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Authors: Harriet Beecher Stowe

Tags: #Clásico, Drama, Infantil y Juvenil

La cabaña del tío Tom (45 page)

BOOK: La cabaña del tío Tom
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—¡Ay, Topsy, pobrecita, yo te quiero! —dijo Eva con un súbito estallido de emoción, poniendo su delgada manita en el hombro de Topsy—; yo te quiero porque no has tenido padre, madre ni amigos, ¡porque has sido una niña pobre y maltratada! Yo te quiero y quiero que seas buena. Estoy muy enferma, Topsy, y no creo que vaya a vivir mucho tiempo; y me apena muchísimo que seas tan traviesa. Quisiera que intentaras ser buena por mí; me quedaré poco tiempo contigo.

Los agudos ojos negros de la niña negra se llenaron de lágrimas; grandes gotas brillantes fueron cayendo, una tras otra, para ir a parar sobre la pequeña mano blanca. ¡Sí, en ese momento, un rayo de verdadera fe, un rayo de amor divino había penetrado la oscuridad de su alma pagana! Bajó la cabeza entre las rodillas y lloró y sollozó, mientras la hermosa niña, agachada sobre ella, parecía el cuadro de un ángel reluciente que se inclinaba para salvar a un pecador.

—¡Pobre Topsy! —dijo Eva—. ¿No sabes que Jesús nos ama a todos por igual? Tiene tantas ganas de quererte a ti como a mí. Te quiere igual que yo, sólo que más, porque Él es mejor que yo. Él te ayudará a ser buena, y podrás ir al cielo al final, y ser un ángel para siempre, exactamente igual que si fueras blanca. ¡Piensa en ello, Topsy: puedes ser uno de aquellos espíritus brillantes que salen en los cantos del tío Tom!

—¡Oh, querida señorita Eva, querida señorita Eva! —dijo la niña—, lo intentaré, lo intentaré; nunca me ha importado nada antes.

En este momento, St. Clare dejó caer la cortina.

—Me hace pensar en mi madre —dijo a la señorita Ophelia—. Lo que me decía ella es verdad: si queremos hacer que vean los ciegos, debemos estar dispuestos a hacer lo que hizo Jesucristo: llamarlos a nuestro lado y ponerla mano sobre ellos.

—Siempre he tenido prejuicios contra los negros —dijo la señorita Ophelia— y es un hecho que nunca he podido soportar que la niña me tocara; pero no creía que ella lo hubiese notado.

—Puedes estar segura de que cualquier niño lo sabe —dijo St. Clare—; no se les puede ocultar eso. Pero yo creo que todos los esfuerzos del mundo por beneficiar a un niño y todos los bienes materiales que puedas darle nunca suscitarán un sentimiento de gratitud mientras persista esa sensación de repugnancia en el corazón; es una cosa curiosa, pero es así.

—No sé cómo voy a remediarlo —dijo la señorita Ophelia—; me resultan desagradables, sobre todo esta niña; ¿cómo puedo evitar sentirme así?

—Parece que Eva lo hace.

—¡Pero ella es tan cariñosa! Aunque, después de todo, sólo se parece a Jesucristo —dijo la señorita Ophelia—. Quisiera parecerme a ella. Puede enseñarme una lección.

—Si fuera así, no sería la primera vez que un niño enseñara a un discípulo mayor —dijo St. Clare.

Capítulo XXVI

La muerte

No llores por aquellos que el velo del sepulcro ha tapado a nuestros ojos en la mañana de la vida
[43]
.

