La biblia bastarda (34 page)

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Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón

Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico

BOOK: La biblia bastarda
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—Sí, claro. Espere un segundo. Tengo para usted una caja, pero antes ha de pasar una prueba —le dijo, divertida—. Me han dicho que si es usted el caballero al que aguardo, hablará con soltura muchos idiomas. Dígame algo que me convenza en alemán, ruso y español.

A Francisco, todavía conturbado por la situación, le hizo gracia el descaro de Anna. Estaba seguro de que aquella comprobación era una invención que ella se había sacado de la manga para adornar el juego de espías en el que ambos se encontraban. Pero aceptó el reto y dijo:

—Vamos a ver. Déjeme reflexionar un segundo. Le diré lo que pienso primero en alemán: «
Du bist wunderschön mit deinen strahlenden Augen
!». En ruso, como bien sabrá, le podría decir: «
» Le regalo el portugués: «
Você é muito bonita e os seus olhos são espelhos d’água
». Y en español, más o menos, sonaría así: «Tus ojos, aun sin mirarlos, dan la muerte con el puñal azul de su recuerdo».

Debajo de aquellas pupilas claras, encandiladas por la voz de Francisco, se extendió una amplia sonrisa. A Anna le había gustado semejante demostración de cultura, poesía y desenfado por parte de un caballero de apariencia tan elegante y cosmopolita.

—Creo que en el idioma de Cervantes me ha engañado usted de alguna forma, pero lo que ha dicho se escucha maravilloso. La verdad es que me encantaría aprender castellano. ¿Es su lengua materna?

—Sí. Es la de mis progenitores, pero desde muy joven he vivido en Rusia, me formé en Portugal y luego en Francia, adonde he vuelto después de muchos años en la corte de los zares. Siempre se me dieron muy bien los idiomas: herencia paterna.

Anna, que había repasado con discreción de arriba abajo la galanura de aquel distinguido cliente mientras él se dedicaba a traducir y a hablarle, localizó debajo del mostrador un bulto envuelto en un bello papel de regalo. Por el tamaño, desde luego, parecía corresponder con el joyero que había pertenecido a los zares. Una tarjeta prendida en los pliegues del envoltorio decía «Monsieur F. P.».

—¿No le han dado nada más para mí?

—Sí. Hay otra cosa en la trastienda. Espere un segundo.

Aquella atractiva mujer atravesó la tienda cimbreando su cuerpo sobre unas largas piernas que se alzaban desde los zapatos de tacón. Cualquiera se quedaría fascinado con la acertada selección de ropa chic que portaba encima, pero Francisco se sorprendió a sí mismo escrutando cuidadosamente la silueta. Se deleitó con deseo observando a aquella fémina a la que quizá duplicaba en edad. Su cuerpo tenía unas sutiles curvas que bajaban desde la espalda hacia su cintura y que, a continuación, se acentuaban.

Tras unos pocos minutos, mientras él se entretenía examinando en una alta vitrina una colección de tocados, sombreros y pamelas de fiesta, la dependienta volvió con un abultado maletín de cuero negro.

—Me han dicho que le diera esta cartera. ¿Puedo hacer algo más por usted?

—La verdad es que me encantaría tener encargos como éste todos los días para volver a verla —comentó Pérez, sorprendiéndose a sí mismo por su valentía en aquella velada declaración a una desconocida—, pero no quiero parecerle descortés ni un aprovechado, y mucho menos con la diferencia de edad tan manifiesta que hay entre nosotros. Si a usted le apetece, puedo enseñarle algunas frases más en castellano cuando desee. Con este encargo finaliza una etapa de mi vida y no tengo ya muchas cosas que hacer en París. Siempre se me ha dado bien enseñar. Además, leer poesía es mi pasión, pero hace falta alguien a quien recitársela.

—Es usted tan amable como atrevido, señor Pérez. Y, permítame que se lo diga, no sé qué edad tiene, pero no aparenta tanta como cree. Seguro que, más que los años, es la experiencia lo que le hace saber que a las mujeres nos encantan los cumplidos, y más aún envueltos en poesía. Desde luego, muchas de nosotras no podemos resistirnos a la atracción de ese género literario dedicado a generar belleza con las palabras. No olvide que también somos curiosas, y la verdad es que todo este trato me intriga. Quizá algún día quiera usted contarme lo que contiene ese misterioso paquete que me ha entregado —le dijo, sonriendo, antes de aproximarse a él para hacerle un leve gesto cómplice—, o tal vez le apetezca desvelarme el secreto de su juventud. No se acompleje: le aseguro que yo cambiaría la falta de delicadeza de algunos hombres más jóvenes y fuertes por el porte y la elegancia de alguien como usted. La verdad es que aceptaría encantada su oferta para aprender español, sobre todo si es esa lengua de jóvenes poetas que acaba de declamar. Me fascina ese país, con su clima, con su historia, con sus letras. Pásese otro día por aquí, invíteme a un café en este bonito barrio y regáleme alguna nueva estrofa.

