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Authors: Fernando Trujillo

La biblia de los caidos (22 page)

BOOK: La biblia de los caidos
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—Detente, Mario. —El Gris apareció junto a él, silencioso, puso una mano sobre su hombro—. Verás a tu hija muy pronto. Confía en mí.

Elena le atravesó con la mirada, sin disimular el odio que le profesaba. Las palabras del Gris apaciguaron a Mario. El millonario agitó la cabeza, se frotó los ojos como si tuviera problemas de visión. Demasiada tensión en los últimos días.

Miriam le contemplaba indiferente, a un paso por delante de Álex, que permanecía en la misma posición, muy tranquilo.

—Quiero verla —dijo Mario. No llegó a sonar como una súplica, pero el tono había rebajado considerablemente su dureza.

—Lo harás —repuso el Gris—. Te dije que regresaría al caer el sol.

Mario asintió con desgana. Le importaba un bledo el sol y toda la Vía Láctea. Incluso su entramado empresarial había quedado relegado a un triste rincón de su mente, algo que jamás había experimentado, ni siquiera cuando nació Silvia. Sus negocios siempre habían sido su vida, pero ahora era incapaz de pensar en otra cosa que no fuera recuperar a su hija.

—¡Papá! ¿Papá, eres tú? —La voz llegó desde el otro lado de la puerta.

—¡Soy yo, cariño! —contestó Mario—. Estoy aquí.

—¡Ven, papá! ¡Estoy sola! ¡Tengo miedo!

Sí que parecía asustada. Era una voz frágil y temblorosa, la voz de su niña. Mario se impacientó, dio un paso.

—No hables con ella —dijo el Gris—. No es tu hija. El demonio la está utilizando.

—¿Estás seguro? —preguntó el millonario—. Desde ayer no ha vuelto a hablar con esa voz monstruosa, ni ha hecho nada que demuestre que sigue poseída. A lo mejor el demonio se fue tras la pelea.

—Hay que ser ingenuo... —soltó Miriam—. Un demonio no abandona su presa así como así.

Los severos rasgos de Mario se tensaron.

—¡Quieto! —ordenó el Gris. El millonario se detuvo—. Miriam, Álex, retiraos de la puerta. —Álex obedeció de inmediato. La centinela dudó, le interrogó con la mirada. Tardó unos segundos en apartarse—. Escúchame bien, Mario. Decide qué quieres hacer de una vez y no me hagas perder mi tiempo. En esa habitación está tu hija, y dentro de ella, un demonio. Si no me crees y piensas que solo está Silvia, ve con ella. Adelante, nadie te lo impedirá. Pero nosotros nos iremos. En cuanto pongas un pie en la habitación se acabó, si el demonio te despedaza, será tu problema. No voy a arriesgar más mi vida ni la de nadie de mi grupo por alguien que no acepta la verdad. Si quieres mis servicios como exorcista lo haremos a mi manera. Es la última vez que lo repito. Tú decides.

El Gris también se apartó. Apoyó la espalda contra la pared y despejó el camino hasta la puerta.

Silvia volvió a llamar a su padre, con mayor desesperación, suplicando por su ayuda.

—No lo puedo consentir —intervino Miriam—. No puedo dejar que entre él solo con un demonio.

—Es su problema —sentenció el Gris—. Tú has venido a por mí, y ya me tienes. No te metas.

—Puedo ver cómo un hombre asesina a sangre fría a un bebé —le recordó ella—, cómo violan a una niña y cómo torturan a una familia entera. Mientras sean problemas entre seres humanos, no me inmiscuyo, pero el código me obliga a impedir que un idiota sea devorado por un demonio.

—Entonces vamos a tener un problema tú y yo —aseguró el Gris.

La encaró, apretó los puños. Su gabardina ondeó sobre su espalda. La centinela bajó la mano, palpó el mango de su martillo.

—No os peleéis —pidió Mario. Contenía la rabia a duras penas, mordiendo su labio inferior—. No entraré. Quiero que la liberes, Gris. Aceptaré tus condiciones.

—Bien. Vamos a cerrar el pacto —dijo el Gris. Miró a Álex—. Trae al niño y a Sara, y preparadlo todo. —Álex se fue—. Por aquí —les dijo a Mario y a su mujer.

Señaló la siguiente puerta del pasillo con un gesto.

—¡No me toques! —le increpó Elena—. Sé ir yo sola.

Sus tacones se dirigieron a la habitación contigua. Mario la siguió.

—Cierra la puerta —ordenó el Gris cuando estuvieron todos dentro. Miriam lo hizo—. Conoces el trato. Un día reclamaré tu alma y tú me la darás, sin preguntas, sin vacilaciones, sin importar qué estés haciendo. Cuando ese momento llegue me la entregarás, y la deuda quedará saldada.

—Ya lo sé —murmuró Mario de mala gana.

