A la una de aquella tarde, cuando entré en la redacción, eufemismo que hacía referencia a lo que en realidad no era más que un cobertizo acondicionado con cuatro escritorios y cuatro ordenadores, Art estaba sentado a su mesa fumando y leyendo el Times. Mirada, calada, vuelta de página, calada, mirada, calada, vuelta de página, calada.
—Aquí está —saludó sin ni tan siquiera levantar la vista del periódico cuando cerré la puerta tras de mí—. Tan madrugador como siempre —añadió antes de lanzarme una mirada penetrante por encima del borde de sus gafas de lectura.
La sala olía a tabaco, melón y hierba. Art era responsable de la primera fragancia, pero las otras dos se debían a Nancy Llewelyn, que vendía anuncios y se cercioraba en la medida de lo posible de evitarnos la bancarrota. Al igual que Art, era natural de Lincoln, y según la señora Rolen, estaba inofensivamente enamorada de Art desde séptimo. Husmeé el aire con gesto algo teatral, y Art se echó a reír.
—Ha pasado hace un rato por aquí para llevarse cosas que leer durante las vacaciones. ¿Te lo imaginas? Se lleva trabajo en vacaciones. Eso sí que es dedicación. —Dio otra calada, cerró la sección principal del periódico y alargó la mano hacia la de deportes—. Hace un rato me ha llamado el Panda.
—¿Quién es el Panda?
Art entrelazó las manos detrás de la nuca y miró por la ventana hacia el lago Massapaug con el cigarrillo en la comisura de los labios. Me encantaba su modo de fumar, con una satisfacción callada y sin tapujos en lugar de la culpabilidad furtiva tan común entre los fumadores de cierta edad o el placer forzado, ruidoso, casi defensivo de los fumadores adolescentes o californianos. Fumaba porque fumaba, no para demostrar algo ni tampoco con vergüenza, sino porque de algún modo, fumar lo completaba.
Las pobladas cejas blancas, los ojos oscuros y hundidos, así como la barba cana conferían a su rostro una expresión perpetuamente sombría; parecía un cruce entre un Humphrey Bogart entrado en años y León Tolstoi hacia el final de su vida. Durante muchos años, Art había sido corresponsal en el extranjero (Vietnam, Camboya, París, Beirut, Jerusalén, además de tareas de redacción en Nueva York). Como casi todos los periodistas veteranos, era un cínico, y también como casi todos los periodistas veteranos, un sentimental empedernido de la peor y de la mejor calaña.
Dejó caer los restos mortales del cigarrillo en los restos mortales de su taza de café, se sacó una tarjeta de visita del bolsillo de la pechera y la deslizó sobre la mesa hacia mí.
—Panda. Dice que le llames. Le he dado tu nombre, así que ya sabe quién eres.
Di la vuelta a la tarjeta.
VIVEPANANDA SUNATHIPALA, FORENSE DEL CONDADO WESTON, HOSPITAL DE NEW WESTON, CONNECTICUT.
Se hallaba a unos cuarenta y cinco minutos de distancia, la población importante más cercana. Ladeé la cabeza con ademán inquisitivo, y Art repuso con un asentimiento de cabeza.
—Sí, el Panda. El nombre es de Sri Lanka, y él también. Es un viejo amigo mío, compañero de ajedrez, copas y bridge. Su hija y la mía fueron juntas a la escuela. Creo que lleva unos treinta años viviendo en New Weston. Se instaló allí cuando yo empecé a viajar por todo el mundo.
Se desperezó y bostezó como si el hecho de pensar en su hija lo agotara.
—¿Sabemos por qué ha llamado? —pregunté.
Art se acercó el cuaderno.
—J-A-A-N. Supongo que se pronuncia «Yan», ¿no? Eso. Jaan…, el apellido es un pelín complicado… P-Ü-H-A-P-Ä-E-V, con diéresis sobre la u y la segunda a. Pronúncialo como quieras. Vivía aquí, en Lincoln. No lo conocía ni había oído hablar nunca de él. Ha muerto esta mañana, es lo único que sé.
