La biblioteca del cartógrafo (3 page)

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Authors: Jon Fasman

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: La biblioteca del cartógrafo
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—Vamos, Al, tengo hambre —instó Bert, agitando el voluminoso llavero mientras se dirigía a la puerta—. Vamos a comernos unos huevos en Vinchy's y a comentar este asunto. Invito yo. —Me apoyó la mano en la parte inferior de la espalda y me empujó con suavidad pero firmeza hacia afuera—. Si nos enteramos de algo, se lo haremos saber, ¿verdad, Al? Entretanto, salga usted primero, que nosotros cerramos.

EL ALAMBIQUE

¿Acaso nuestro universo no es poco más que un alambique en el estante del Creador? Al practicar esta nuestra ciencia de la transformación en nuestros modestos navíos, ¿no hacemos la obra de Dios en miniatura? Expresarlo en voz alta equivaldría sin duda a permitir que se nos confundiera con blasfemos, cuando en realidad somos los seguidores más adeptos y consagrados de Dios, y esta nuestra misión más sagrada, y nuestros experimentos tan solo las plegarias más divinas, por más que no las sancione más iglesia que la nuestra.

SANOPLUS DE ALEJANDRÍA,

De las prácticas naturales

A principios de primavera de 1154, cuando el hielo ya no bordeaba la salvia silvestre y los jardineros de palacio pudieron al fin retirar los paños que protegían los limoneros, naranjos y olivos reales, el rey Rogelio II de Sicilia convocó a su geógrafo a la corte en Palermo. El geógrafo era el prestigioso cartógrafo, herbalista, médico, compositor, tañedor de ud, ilustrador y filósofo
Yusuf Hadras ibn Azam Abd Salih Yafar Jalid Idris
, conocido en la historia como
Al-Idrisi
, bibliotecario itinerante de Bagdad. Sus orígenes y los primeros años de su vida constituyen un misterio. Algunos cronistas aseveran que nació en el seno de una acaudalada familia de mercaderes tunecinos, otros que pasó su adolescencia como mendigo en Aleppo, marcado por una voz aguda y una clarividencia imprecisa y dudosa, mientras que algunos afirmaban, aunque de un modo menos creíble, que era hijo de
Salomón ben Avram
, rabino invidente de Merv.

Al-Idrisi
se granjeó fama como escriba, más tarde como ilustrador, y luego como visir de
Harun Ali Harun
en la ciudad de Yazd, cuyas calles laberínticas permiten que circule aire fresco aun en las horas más tórridas del mediodía desértico. Desde Yazd viajó a Bagdad a instancias del califa, y allí creó las treinta y seis bibliotecas de Bagdad, cuya fama se propagó por todo el mundo civilizado hasta alcanzar incluso el territorio cristiano. A ella acudían manuscritos en ristre eruditos, imames, músicos, científicos, hombres de Dios y hombres de ciencia divina procedentes de Córdoba, Bujara o Mikkouni; se les permitía copiar un documento de las bibliotecas a cambio del que llevaban consigo. De este modo,
Al-Idrisi
creó bibliotecas cuyos tesoros superaban incluso los de Alejandría antes de que la tragedia, de la cual huelga hablar aquí, azotara aquella desafortunada ciudad.

Un consejero carente de escrúpulos del califa de Bagdad, celoso de la fama de
Al-Idrisi
y del respeto que su señor profesaba a «un escriba bastardo», hizo circular perniciosos rumores sobre la fe religiosa y las inclinaciones personales del bibliotecario, sobre todo porque hacían referencia al sobrino predilecto del califa.
Al-Idrisi
huyó y recaló en la licenciosa ciudad de Beirut, atestada de espías y peligros. De allí navegó hacia el oeste hasta alcanzar Sicilia, cuyo culto rey había oído hablar del tratado de
Al-Idrisi
sobre los beneficios epidérmicos y entéricos que reportaba mascar, pero nunca tragar, ciertas flores de cardo silvestre.

Al-Idrisi
encontró allí empleo como geógrafo y herborizador real. Cultivaba un jardín extenso y variado, así como diversos huertos, por cuyas arboledas el rey y la reina paseaban con frecuencia cuando el sol siciliano se tornaba demasiado abrasador. El rey Rogelio solicitaba a menudo la presencia de
Al-Idrisi
para encomendarle proyectos cartográficos de magnitud y ambición crecientes. Su primer mapa describía cada hilo, puntada y adorno de la indumentaria real de la reina, mientras que el segundo plasmaba la ubicación de cada planta, hierba, fruta, raíz, árbol y arboleda de su jardín.

Realizó una serie de mapas hipotéticos para disfrute del rey, tales como la Sala del León, de Punanga, un museo subacuático del ajedrez en Atlántida, los jardines de piedra secretos de una secta iniciática gnóstica de jázaros en los montes Jamantor… Todos ellos permanecieron a disposición del público hasta que una bibliotecaria miope y bastante torpe, ansiosa por terminar sus tareas de la tarde para consagrarse por entero a una tórrida aventura con uno de los supervisores en prácticas, se equivocó al archivar la colección en la biblioteca Bodleian en 1972; desde entonces no se han vuelto a tener noticias de ellos.

