La biblioteca de oro (24 page)

Read La biblioteca de oro Online

Authors: Gayle Lynds

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Thriller

BOOK: La biblioteca de oro
12.6Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Creo que sí —dijo Roberto con voz débil. Había estado escuchando, con los ojos castaños muy abiertos y asustados—. Sí, es evidente que debemos marcharnos.

Yitzhak volvió a colgar el teléfono.

—Eva, sujeta tú a Roberto por un lado, y yo iré del otro lado.

Roberto se puso de pie apoyándose en los dos. Bash entró otra vez corriendo en la habitación.

—La Policía está cerrando la calle —dijo—. He encontrado el bolso de la muerta en el cuarto de estar. Tampoco ella tenía móvil.

—Prefiero no arriesgarme a salir por la puerta de atrás —le dijo Judd—. Yitzhak, al fondo de tu refugio, abajo, vi algo que parecía ser la entrada de un túnel. ¿Podemos salir por allí?

—Creo que sí, pero quizá no sea fácil.

Yitzhak hablaba con vigor. Llevando sobre el hombro el brazo sano de Roberto, había vuelto a su ser habitual.

Eva tomó la escítala de oro y el fragmento arábigo-judaico, y se puso en camino con los demás. Judd rompió la tapa y el fondo de la caja de cartón, que llevaban el nombre de Eva y lo escrito por Charles. Echó los pedazos al triturador de basuras; lo puso en marcha, y tiró después a la basura las bolas de poliestireno y el resto de la caja. Recorrió con la vista toda la cocina para cerciorarse de que no se dejaban nada. Después, miró por la ventana… y se dejó caer tras la encimera. Se levantó despacio, lo justo para volver a ver el exterior.

Había hombres ante el portón trasero. Uno llevaba sudadera y pantalones de chándal grises; los demás llevaban pantalón corto de correr y camisetas. El hombre grande de la sudadera intentó abrir el portón, pero estaba cerrado con llave. Murmurando para sus adentros, sacó un juego de ganzúas.

Judd corrió a las escaleras que partían de debajo de la escalera principal de la casa y descendió al sótano de muros de piedra. Se oían voces que salían del agujero irregular del suelo. Empezó a bajar por él y se detuvo a echar la trampilla de ladrillos sobre la abertura. Era pesada, pero haciendo palanca consiguió dejarla cerrada en su sitio. Con suerte, ninguno de los asesinos descubriría el recinto secreto de Yitzhak.

Bajó aprisa hasta el fondo, donde Júpiter y Juno presidían desde sus tronos con actitud regia. En la antigua sala había un silencio luminoso, una quietud que parecía envolverlo y prometerle seguridad. Pero todavía no estaban a salvo.

Todos estaban reunidos en el extremo de la sala que correspondía al lado de la calle, donde había escombros amontonados y un muro pardo de tierra hasta el techo. Bash y Eva estaban retirando piedras. El túnel, que había sido pequeño, era ya mucho más grande.

Eva lo vio.

—¿Están en la casa los hombres de Angelo? —le preguntó.

—Todavía no; pero es cuestión de minutos.

Judd corrió hacia ellos. El túnel tenía cosa de un metro veinte de alto y noventa centímetros de ancho. Al otro lado había oscuridad, y se oía a lo lejos el rumor de agua que corría. En el suelo de mármol estaban dispuestas en fila cinco linternas.

—Debes ir tú en cabeza —dijo Roberto al profesor, que seguía sujetándolo—. Yo puedo andar solo. Judd tiene razón. Estoy bien; es solo lo feo que parece.

Echó una mirada al pañuelo ensangrentado que apretaba contra su herida.

El profesor asintió con la cabeza.

—Vamos a meternos por debajo de la calle —dijo—. Coged las linternas.

Entregó una a Roberto y tomó otra para sí. Agachándose, se adentró en la oscuridad.