Pero no lo único que sabía yo. Pühapäev era profesor del departamento de historia de Wickenden. No recordaba qué asignatura impartía. Lo cierto era que siempre me había parecido más bien parte del mobiliario, viejo, apagado, destartalado, de presencia inocua, que un profesor vivo y coleando. Comenté a Art que lo conocía o que al menos había oído hablar de él. Mi jefe asintió y se mesó la barba.
—¿Quieres escribir su necrológica, a ver qué hay que decir sobre él?
—Vale.
—¿Qué más tienes esta semana?
Alargué la mano hacia mi cuaderno, pero él agitó la mano.
—No, no, deja eso, que me haces sentir culpable por hacerte trabajar demasiado. Era broma, por cierto. Mira, la verdad es que no sé por qué han avisado al forense. Me parece un poco raro, así que a lo mejor hay algo que decir. Algo jugoso, interesante… aunque también puede que no sea más que una necrológica corriente y moliente, lo cual para nuestro periódico ya puede considerarse interesante. En fin, ¿te apetece ocuparte del asunto?
—Por supuesto.
Art señaló el teléfono, de modo que marqué el número de la oficina del forense de New Weston.
—Patología, director médico de la oficina. ¿En qué puedo servirle?
—Esto sí, querría hablar con el señor Panda.
—Querrá decir con el doctor Sunathipala. Soy yo mismo. ¿Quién es?
—Me llamo Paul Tomm, señor, T-O-M-M, y llamo del Lincoln Carrier, de parte de Art Rolen.
—Ah, sí, Art —exclamó el hombre con una carcajada—. ¿Cómo está? ¿Está bien?
—Está estupendamente.
—Sí, sí. Supongo que llama por lo del muerto, el señor… —Oí el susurro de unos papeles al moverse—. Pühapäev, ¿sí?
—Exacto. Solo quería…
—Pues todavía no hay nada que decir. He llegado temprano para atender otros asuntos y aún no puedo decirle nada sobre el señor Pühapäev. Un momento, iré con el teléfono a la sala de autopsias. —Oí el sonido de una puerta que se cerraba y a continuación pisadas—. Sí, aquí está. Tiene toda la sala para él solo. Veo que ha llegado hace poco. Lo estoy mirando y parece que la muerte es reciente, porque no hay indicios de descomposición. Cuerpo y facciones de anciano, sí, señor. —Me llegó a los oídos una especie de arañazo cuyo origen preferí no imaginar—. Fumador, tiene la barba y el bigote amarillentos alrededor de la boca. Desgaste generalizado. Podría relacionarse con… bueno, casi con cualquier cosa, me temo. Cuando menos con haber vivido suficientes años para convertirse en un anciano de barba blanca amarillenta.
Oí un golpe y al poco siguió hablando en voz más alta y centrada en la conversación telefónica.
—Sí, señor Tomm. De momento no tengo nada más que comentar aparte del tabaquismo. Un hábito terrible eso de fumar, terrible pero agradable. Su amigo Art lo sabe muy bien. Pero en definitiva, con tabaco o sin tabaco, con whisky o sin whisky, «Sheakespeare». ¿Conoce el pasaje o solo le van la tele y las novelas de espías?
Cerré los ojos. Conocía aquellos versos. Sabía que los conocía.
—Shakespeare.
Claro, por supuesto, tres hurras por usted. Shakespeare. Pero ¿de qué obra?
—Alguna tardía, probablemente —aventuré a ciegas, considerando que tenía una probabilidad entre seis—. ¿Cimbelino?
—Sí, magnífico, estoy impresionado. Por supuesto, he detectado cierta duda en su voz, pero no olvide las palabras de Martín Lutero: «Peca con valentía». Mejor conjeturar en voz alta que en silencio. En fin, señor Tomm experto en Shakespeare. Me encantaría seguir charlando todo el día de poesía con un periodista tan culto como usted, pero los muertos me reclaman; constituyen un público de lo más atento. Si quiere volver a llamar esta tarde o quizá mañana por la mañana, espero que para entonces ya lo habré abierto en canal. Hasta luego y que Dios lo acompañe.