Elena dijo algo por lo bajo, pero Mario no lo escuchó.

—Hay un detalle del que tengo que advertirte, aunque ya lo sepas. Tu alma te será devuelta pero no puedo garantizar en qué estado. Hay efectos secundarios que se han dado en muy escasas ocasiones. Es importante que tengas en cuenta que hay riesgos.

—No puedo creer que vayas a hacerlo —dijo Elena.

—Lo hago por Silvia.

—¡Ni siquiera sabes quién es! —repuso ella, furiosa—. ¿Cuánto tiempo has pasado con ella en toda su vida? ¿Media hora? Siempre ocupándote de tus asquerosas empresas y de tu dinero de mierda. Nunca jugaste con ella, ni le enseñaste nada, ni la ayudaste con los deberes. No has sido un padre en tu puta vida.

Mario inclinó la cabeza.

—Así la compensaré por mi falta de atención.

—Hay otro peligro del que no te ha advertido el Gris —dijo Elena—. Cuando pagues la deuda, le entregarás algo más que tu alma. Para cuando te la devuelva, Silvia y yo nos habremos ido. No me quedaré junto al monstruo en que te habrás convertido. A saber qué hará ese con las almas que roba. No es natural darle tu alma a otro, no puede ser bueno. Dios no lo aprobaría.

—Hay una centinela presente. Es un intercambio legal —argumentó él.

—¿Me tomas el pelo? ¿Te refieres a una mujer que asegura que puede observar una violación y el asesinato de un bebé comiendo palomitas como si viera una película? Alguien así no puede representar a Dios, diga lo que diga. Por eso camina junto a aquel que no tiene alma, aquel que hace tratos para conseguir las almas de otros. ¿No te recuerda al modo de actuar de alguien? Que yo sepa los ángeles no hacen ese tipo de tratos, los hacen los demonios.

—Que yo sepa, los ángeles no poseen el cuerpo de niñas de ocho años, lo hace un demonio. Así que puede que necesitemos a otro demonio para luchar contra él. Tú no tienes por qué preocuparte, cielo, es mi alma lo que está en juego, así que deja de darme el coñazo de una vez. No voy a volver a discutirlo.

Elena refunfuñó, rabió, dio un manotazo al aire.

—Espero que sufras por esto.

Mario no respondió. Miró al Gris.

—Estoy listo —dijo ladeando la cabeza—. Cuando quieras.

—¿Dónde lo prefieres?

—En el brazo —contestó el millonario.

—Remángate. —El Gris estudió el brazo de Mario, lo sujetó por la muñeca y por el hombro —. Miriam, ayúdame.

La centinela se colocó al otro lado de Mario para agarrarle por el otro hombro.

—Puedo yo solo —dijo con orgullo el millonario.

Una gota de sudor resbaló por su mejilla.

—No, no puedes —le contradijo el Gris.

Apretó las manos. Mario tensó los músculos en un acto reflejo. Notó cómo dejaba de circular la sangre por el brazo que sujetaba el Gris. Sus manos de tacto frío eran dos torniquetes dolorosos. La presión aumentó. Se le escapó el primer gemido. El dolor crecía, abrasaba. Gritó de nuevo.

Empeoró. El tormento se volvió insoportable. ¿Cuánto tiempo faltaría? No resistiría mucho a ese ritmo. Ya no sentía la mano, pero desde la muñeca al hombro todo era un sufrimiento atroz. El dolor seguía creciendo. Ahora Mario chillaba con todas sus fuerzas, desesperado porque la tortura acabase de una vez. Era vagamente consciente de que su cuerpo convulsionaba y vio a Miriam sujetándole. Empezó a sudar abundantemente.

Ya no podía más. Se desmayaría sin remedio y se dio cuenta de que lo deseaba. Perder el sentido sería una bendición en aquellas circunstancias. Su voz cambió, se deformó, sus aullidos perdían fuerza. Debía de estar quedándose afónico.

Entonces, las manos del Gris se iluminaron, y fue cuando empezó el dolor de verdad. Empezó a salir humo del brazo de Mario. Olía a pelo quemado, y de pronto, brotó una llama. Era fina, de un palmo de altura aproximadamente. Mario soltó un alarido inhumano. La llama se movió, se extendió por el brazo. Trazó una curva, luego siguió recta. Iba dejando una estela de fuego a su paso. Mario retiró la vista, estaba asustado y el corazón parecía a punto de reventar. Meter el brazo en un volcán no podía ser peor que lo que estaba soportando.

El fuego siguió deslizándose sobre la piel, dibujando, quemando. Y en un momento dado, desapareció. El Gris retiró las manos y Mario se desplomó en el suelo. No fue consciente de cuánto tiempo pasó hasta que su respiración se normalizó y fue capaz de alzar la cabeza. Aún salía humo de su brazo. Tenía un tatuaje horrible, formado sobre piel abrasada y ennegrecida. Comprendió que era una runa.