El dormitorio de Eva era una habitación espaciosa que, como todas las demás habitaciones de la casa, daba al amplio porche. La habitación se comunicaba, por un lado, con la de sus padres y, por el otro, con la ocupada por la señorita Ophelia. St. Clare había seguido sus propios gustos a la hora de amueblar este cuarto en un estilo que guardaba una peculiar armonía con la personalidad de su destinataria. En las ventanas colgaban cortinas de muselina blanca y rosa, el suelo estaba cubierto por una moqueta que había mandado hacer en París, según un dibujo diseñado por él mismo con una cenefa de capullos y hojas de rosa en las orillas y rosas abiertas en el centro. La cama, las sillas y los sofás eran de bambú, trabajado en unas formas bellas y fantásticas. Sobre la cabecera de la cama había una peana de alabastro donde se alzaba la escultura de un hermoso ángel con las alas recogidas, que sostenía una corona de laurel. Aquí se sujetaban unas ligeras cortinas de gasa rosada a rayas, que servían de protección contra los mosquitos, un accesorio indispensable en todos los dormitorios en ese clima. Los elegantes sofás de bambú estaban repletos de almohadones de damasco de color rosa y por encima de ellos, prendidas de las manos de figuras esculpidas, colgaban cortinas de gasa parecidas a las de la cama. Había una mesa ligera de formas caprichosas en el centro de la habitación, sobre la que se erguía un jarrón de mármol de París que estaba tallado en forma de azucena blanca rodeada de capullos, que se mantenía siempre lleno de flores. Sobre esta mesa yacían los libros y los pequeños tesoros de Eva, junto con una magnífica escribanía de alabastro, que le había comprado su padre una vez que la vio empeñada en mejorar su caligrafía. Había una chimenea en el dormitorio y sobre su repisa se alzaba una preciosa figura de Jesús rodeado de niños, con dos jarrones de mármol a cada lado, que Tom se enorgullecía y deleitaba en llenar de flores cada mañana. Las paredes estaban adornadas con dos o tres exquisitos cuadros de niños en diferentes actitudes. En resumen, no se podían posar los ojos en ningún sitio sin encontrarse con imágenes de infancia, de belleza y de paz. Los pequeños ojos de su dueña nunca se abrían a la luz de la mañana sin tropezar con algo que le llenaba el corazón de pensamientos hermosos y sosegadores.

Las fuerzas engañosas que habían animado a Eva durante algunos breves días se escapaban rápidamente; se oían cada vez menos sus ligeras pisadas en el porche y se la encontraba cada vez más a menudo reclinada en un pequeño canapé junto a la ventana abierta, con los grandes ojos profundos fijos en las olas de las aguas del lago.

Era a mediados de la tarde y se encontraba reclinada en este lugar, su Biblia medio abierta y sus dedos transparentes inertes entre las páginas, cuando de pronto oyó la voz de su madre hablando con tono agudo en el porche.

—¿Qué haces ahora, desvergonzada? ¿Qué nueva travesura? Conque cogiendo flores, ¿eh? —y Eva oyó el sonido de un fuerte bofetón.

—¡Caramba, ama! Son para la señorita Eva —oyó decir a una voz que reconoció como la de Topsy.

—¡Para la señorita Eva! ¡Bonita excusa! ¿Crees que ella quiere tus flores, negra inútil? ¡Lárgate de aquí!

Eva se levantó inmediatamente del canapé y salió al porche.

—¡No, mamá! Quiero las flores; dámelas, por favor. ¡Las quiero!

—Pero, Eva, tu cuarto ya está lleno.

—No puedo tener demasiadas —dijo Eva—. Topsy, tráelas aquí, ¿quieres?

Topsy, que estaba de pie de mal humor con la cabeza gacha, se acercó a ella y le ofreció las flores. Hizo esto con un aire de vacilación y timidez, muy diferente del descaro y la audacia que antes le fueran habituales.

—¡Es un ramo precioso! —dijo Eva al verlo.

Era un ramo bastante singular: un geranio de brillante color escarlata y una sola camelia blanca, con sus hojas satinadas. Estaba preparado con claro gusto en cuanto al contraste de colores, y la posición de cada hoja había sido cuidadosamente estudiada.

Topsy parecía contenta cuando Eva dijo:

—Topsy, arreglas muy bien las flores. Toma —dijo— este jarrón que no tiene flores. Me gustaría que me preparases un ramo para él todos los días.

—¡Qué raro! —dijo Marie—. ¡Ya me dirás para qué quieres algo así!

—No importa, mamá; a ti te da igual que lo haga Topsy, ¿verdad?