—Yo iré en último lugar —dijo Judd a los demás, pensando que los
limpiadores
podrían ser más listos de lo que él esperaba.

Bash cogió su monopatín, y Eva se echó a la espalda el bolso. Desaparecieron por aquella madriguera. Judd esperó. Cuando constató que no se oía nada de la parte superior, se agachó y entró apresuradamente en la oscuridad, mientras su linterna emitía un cono de luz. El aire empezó a oler a humedad y a musgo.

El pequeño grupo lo estaba esperando al final.

—Tienes que ver esto —le dijo Eva.

Pasó ante ella, apretándose, y se asomó a un túnel subterráneo natural, negro y sin final visible, una perforación irregular entre la tierra de la antigua Roma. Tenía más de un metro ochenta de alto y tres y medio de ancho. Lo había tallado a lo largo de los milenios un río de agua dulce que corría velozmente. Cuando lo iluminó con su linterna, relució como el mercurio.

Volvió a mover su linterna. A cada lado del agua había orillas secas de tierra, no muy por encima de la rápida corriente. Las orillas eran peligrosamente estrechas, de solo treinta centímetros en algunas partes. Caminar por ellas sería traicionero. Tendrían que ir en fila india.

—¿El río sigue la calle? —preguntó.

—Sí; al menos durante parte del camino —respondió el profesor—. Creo que desagua en la Cloaca Máxima, que está al oeste de donde estamos. Es una antigua alcantarilla que transcurre por debajo del Foro Romano. Varios de los ríos subterráneos de la ciudad desaguan en ella.

—¿Cómo saldremos del túnel?

—Por el camino tendremos que encontrar alguna salida. No es posible que seamos los únicos propietarios de casas que hayamos descubierto el río. Roberto y yo lo exploramos una vez, pero no llegamos lejos. Entonces no tenía importancia…

Judd asintió con la cabeza.

—Parece mejor opción que lo que nos espera en la casa. Yitzhak, vuelve a ir en cabeza. Tú conocerás mejor las señales que nos dirán que hay una vía de escape. Después irán Eva y Roberto. Bash y yo iremos los últimos, por si nos siguen. Vámonos.

CAPÍTULO
31

Dubái, Emiratos Árabes Unidos

El ostentoso cóctel se celebraba en el piso trigésimo de la impresionante Burj al-Arab, la Torre de los Árabes, el hotel más alto del mundo, y se decía que el más lujoso. La
suite
ocupaba dos pisos enteros y contaba con una escalera de mármol en espiral, kilómetros de remates en oro de veinticuatro quilates y amplios ventanales que ofrecían vistas panorámicas del golfo Pérsico, rico en petróleo. Dos príncipes saudíes, ataviados con kanduras blancas ondulantes, acababan de llegar por el helipuerto del piso vigésimo octavo, más abajo; habían venido en avión de Saint Tropez con sus séquitos completos.

Martin Chapman, director de la Biblioteca de Oro, apartó su atención del revuelo que los rodeaba para observar a un exportador ruso y a su amante, que recibían llamadas en teléfonos móviles de diez mil dólares, con incrustaciones de diamantes. Chapman sonrió; aunque aquello le divertía, él no permitiría jamás una ostentación tan afectada por parte de sus empleados.

Chapman, que iba vestido de manera conservadora, con traje con chaleco y chaqueta de dos aberturas posteriores, se despidió de un grupo de banqueros internacionales y se apartó. Él llevaba su gran fortuna personal con la naturalidad del que es de familia rica de toda la vida, a pesar de que se había ganado a pulso él mismo hasta su último centavo.