—Nada que decir —informé a Art tras colgar.
—En todos los años que hace que conozco a Panda, nunca ha tenido nada que decir —replicó Art con una carcajada—. ¿Volverás a llamarle?
—Esta tarde o mañana. Dice que para entonces ya tendrá algo.
—¿Y qué vas a hacer ahora?
—¿Ahora mismo? Bueno, pues… ¿Dónde vive? Quiero decir, ¿dónde vivía?
—Así me gusta. Aquí tienes la dirección —anunció mientras deslizaba un papel sobre la mesa—. ¿Sabes? Se me acaba de ocurrir que quizá deberías pasarte por Wickenden. ¿Qué hora es? Mediodía, ¿no? Tal vez esta tarde si te apetece pisar el acelerador a fondo, o mañana, a ver si alguno de tus antiguos compañeros sabe algo de él. Ya que tenemos tiempo, que lo tenemos, no cuesta nada tomarnos en serio lo de su necrológica.
Nunca había visto la casa de Pühapäev porque, en todo el tiempo que había vivido en Lincoln, jamás había reparado en su calle. Las ramas de los sauces llorones y numerosos robles centenarios disimulaban la boca, e incluso en aquella estación, con los árboles casi desnudos, a punto estuve de confundir la calle con un sendero particular. Era una calleja estrecha por la que apenas pasaba un coche, aunque se ensanchaba un poco al morir de forma brusca junto a una explanada de tierra salpicada de árboles esmirriados. Las dos viviendas más cercanas al cruce eran dos casas de piedra situadas una frente a otra, con postigos azul grisáceo y porches que rodeaban toda la fachada. Parecían dos silenciosos centinelas que se comunicaran por telepatía. En un día distinto y una calle distinta, el efecto habría resultado hermoso, pero allí era inquietante, sobre todo porque de ambas chimeneas salía humo sin que en ninguna de las dos casas se viera luz alguna.
La siguiente edificación a mano izquierda era una enorme casa de madera amarillenta que parecía haber sido aerotransportada desde Rockport o Gloucester hasta la pequeña cuesta que inclinaba el cuello de la calle. Frente a ella se alzaba el número 4, la casa de Pühapäev, un edificio chato y marrón, con la pintura blanca de las ventanas desconchada y los canalones medio caídos. En el centro del jardín de hierba rala, barro y ramitas caídas se alzaba un arce de aspecto desolado. En el pequeño porche delantero se veía un columpio con la pintura rosa de las cadenas algo desgastada en un lado y que se inclinaba sobre el suelo como un anciano gordo demasiado cansado para moverse.
Me detuve tras un coche patrulla de Lincoln, de hecho, el único coche patrulla de Lincoln. Mientras me acercaba a la casa miré al otro lado de la calle y distinguí una mano que apartaba la cortina de una ventana de la planta superior. Golpeé con los nudillos la puerta abierta de la casa de Pühapäev, saludé en voz alta y crucé el umbral.
—Por el amor de Dios —exclamó una voz exasperada—. Esto no es un museo, sino la casa de alguien.
—¿También es el escenario de un crimen? —pregunté al tiempo que salía y me limitaba a asomar la cabeza al interior.
—¿Y a usted qué le importa? ¿Es un turista o es que busca casa?
Un policía corpulento embutido en su uniforme como una salchicha apareció en la puerta con la gorra debajo de un brazo y un cuaderno debajo del otro. Lucía un ridículo bigotillo en forma de oruga y varios mechones de cabello rojizo peinados estratégicamente sobre una cabeza por lo demás calva. Lo había visto con anterioridad, aunque no lo conocía. Mi padre siempre me aconsejaba mantenerme alejado de los policías de pueblo, y como consecuencia de ello ni siquiera me habían puesto una sola multa en Lincoln. Por lo general lo veía con un compañero, un tipo delgado y tan desdibujado que siempre daba la impresión de estar a punto de esfumarse. Tal vez Art me hubiera dicho su nombre, pero lo cierto era que no lo recordaba.