—No lo dude. Así lo haré. La próxima semana vendré a buscarla. Buenas noches —concluyó el caballeroso español, que abandonó ilusionado el comercio con una misión cumplida y, si había suerte, con una nueva vida por delante para la que ahora tenía que hacer planes.

Capítulo
19
SOSPECHOSO

I
van Kurashov se refugió en la lúgubre habitación del hostal que había sido su cobijo desde que llegó a Madrid. Tumbó el abrigo sobre la colcha, que cubría una cama de orografía accidentada, y lo palpó en busca de su pistola: una Star nacional de cuya efectividad no dudaba, a pesar de las escasas ocasiones en que se había visto obligado a cambiar sus tareas de vigilancia por misiones más expeditivas. Escondió el arma corta bajo la almohada y dejó el grueso abrigo donde estaba. Su denso tejido de lana sería un perfecto cobertor en aquella habitación desprovista de calefacción. Recordó cómo había curtido su cuerpo en la fría ciudad fantasma de Nadym, la antigua villa siberiana que sus habitantes habían abandonado por motivos nunca explicados por la historia. Fue allí donde recibió la instrucción necesaria para actuar envuelto en el clima y en las condiciones más adversos. Casas semiderruidas, puertas y ventanas cegadas por toscas tablas zurcidas con clavos, calles despedazadas por temporales de nieve y templos expoliados por los bandidos constituían la encerrona perfecta para demostrar la capacidad de supervivencia en un entorno hostil. La dacha elegida por las autoridades soviéticas para adiestrar a sus agentes era la única madriguera humana en aquella población señoreada por los renos. Pero esa capacidad de adaptación demostrada en plenos Urales no le impedía albergar la añoranza casi infantil de un brasero para soportar la glacial noche madrileña a la que ahora estaba destinado.

Se dirigió a la mesa camilla que ocupaba una esquina de la estancia. Levantó los faldones del mantel y extrajo un pesado estuche. Lo destapó con cuidado sobre el tablero redondo y se dispuso a trabajar. A primera vista, aquello era una máquina de escribir convencional, pero si alguien la destripase, se encontraría con un intrincado dispositivo de discos y resortes que la convertían en un avanzado ingenio de criptografía. El hijo del matrimonio que vivía dos pisos más abajo lloraba, posiblemente presa de alguna secuela del tracoma que padecía. Ese llanto le dio una buena oportunidad para hacer ruidos mecánicos sin despertar más sospechas de las necesarias. Un profesor de lenguas eslavas de la Universidad Central de Madrid, como supuestamente era, podía escribir a máquina sin que los vecinos desconfiasen de él, pero hacerlo a aquellas intempestivas horas siempre provocaba alguna protesta. Comenzó a pulsar las teclas de su máquina, pero los tipos no se alzaron en dirección a la cinta entintada, que también permanecía inmóvil. Sólo se oía un zumbido secuencial que parecía el ruido de un tensor al ganar tirantez. Siguió mecanografiando algunas letras más y, cuando terminó, extrajo del estuche una pequeña cartulina marrón que introdujo por una ranura disimulada en el lateral. Entonces movió con determinación la palanca del carro y comenzó a sonar una leve percusión. La ranura devolvió totalmente perforada la tarjeta.

El ruso sabía que ése era un ejercicio de comunicación sin retorno. La máquina sólo servía para codificar. El descifrado correspondía a otros artefactos que operaban de manera simétrica a aquél, y que, además de en el cuartel general de los ejércitos, estaban repartidos por las embajadas y otros refugios soviéticos secretos del mundo entero. Su gobierno no podía permitirse poner en riesgo una máquina de descodificación. Un agente capturado podría terminar revelando algunos secretos trascendentales bajo tortura, pero perder un ingenio que descifrase sus mensajes suponía poner en peligro al Estado entero y desmantelar sus redes de información. El celo por proteger las claves del cifrado era extremo. Para los servicios de información rivales ni siquiera resultaría útil aquel artilugio que Ivan guardaba en su casa. Si se les ocurría aflojar sus tornillos, un ácido corrompería de inmediato el mecanismo, que quedaría inservible como una boca sin lengua. Antes de guardarla de nuevo, recordó la facilidad con la que la máquina había superado hasta entonces todas las inspecciones aduaneras, incluidos los rigurosos registros portuarios. Un profesor de lengua cambiaba con frecuencia de país con la única compañía de una máquina de escribir de apariencia inglesa y un abrigo de aspecto nórdico: nada que cambiase el rutinario modo de escrutar de un funcionario policial.