Al-Idrisi
dibujaba de memoria mapas callejeros de Yazd, Isfahan, Ahvaz, Damasco, Beirut y Jerusalén. Su mapa de Palermo aún está colgado en el despacho del alcalde, y el rey Rogelio regaló los mapas que
Al-Idrisi
había ejecutado de Malta y Menorca a Teobaldo el Pío y Carlos el Pulcro, respectivamente.

Aquella mañana de marzo de 1154, el rey mandó llamar a
Al-Idrisi
para comunicarle su respuesta afirmativa a la solicitud del geógrafo.
Al-Idrisi
obtendría permiso, dinero, un navío y una tribulación para emprender el gran proyecto cartográfico de su vida y sin duda el más importante de la historia de Sicilia. Se trataba de trazar un mapa de todo el mundo conocido. Por supuesto, empezaría por Europa, en concreto por el norte. Ya se habían enviado cartas al rey Sven III de Dinamarca para solicitar favor y un salvoconducto. No sin cierta tristeza, Rogelio le concedió la libertad para partir.
Al-Idrisi
puso en manos de su señor el cuidado de sus jardines, sus huertos y su hogar, solicitando tan solo que siempre mantuviera unido el contenido de la biblioteca, tanto las curiosidades como los libros. Acto seguido regaló a la reina todas sus joyas, «valiosos presentes reunidos a lo largo de toda una vida de viajes, que esperaba entregar a mis esposas e hijas. Sin embargo, ahora sé que jamás tendré esposas ni hijas, y si accedéis a aceptarlas como recuerdo mío, tal vez queráis hacerme el honor de transmitirlas a vuestras hijas para así, junto con el consuelo y la presencia de Dios, mitigar el dolor y los lamentos de un anciano solitario».

A finales de aquel verano,
Al-Idrisi
visitó al rey danés Sven, quien sentía gran curiosidad por conocer a un extranjero del sur, siempre bronceado por el sol del desierto. La estancia del cartógrafo en su corte fue breve. Según escribió a Rogelio, «al viajar hacia el norte, pasamos de forma natural de la civilización a la barbarie. De hecho, cabe preguntarse si la civilización es posible siquiera en los climas septentrionales. Si los hombres deben concentrar sus energías en defenderse del frío en invierno, de los mosquitos infernales y las enfermedades en verano, y de los asaltantes infieles durante todo el año, ¿cómo pueden aspirar a cultivar las artes del alma y el intelecto, es decir la música, el conocimiento, la conversación, la cocina, que por la gracia de Dios prevalecen en vuestra noble corte, que añoro con todo mi corazón?».

Escribió que abandonaría la corte danesa en cuanto pudiera, «pues si se me permite hablar con franqueza (y ruego a Dios que este mensaje no caiga en otras manos que las vuestras), los hombres se dedican tan solo a la bebida, las peleas, las exhibiciones de fuerza bruta y una suerte de sonidos inarticulados que denominan erróneamente canto. La providencia divina ha querido que estos días visite la corte un joven obispo llamado Meinhard. Navegará hacia el este cuando los días empiecen a acortarse y llegue el frío, y en honor a vuestro nombre y a la justa fama de vuestra muy real corte, ha accedido a permitirme viajar con él hasta Lubeck y desde allí a las regiones ignotas que algunos llaman Livonia, otros Karelia, Lettgallia o Astlanda. He oído que entre las poblaciones de Astlanda se encuentra Qlwri, un pequeño pueblo que se asemeja a un gran castillo. Si Dios quiere, llegaré allí antes de que caigan las primeras nieves».

Astlanda era la traducción que
Al-Idrisi
daba de Estonia, y Qlwri correspondía a uno de los numerosos nombres de la ciudad que hoy denominamos Tallin. Meinhard y sus acompañantes no rebasaron el último bastión cristiano que era Riga. Por su parte,
Al-Idrisi
continuó su viaje cartográfico a lo largo de la costa báltica hasta que una tempestad hizo encallar su navío en la isla de Hiiumaa. Escribió que durante aquel invierno «nos avergonzó presenciar toda suerte de miserias e infortunios. Los hombres comían carne de caballo, corteza de árbol, perros, hierba y musgo muertos, y en ocasiones, carne humana. Madres y padres instalaban a sus hijos en barcas con la esperanza de que alcanzaran tierras más seguras; encontramos a docenas de aquellos bebés congelados en las playas de la isla. No alcanzo a plasmar aquí la depravación que pueden causar el hambre y el frío». Lo más extraordinario de este escrito no es el tono, ya que Adam de Brema y las Crónicas de Novgorod narran precariedades similares, sino su propia existencia, ya que llegó a la corte de Rogelio en abril de 1155. ¿Cómo logró
Al-Idrisi
, que jamás había viajado más al norte de Sicilia, sobrevivir a un invierno que, según las Crónicas, segó la vida de uno de cada tres novgorodianos?