—¿Quién es usted? —me preguntó.
—Me llamo Paul y soy del Carrier —me presenté al tiempo que alargaba la mano.
El policía me la estrechó sin cambiar de expresión ni postura, como si no pudiera controlar ni le interesara qué estrechaba su mano.
—Bert —masculló.
—¿Algo interesante por aquí?
—Solo buscamos indicios de robo. De momento no hemos encontrado más que un montón de trastos.
Miró por encima del hombro, y yo me incliné hacia adelante para atisbar una espaciosa estancia, apenas capaz de mantener a raya las fuerzas de la entropía. En el otro extremo de la habitación se veía una mesilla baja cubierta de ceniceros a rebosar, platos manchados de ketchup (o al menos esperaba que fuera ketchup) y salpicados de huesos, así como cuencos con restos de alimentos incrustados y cucharas metidas en ellos. Un sofá de tapicería moteada completaba el cuadro. Un entorno doméstico hecho trizas, hogar del perpetuo solitario. La casa desprendía un olor enrarecido, mezcla de tabaco, grasa, moho y anciano.
—No sé cómo vamos a averiguar si han robado algo.
—Podría decirme dónde lo encontraron?
Bert exhaló un suspiro y puso los ojos en blanco como si acabara de pedirle que limpiara las ventanas, y luego señaló el sofá.
—Allí, despatarrado. Pero parecía tranquilo, la verdad.
Apuesto algo a que fue un infarto. Pero recibimos una llamada de la policía estatal en plena noche, porque alguien llevaba bastante tiempo sin saber nada de él o algo así. Hay que comprobarlo todo. En fin, ya nos íbamos, ¿verdad, Al?
Su olvidable y fúnebre compañero, Al, suponía yo, bajaba la escalera en aquel momento.
—Supongo —musitó en voz tan baja y monótona que parecía resignada a su propia inefectividad aun antes de que las palabras brotaran de sus labios—. Si estás preparado, podemos irnos.
—Sí, larguémonos. Aquí no hay nada para la prensa, ¿verdad?
Bert me lanzó una mirada huraña y luego se volvió hacia su compañero, que de espaldas a nosotros contemplaba un enorme reloj apoyado contra la pared más alejada.
—Todavía no —repuso Al—. Es imposible saber si han robado algo, porque supongo que vivía solo, pero no parece haber nada roto. La casa está hecha una pocilga, pero eso no hay ley que lo prohíba. Pero ven a echar un vistazo a esto.
Sin duda se dirigía a Bert, pero de todos modos me lo tomé como una invitación.
Al señaló con la cabeza el viejo reloj de pie. Tenía dos péndulos dorados que oscilaban dentro de la carcasa de caoba, y la esfera aparecía decorada con intrincados dibujos geométricos. Las manecillas estaban paradas en las diez y veinticinco, y los pesos del péndulo teman mucho polvo acumulado; hacía tiempo que no se movían.
—Bert, ¿te acuerdas de que el abuelo Per tenía un reloj como este? ¿Un trasto en el dormitorio al que se le tenía que dar cuerda?
—No sé —espetó Bert con sequedad.
Avancé tan despacio como pude por el vestíbulo hacia la Puerta, pasando ante una estantería atestada de libros en cuyo centro se abría una vitrina acristalada cerrada y vacía. En su interior se veían quince soportes en forma de trípode, tres sobre cada uno de los cinco estantes. Resultaba imposible adivinar si Pühapäev había guardado algo sobre ellos. Decidí no llamar la atención de los policías sobre la vitrina, aunque todavía no sé a ciencia cierta por qué. Por obstinación, tal vez. ¿Por qué damos puntapiés a las piedras en la acera en lugar de dejarlas en paz? Pero aquella vitrina tenía algo… Una vitrina que no exhibía nada, el único espacio vacío de toda aquella casa repleta de trastos. El detalle se me quedó grabado.