Introdujo la cartulina en el bolsillo de su chaqueta y se acostó escuchando los lamentos del niño. Al día siguiente tendría que acercarse a la hora prevista a los grandes almacenes de la calle de la Princesa. En la puerta principal se cruzaría con su colega Natalia, con la que chocaría como de casualidad para depositar el mensaje en su bolso. Desconocía el periplo que seguiría aquella tarjeta, pero creía que acabaría en manos de Anatoly Lunacharsky. Su reciente fallecimiento en la ciudad francesa de Menton, cuando se dirigía a España para que lo nombraran embajador de Stalin en la República, no resultaba convincente para Ivan. Estaba seguro de que su aparente muerte en una ciudad tan impensada sólo era un amaño urdido por las autoridades rusas para que el camarada que mandó fusilar a Dios en aquella gloriosa mañana de 1918 pudiese pasar al mundo paralelo del espionaje, en el que sólo sobrevivían las identidades falsificadas, como la suya.

«S
IN NOTICIAS DEL LIBRO.
E
L PÁJARO BOBO SIGUE HACIÉNDONOS EL TRABAJO
». Ése era el mensaje para sus superiores. Una comunicación «de mantenimiento», según las clases recibidas en la dacha de Nadym.

No había premio por ser la primera pareja en abandonar la sala al acabar la película, ni María y Emilio tenían especial prisa por salir. Pero, en comparación con la premura con la que ambos alcanzaron la calle, el resto de los espectadores tardaron tiempo en abandonar sus localidades. El grueso de aquella reunión de tortolitos se había dedicado en mayor medida a los arrumacos y rozamientos que a presenciar el estreno. La bibliotecaria y el periodista, que no se habían tocado ni siquiera en busca de resguardo mutuo durante las escenas más escalofriantes, no necesitaban recomponer sus atuendos o su maquillaje, como estaban haciendo los demás asistentes.

De camino hacia ningún lugar previsto, María se confesó aturdida por la historia del doctor Mabuse. La maldad gratuita y el ejercicio vil de una criminalidad disciplinada por el mero placer de destruir le resultaban vomitivos. Sin embargo, a Emilio le había entusiasmado el ambiente degradado que envolvía a aquellos delincuentes y la elegancia con la que vestía sus trajes el protagonista, incluso después de pasar por un chapuzón en el que, no lo podía negar, la chica había salido mucho más favorecida gracias al vestido que la humedad ciñó de modo lúbrico a su piel. En esto, María se detuvo ante su amigo y le pidió un momento de atenta escucha.

—No puedo callarlo más. He estado investigando sobre ese asunto que me contaste: el asesinato del muchacho en plena calle. Resulta que, desde hace semanas, echaba en falta a una joven que acudía con frecuencia a la biblioteca para consultar antiguas ediciones sobre medicina oriental. Solía venir acompañada, por lo que busqué las fichas y encontré el nombre de los dos: Ramón Panal y Marta Miranda-Fábregas. ¡Eran ellos! —afirmó, con los ojos muy abiertos—. Cada semana acuden a la sala de lectura muchos estudiantes de Medicina, algunos sólo buscan un lugar silencioso para repasar, otros necesitan documentación para sus trabajos…

—¿Y…? —preguntó Emilio.

—Ayer vino una chica a la que inmediatamente recordé hablando con ellos. Me tomé el atrevimiento de preguntarle por Marta y por Ramón. Su expresión amable se desdibujó cuando los mencioné. ¡Era amiga íntima de Marta! No fue capaz de contener las lágrimas cuando me contó algunas cosas que deberías saber.

Emilio no quiso parecer inoportuno con las muchas preguntas que le quemaban en la garganta. Presentía que sería innecesario hacerlas.

—Me contó —continuó María— que Marta estaba en estado, un embarazo incipiente que desencadenó el repudio de una familia de católicos recalcitrantes y supuso el final de sus estudios. Cierto día tuvo cita con el médico y desde entonces la joven no la ha vuelto a ver, tan sólo ha recibido alguna llamada esporádica.

—¿Y sabes de qué médico se trataba?

—Sí, pero ahórrate la visita: ya he estado allí. Se trata de un especialista en ginecología, aunque por el modo en que me recibió, y sobre todo por las preguntas que me hizo, me di cuenta de que atiende a mujeres que no quieren seguir adelante con la gestación.

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