—Si de mí dependiera —le dijo Elena al oído—, te haría otro dibujito de esos en cada extremidad de tu cuerpo.

VERSÍCULO 17

La bañera estaba completamente rodeada de runas.

—Tengo que admitir —dijo Diego supervisando el resultado— que cada vez lo hago mejor. Soy la hostia. —Rodeaba la bañera para repasarla desde todos los ángulos posibles—. Es que no se me ha escapado ni un solo trazo, joder. ¡Qué bueno soy! El exorcismo va a funcionar gracias a mí, tía. Y luego el mérito se lo llevará el Gris. ¡Qué injusto! Es como si yo fuera el compositor y él el cantante del grupo...

Sara cada vez se divertía más escuchando los desvaríos de su pequeño maestro de runas. Se concentró una vez más en memorizar la estructura principal de símbolos, el patrón que se repetía una y otra vez creando la protección. Consistía en una runa principal, bastante grande. A su alrededor se grababan otras más pequeñas, cuidando la posición y la distancia. La colocación era esencial, según había recalcado Diego. Había símbolos principales que eran indispensables, como el esqueleto sobre el que se apoyaban los demás. Las runas secundarias añadían matices o potenciaban efectos concretos. El niño creía que era una especie de lenguaje, con sus verbos, sustantivos y demás elementos propios de la oración. De ese modo, combinando varias runas se podía alterar completamente el significado de una de ellas, y también elevaba al infinito las posibilidades. Claro que también se podían crear combinaciones que no significaran nada en absoluto. Lo cierto es que era un tema tan complejo como fascinante.

Diego casi había agotado el frasco con el ingrediente que había empleado para grabar los símbolos. Se consumía más rápido de lo que había imaginado. Cada vez que manchaba la estaca, solo le daba para tres o cuatro trazos. El niño le contó que una vez tuvo una estaca que apenas gastaba ingredientes, pero la perdió en un cementerio y no se atrevió a volver para buscarla.

—Ha quedado muy bien —dijo Sara.

Pasó la mano por la superficie de la bañera, sobre el símbolo principal.

—¡No lo toques! —gritó el niño, angustiado.

Sara retiró la mano como si se hubiera quemado el dedo.

—¿Se estropea el dibujo?

—No. ¡Pero tenías que haber visto la cara que has puesto, novata!

A Sara no le pareció tan gracioso, lo encontró infantil. Diego se retorció de risa.

—Veo que la maldición no te impide gastar bromitas tontas.

Le molestaba que no se lo tomara en serio. Ella se estaba esforzando por aprender, por ser útil.

El niño todavía se rio unos segundos más.

—Bueno, rastreadora, no te enfades —dijo con la respiración agitada—. Vamos a luchar contra un demonio, un sucio habitante del infierno. Si no recurro al humor, me meo de miedo.

—¿Me explicas ahora qué hacen exactamente las runas que hemos grabado?

—Vale, tía. —El niño adoptó de nuevo su actitud seria y profesional, como la de un maestro transmitiendo su saber—. Esta parte, la que rodea la bañera, es una barrera, para que no escape la niña.

—¿Y esos símbolos más pequeños?

—Esos los añadimos para reforzar la estructura, para que resista los golpes del demonio. Estos otros que se intercalan son para crear frío. —Sara arrugó la frente. Diego prosiguió la explicación—. A los demonios les jode mucho el frío, así que vamos a congelar a la niña.

—¿Pero eso no le hará daño?

—Toma, claro. ¿Cómo crees que se hace un exorcismo?

Sara titubeó, dejó en suspenso lo que iba a decir. Cayó en la cuenta de que no tenía ni idea de en qué consistía el procedimiento, pero a juzgar por la naturalidad de la pregunta de Diego, debía de ser algo que todo el mundo conocía.

—¿No se emplean oraciones y rezos para expulsar al espíritu? —preguntó con temor, como quien sabe que está diciendo una estupidez pero no tiene otra alternativa.

—¡Ja! ¡Menuda parida! —El niño volvió a reír—. Puedes leerle la Biblia entera a la niña, y bautizarla si te apetece, así verás lo que es un demonio descojonándose de risa, y con esa voz que tiene la bicha, el espectáculo puede ser la leche.

—Está bien —refunfuñó Sara—. ¿Cómo se hace? Se supone que tienes que enseñarme, no reírte de mí.

—Puedo hacer ambas cosas. Además, solo tengo que enseñarte a grabar runas. Lo demás te lo cuento porque soy un tipo majo. —Sara asintió, más para complacer el ego del niño que porque estuviera de acuerdo—. El procedimiento está chupado. Se pone en peligro la vida del huésped y el demonio saltará a otro cuerpo, para evitar que lo destierren.

Sara no lo vio tan sencillo como insinuaba el tono despreocupado del niño, sino que más bien le pareció peligroso. La duda principal era obvia.

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