Moviéndose entre los asistentes a la fiesta, saboreaba el ambiente general de emoción y de avaricia cruda. Pero es que aquello era Dubái, epicentro de una tormenta de comercio, con zonas francas, licencias empresariales por la vía rápida, sin impuestos, sin elecciones, y casi sin delincuencia. Se decía que la mascota de la ciudad era la grúa: parecía como si los rascacielos brotaran de la arena del desierto de la noche a la mañana, y casi todos sus apartamentos y oficinas estaban vendidos de antemano. Dubái, codicioso y podrido de dinero, era el lugar perfecto para Chapman, que estaba allí para hacer dinero.

—¿Aperitivo, señor?

El camarero, ataviado con un esmoquin color verde dinero, no levantó la vista.

Chapman eligió caviar beluga sobre un triángulo de pan tostado y siguió adelante. En Dubái, los beneficios eran el tema de mayor interés, por delante de la religión, de la delincuencia y del terrorismo; y los beneficios eran enormes. Aun antes de que la Hallburton hubiera decidido trasladar su sede central mundial de Houston a Dubái, Chapman ya sabía que era hora de prestarle atención. Por eso había ampliado su colección de residencias comprándose una casa en la exclusiva Palm Jumeirah… y había empezado a hacer amigos.

Era hora de ponerse a trabajar. Se dirigió al jeque Ahmad bin Rashid al-Shariff.

El jeque, con sus bigotes con las puntas hacia arriba, se quitó de encima a un grupito de famosillas ricas, rubias y bronceadas, y sonrió a Chapman. Levantó el vaso de
bourbon
al saludarlo con un
As salaam alaykum
, «la paz sea contigo».

—Alaykum as salaam
.

«Y contigo la paz». Aunque Chapman no hablaba árabe, hacía mucho tiempo que se había aprendido la respuesta adecuada.

—Estoy disfrutando de su fiesta.

El jeque Ahmad era un hombrecillo moreno de unos cuarenta y cinco años, elegante con su traje gris de raya diplomática. Era primo del monarca del emirato y había estudiado en los Estados Unidos, donde había obtenido un máster en Administración de Empresas en Stanford. Aquel mismo día se había puesto en persona al volante de una limusina Cadillac para llevar a Chapman a ver varias de las obras que tenía en marcha. Pero es que Chapman no era un visitante corriente. Era director de Chapman y Asociados, que en tiempos había sido la empresa de
private equity
más rica de los Estados Unidos. Con la crisis económica, había pasado de gestionar unos noventa y ocho mil millones de dólares en activos a solo treinta y cinco mil millones; pero todos los fondos de inversión de los Estados Unidos habían quedado muy tocados, aunque puede que su empresa más que otras. Chapman contaba con que su proyecto de Jost volvería a llevarlo al puesto que le correspondía, al número uno. Lo que era más importante todavía, agradaría a su esposa.

—Sí; los financieros e industriales de costumbre —dijo el jeque—. Con algún que otro rico desocupado. Son como el azafrán: aportan un poco de sabor y de color; sirven para que los que trabajamos de firme, como tú y yo, nos entretengamos. También están aquí algunos de la
privateequity
, como tú.

Private equity
era el término eufemístico con que se designaba a las empresas dedicadas a comprar compañías en apuros a base de créditos externos, el
leveraged buyout
. En los cuatro primeros meses del año, Chapman y Asociados había gastado y tomado prestados muchos menos miles de millones de dólares que en sus mejores momentos, pues él había procurado comprar empresas que rindieran por debajo de sus posibilidades o que estuvieran infravaloradas. Con cada trato había que abrir un nuevo fondo de combate; por ello, él debía moverse constantemente por los círculos del dinero, convenciendo, halagando, recitando cifras, mientras seducía a sus objetivos a base de apretones de manos enérgicos y de visiones de un futuro glorioso. Como su participación en el capital de la empresa seguía siendo mayor que la de ningún otro socio, se llevaba un porcentaje importante con cada nueva transacción.

Se comió el caviar, se limpió los dedos con la servilleta y la dejó caer en la bandeja de un camarero que pasaba.