—Por supuesto, lo que tú quieras, querida. Topsy, ya has oído a tu joven ama; a ver si le haces caso.

Topsy hizo una pequeña reverencia y bajó la mirada; y al darse la vuelta, Eva vio deslizarse una lágrima por su negra mejilla.

—Verás, mamá, yo sabía que Topsy quería hacer algo por mí —dijo Eva a su madre.

—¡Tonterías! Sólo es porque le gusta hacer travesuras. Sabe que no debe coger flores, y por eso lo hace; no hay más. Pero si a ti te gusta que las coja, así sea.

—Mamá, creo que Topsy es diferente de cómo solía ser, intenta ser buena chica.

—Tendrá que intentarlo durante mucho tiempo si quiere ser buena
ella
—dijo Marie con una risa displicente.

—Bueno, pero ya sabes, mamá, la pobre Topsy siempre lo ha tenido todo en contra.

—No desde que está aquí, desde luego. Se le ha hablado y predicado y se ha hecho todo lo que se podía hacer por ella; y está igual de desagradable, y siempre lo estará. ¡Nunca conseguirás hacer nada bueno de esa criatura!

—Pero, mamá, es tan diferente que te eduquen como a mí, con tantos amigos y tantas cosas para que seas buena y feliz; y ¡ser educada como ella lo ha sido toda su vida hasta que llegó aquí!

—Es muy probable —dijo Marie con un bostezo—. ¡Vaya, vaya, qué calor hace!

—Mamá, ¿verdad que tú crees que Topsy podría convertirse en ángel, igual que cualquiera de nosotros, si fuera cristiana?

—¡Topsy! ¡Qué idea más ridícula! No se le podía ocurrir a nadie más que a ti. Pero supongo que es verdad.

—Pero, mamá, ¿no es Dios padre de ella tanto como nuestro? ¿No es Jesús su salvador?

—Puede ser. Supongo que Dios creó a todo el mundo —dijo Marie—. ¿Dónde están mis sales?

—¡Ay, qué lástima, qué lástima! —dijo Eva, mirando el lejano lago y hablando a medias para sí.

—¿Qué es una lástima? —preguntó Marie.

—Pues que alguien, cualquiera, que podría convertirse en ángel reluciente y vivir entre los ángeles, ¡pueda caer y caer sin que nadie le ayude! ¡Vaya por Dios!

—Bien, nosotros no podemos remediarlo; no vale la pena preocuparse, Eva. No sé qué se puede hacer; deberíamos estar agradecidas por las ventajas que tenemos.

—Yo no puedo —dijo Eva—. Me da tanta pena pensar en los pobres que no tienen ninguna.

—Eso es muy raro —dijo Marie—. A mí la religión me hace estar agradecida por mis ventajas.

—Mamá —dijo Eva—, quiero cortarme un poco de pelo, bastante.

—¿Para qué?

—Mamá, quiero dar un poco a mis amigos mientras aún pueda dárselo personalmente. ¿Quieres llamar a la tía para que venga a cortármelo?

Marie elevó la voz y llamó a la señorita Ophelia, que estaba en la habitación de al lado.

La niña se apartó a medias de las almohadas cuando entró y, sacudiendo sus largos rizos dorados, dijo juguetona:

—¡Vamos, tía, esquila la oveja!

—¿Qué pasa? —preguntó St. Clare, que entraba en ese momento con alguna fruta que había ido a cogerle.

—Papá, sólo quiero que la tía me corte un poco el pelo; tengo demasiado y me da calor en la cabeza. Además, quiero regalarlo.

La señorita Ophelia se acercó con las tijeras.

—Ten cuidado que no le estropees el aspecto —dijo su padre—; corta por abajo, de donde no se note. Los rizos de Eva son mi orgullo.

—¡Ay, papá! —dijo Eva con tristeza.

—Sí, y quiero que se mantengan espléndidos hasta que te lleve a la plantación de tu tío para ver al primo Henrique —dijo St. Clare con tono alegre.

—Nunca iré allí, papá; voy a un país mejor. ¡Tienes que creerme! ¿No ves, papá, que cada día estoy más débil?