La primavera siguiente, Canuto V, rey de los daneses, recibió una carta del obispo Meinhard. El clérigo mencionaba que, durante la travesía desde la corte del rey Sven hasta Riga, «con el objetivo de incrementar el número de almas de la Santa Madre Iglesia y para mayor gloria de nuestro Señor Jesucristo, había sostenido conversaciones con un oscuro hechicero que también viajaba a aquellos fríos y salvajes territorios, un hereje de modales afables que posee toda suerte de conocimientos sobre el mundo natural y el universo invisible. Lleva siempre consigo un saquito que, según se jacta, contiene lo que puede salvar a un hombre para siempre o bien hacerlo pedazos».

Objeto 1: Un alambique es la parte superior de un aparato utilizado en destilación. Este está fabricado de robusto vidrio verde. Mide 36 centímetros de altura, y 18 centímetros de anchura en el punto más ancho, la base. La parte superior del recipiente es estrecha y aflautada, con una pronunciada inclinación hacia la derecha. Los alambiques se colocan sobre la base para recoger y transportar vapores a otro recipiente. El interior del recipiente contiene una costra de material gris que parece ser una mezcla de plomo, hierro y antimonio, así como una materia orgánica, entre la que se cuentan huesos caninos y humanos. En la cara exterior de la base se aprecia una zona chamuscada de 5 centímetros de altura. No se percibe ningún olor discernible.

Fecha de fabricación: Desconocida. Los cálculos la sitúan entre el año 100 a.C. y el 300 d.C.

Fabricante: Desconocido. Teniendo en cuenta su antigüedad, la manufactura es excepcionalmente refinada; el diseño en apariencia sencillo no da fe del concepto, la minuciosidad, el esmero y la destreza empleados para crear semejante recipiente.

Lugar de origen: Egipto helénico. La palabra «alambique» procede del vocablo árabe ul-anbiq, que a su vez procede del griego ambix, que significa «copa» o «taza».

Último propietario conocido: Woldemar Löwendahl, gobernador general danés-estonio de Tallin. El alambique fue descubierto en 1725 durante la construcción de la capilla de Kassari en la isla de Kassari, y aquel mismo mes de junio llegó a las dependencias de Löwendahl. El gobernador lo puso en el estante superior de una estantería medio vacía en un rincón de su despacho, y no se dio cuenta cuando desapareció al cabo de dos años, seis meses y diecisiete días.

Valor aproximado: Desconocido. Esta clase de antigüedades casi nunca se venden en el mercado abierto. Si son descubiertas en una excavación arqueológica, por lo general van a parar al museo del organismo patrocinador. Si las descubre un particular o aparecen por casualidad, la discreción genera precios más elevados. En 1997, el entusiasta magnate del regaliz holandés Joop van Eeghen pagó 70.000 dólares por una cuchara de destilación que supuestamente había pertenecido a Roger Bacon. En 1999, un caballero árabe del que se rumoreaba que trabajaba de agente para el gobierno iraquí pagó 790.000 dólares a un barón italiano exiliado que estaba en posesión de un manuscrito original de la obra Libro de lo que se sabe sobre el cultivo del oro, de
Aub' Qasim Muhammad ibn Ahmad al-Iraqi
. La mañana después de la adquisición fue hallado en la habitación de su hotel sin el libro, sin cabeza y sin tres dedos de la mano izquierda.

Lo que está abajo es como lo que está arriba, y lo que está arriba es como lo que está abajo, para realizar el milagro de la Cosa Única.

Cuando regresé a la oficina, Art ya se había marchado a casa, y empezaba a oscurecer. Si iba a Wickenden ahora, al llegar no encontraría más que un departamento de historia cerrado a cal y canto. El día había tocado a su fin. Habría mecanografiado mis notas si hubiera tomado alguna, pero como no era el caso, apagué las luces, cerré con llave y volví a mi piso vacío junto a las vías del tren. Mi cena consistió en dos cervezas y un bocadillo que engullí mientras miraba por la ventana. Al trasladarme a Lincoln me gustaban aquellas tranquilas noches de pueblo; me dedicaba a narrármelas a mí mismo. Pero existe una delgada y frágil frontera entre llevar una vida románticamente monástica y aburrirse como una ostra. Yo llevaba algún tiempo pisándola y por fin había caído en el Lado Oscuro… o cuando menos Tedioso. A las diez ya dormía a pierna suelta.

A la mañana siguiente, cuando llegué al periódico, Austell McFarquahar ya estaba allí. Debería haberlo supuesto; eran las diez y media, y Austell cruzaba el umbral todos los días sin excepción a las diez en punto. Desde que yo trabajaba en el Carrier, nunca se había puesto enfermo. Cada año hacía las mismas vacaciones. Nueva Escocia para pescar y navegar a finales de julio, y las Navidades en Inglaterra con la familia de su esposa. Iba a casa para comer y tomarse lo que denominaba «tiempo de estudio» desde las once y media hasta las dos, y salía de la oficina entre seis y media y siete de la tarde.

—Austell McFarquahar —decía Art cada mañana en cuanto este entraba por la puerta a quien estuviera cerca—. Puedes poner el reloj en hora con su llegada.

A modo de respuesta, Austell sostenía un reloj imaginario con la mano izquierda, le daba cuerda con la derecha y sonreía como un niño satisfecho.

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