—He estado hablando con algunos de ellos hace un rato. También les apetece mucho que los lleve usted personalmente a hacer visitas turísticas por Dubái.

El jeque se rio.

—Es lo que me gusta de ti, Martin. No te importa regalar mi dinero, ni siquiera a tu competencia. Como de costumbre, serían demasiados pequeños para mí, y eso ya lo sabes. Por cierto, ya he tomado una decisión acerca de tu propuesta.

Hizo una pausa para dar mayor dramatismo y para sugerir que su respuesta podría no ser acorde a los deseos de Chapman.

Chapman, sin titubear, hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y se lanzó al contraataque.

—Sí; yo también he estado pensando en la adquisición. Puede que no le convenga a usted. Creo que debo retirar la propuesta para que los dos nos ahorremos un apuro.

El jeque Ahmad parpadeó despacio; sus párpados pesados se abrieron y cerraron como los de un halcón posado en un baniano, esperando a su presa. Pero su presa era Martin Chapman.

Sonrió.

—Martin, eres demasiado. ¿Quieres jugar a mi propio juego? Iré al grano. Quiero entrar. Son quinientos millones de dólares, ¿no es así?

—Trescientos veinte millones. Nada más. Pero eso le dará un veinte por ciento.

Chapman seguía la regla de dejar siempre a los inversores con ganas de más; y si la operación salía mal (aunque él sabía que no sería así), el jeque tendría menos motivos de queja. Chapman tenía confianza en que la compra con apalancamiento, por dieciséis mil millones de dólares, de una cadena minorista arrojaría unos beneficios del sesenta por ciento, como mínimo. Sus gestores habían sido incapaces de adaptarse a los nuevos tiempos; pero la base era sólida para una reestructuración, financiada a base de vender participaciones secundarias y de créditos. Solo habría que despedir a cinco mil trabajadores.

—Que sean trescientos veinte millones, entonces —aceptó con buen humor el jeque Ahmad—. Me gustan las inversiones en las que no tengo que mover un solo dedo. ¿Tienes alguna otra cosa para la que pueda darte dinero?

—Pronto. La operación no está preparada todavía… pero lo estará pronto.

—¿De qué se trata? ¿Una cadena minorista, una empresa de distribución, acero, maderas, suministros?

Chapman no dijo nada y sonrió, pensando en su proyecto de Jost de alto secreto.

El jeque asintió con la cabeza.

—Ah, ya veo. Esperaré a que estés preparado para desvelarlo todo. Tienes vacío el vaso. Debes tomarte otra copa para que lo celebremos.

Levantó una mano e hizo un gesto. En cuestión de segundos había un camarero junto a ellos.

Chapman aceptó otro
bourbon
porque habría sido una falta de educación rechazarlo, y siguió hablando con el jeque, resistiéndose a la tentación de mirar su reloj. Por último, el jeque lo invitó a asistir a una sesión del
majlis
, su Consejo Real, que iba a reunirse en la planta superior, y Chapman pudo disculparse con elegancia.

Chapman llamó por teléfono a su esposa desde la amplia escalinata de entrada del lujoso hotel, disfrutando del aire acondicionado exterior. Dirigió la vista sobre el golfo para contemplar la serie de islas artificiales llamadas El Mundo, una de las últimas fantasías al estilo de Las Vegas hechas realidad por Dubai S. A. Había oído comentar que Rod Stewart se había comprado la isla Gran Bretaña por diecinueve millones de libras. Quizá él mismo también pensara en comprarse un continente en su próxima visita, cuando hubiera salido adelante el proyecto de Jost.

Other books

The Demon Conspiracy by R. L. Gemmill
The Balkan Trilogy by Olivia Manning
Educating Peter by Tom Cox
LikeTheresNoTomorrow by Caitlyn Willows
Been There, Done That by Carol Snow
700 Sundays by Billy Crystal
Death's Shadow by Jon Wells
A Time for Change by Marquaylla Lorette