel portador, Tom. A él le decía cosas que no quería que preocuparan a su padre. Con él compartía las intimaciones misteriosas que experimenta el alma cuando las cuerdas empiezan a aflojarse antes de abandonar la tierra para siempre.

Al final, Tom no dormía en su propio cuarto sino que pasaba toda la noche en el porche exterior, preparado para levantarse en cuanto lo llamaran.

—Tío Tom, ¿por qué demonios te ha dado por dormir en cualquier lado como un perro? —preguntaba la señorita Ophelia—. Yo creía que eras una persona disciplinada, y que te gustaba dormir en la cama como un buen cristiano.

—Sí me gusta, señorita Feely —decía Tom con tono misterioso—, sí me gusta, pero ahora…

—Ahora, ¿qué?

—No debemos hablar fuerte para que no nos oiga el señorito St. Clare; pero, señorita Feely, usted sabe que alguien tiene que esperar la llegada del novio.

—¿Qué quieres decir, Tom?

—Sabe usted lo que pone en las Sagradas Escrituras: «A medianoche hubo un gran alboroto. Mirad, se acerca el novio». Eso es lo que yo espero ahora, noche tras noche, señorita Feely; y no puedo dormir donde no lo pueda oírlo.

—¿Qué te hace creerlo, tío Tom?

—Es por lo que me cuenta la señorita Eva. El Señor envía su mensajero al alma. Debo estar allí, señorita Feely, porque cuando esa niña bendita entre al reino, abrirán tanto la puerta que podremos asomarnos a ver la gloria, señorita Feely.

—Tío Tom, ¿ha dicho la señorita Eva que se sentía peor que de costumbre esta noche?

—No, pero me dijo esta mañana que se acercaba; ellos se lo dicen a la niña, señorita Feely. Son los ángeles; «es el sonido de la trompeta antes del alba» —dijo Tom, citando uno de sus himnos preferidos.

Este diálogo tuvo lugar entre la señorita Ophelia y Tom una noche entre las diez y las once, cuando, después de disponer todas las cosas para la noche, ella iba a echar el cerrojo de la puerta y se encontró con Tom, que yacía junto a la puerta en el porche exterior.

No era nerviosa ni impresionable, pero los modales solemnes y sinceros de Tom le llamaron la atención. Eva había estado más contenta y alegre de lo normal aquella tarde cuando, incorporada en su cama, repasaba todas sus queridas baratijas y tesoros y designaba a qué amigos quería que se entregasen; estaba más animada y su voz más natural de lo que habían presenciado durante semanas. Después de visitarla por la noche, su padre dijo que parecía más la de antes que desde el inicio de su enfermedad; y cuando le dio el beso de buenas noches, le dijo a la señorita Ophelia:

—Prima, puede que se quede con nosotros después de todo; está mucho mejor.

Y se retiró a dormir con el corazón más ligero que en muchas semanas.

Pero a medianoche, hora extraña y mística, cuando se aclara el velo entre el frágil presente y el eterno futuro, ¡llegó el mensajero!

Se oyó en el dormitorio primero el sonido de las pisadas de alguien caminando deprisa. Era la señorita Ophelia, que había decidido velar a su pequeña paciente toda la noche y, al filo de la medianoche, observó lo que las enfermeras experimentadas suelen llamar intencionadamente «un cambio». La puerta exterior se abrió enseguida y en un momento estaba alerta Tom, que vigilaba fuera.

—¡Ve a por el médico, Tom, sin perder un momento! —dijo la señorita Ophelia, y cruzó la habitación para llamar a la puerta de St. Clare.

—Primo —dijo—, quiero que vengas.

Estas palabras cayeron sobre su corazón como paladas de tierra sobre un ataúd. ¿Por qué? En un instante se levantó, acudió al dormitorio y se inclinó sobre Eva, que aún dormía.

¿Qué fue lo que vio que le paralizó el corazón? ¿Por qué no medió palabra entre ellos? Tú lo sabrás, que has visto la misma expresión en una cara querida, esa mirada indescriptible, desesperanzada e inconfundible que te dice que tu ser querido ya no es tuyo.

Sin embargo, en el semblante de la niña no había ninguna marca espantosa; sólo una expresión noble y casi sublime, la presencia dominante de naturalezas espirituales, los albores de la vida inmortal en el alma infantil.

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