—¿Por qué te empeñas en que crea una cosa tan cruel, Eva? —preguntó su padre.

—Sólo porque es verdad, papá; si te lo crees ahora, puede que llegues a sentir sobre ello lo mismo que yo.

St. Clare apretó los labios y se quedó contemplando tristemente los largos y hermosos rizos que, según se iban cortando, eran depositados uno tras otro en su regazo. Ella los cogía, los miraba muy seria y los enroscaba en sus delgados dedos, mirando ansiosamente a su padre de cuando en cuando.

—¡Es exactamente lo que presentía! —dijo Marie— es exactamente lo que me está minando la salud, día a día, y llevándome a la tumba, aunque nadie hace caso. Hace mucho que me he dado cuenta. St. Clare, verás dentro de poco que tengo razón.

—¡Lo que te proporciona un gran consuelo, sin duda! —dijo St. Clare con un tono seco y amargo.

Marie se recostó en el canapé y se cubrió la cara con un pañuelo de batista.

Los claros ojos de Eva pasaron intensamente de uno al otro. Era la mirada serena y comprensiva de un alma liberada a medias de sus ligaduras terrenales; era evidente que veía, sentía y apreciaba la diferencia que había entre ambos.

Hizo un gesto para llamar a su padre. Éste se acercó y se sentó junto a ella.

—Papá, mis fuerzas flaquean día a día y sé que me tengo que marchar. Hay algunas cosas que quiero decir y hacer… que debo hacer; y tú te opones a que diga una palabra sobre el tema. Pero ha de suceder y no se puede aplazar. Por favor, ¡deja que hable ahora!

—¡Hija mía, claro que te dejo! —dijo St. Clare, cubriéndose los ojos con una mano y cogiendo la mano de Eva con la otra.

—Pues, entonces, quiero ver a toda nuestra gente reunida. Hay algunas cosas que debo decirles.

—Bien —dijo St. Clare, con un tono de seco sufrimiento. La señorita Ophelia mandó a un mensajero y poco después se hallaban reunidos todos los criados en la habitación. Eva se recostó sobre las almohadas; el cabello le caía alrededor de la cara y las mejillas sonrosadas contrastaban dolorosamente con la blancura intensa de su cutis y las finas líneas de su cuerpo y sus facciones; fijó los grandes ojos espirituales con intensidad en cada uno de ellos.

A los sirvientes les embargó de pronto la emoción. El rostro espiritual, los largos mechones de cabello que yacían junto a ella sobre la cama, la cara oculta de su padre y los sollozos de Marie tocaron inmediatamente una fibra de la raza sensible e impresionable; y, al entrar, se miraban entre ellos y meneaban la cabeza. Había un profundo silencio, como en un funeral.

Eva se incorporó y miró larga e intensamente a cada uno. Todos estaban tristes y compungidos. Muchas de las mujeres tenían la cara hundida en el delantal.

—Os he hecho llamar, queridos amigos —dijo Eva— porque os quiero. Os quiero a todos, y tengo algo que deciros, que quiero que recordéis siempre… Voy a dejaros. Dentro de unas semanas, ya no me veréis…

Aquí un estallido de gemidos, sollozos y lamentos procedentes de todos los presentes interrumpió a la niña, ahogando completamente su débil voz. Esperó un momento y luego, hablando con un tono que frenó el llanto de todos, dijo:

—Si me queréis, no debéis interrumpirme así. Escuchad lo que digo. Quiero hablaros de vuestras almas… Me temo que muchos de vosotros sois muy descuidados. Sólo pensáis en este mundo. Quiero que recordéis que existe un mundo bello donde está Jesús. Voy allí y vosotros podéis ir allí también. Es tanto para vosotros como para mí. Pero si queréis ir allí, no debéis vivir una vida ociosa, despreocupada y vacía. Debéis ser cristianos. Debéis recordar que cada uno de vosotros puede convertirse en ángel y podéis ser ángeles para siempre… Si queréis ser cristianos, Jesús os ayudará. Debéis rezarle a Él, debéis leer…

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