Read La biblia bastarda Online
Authors: Fernando Tascón,Mario Tascón
Tags: #Intriga, #Aventuras, #Histórico
—¡Es el códice, el Códice Sinaítico! Pero… ¡no puede ser! —murmuró con desconcierto.
Izaola posó en la mesa el libro que acarreaba y cambió de nuevo su humor, para volver a ser el delicado burgués de finas maneras.
—¿Sorprendido?
—¡Este libro debería estar en Londres! ¡He leído las crónicas…!
—Éste no. Es mío —aseguró con aplomo Izaola.
—¿Entonces…? —preguntó Emilio, sumido en la perplejidad.
—¡Bah! ¡Cuántas mentiras cuenta la prensa! Aunque con esta afirmación no le descubro nada, ¿verdad? Le presento el genuino Códex Sinaiticus. Usted lo tiene en sus manos —anunció con una pose que pretendía ser efectista.
—Y el de Londres, el que los soviéticos han vendido a los ingleses, ¿es falso? —dijo el periodista, atónito.
—Digamos que es… el hermano tarado del que tiene usted delante.
—Y ese otro libro que me traía usted, ¿qué es?
—Ah, esto es el facsímil de la Biblioteca Nacional, lo que usted perseguía con tanto empeño. Se trata de una copia en papel, de muy buena calidad, pero una copia. Usted ya sabe lo que es un facsímil.
Emilio sabía lo que era un facsímil, pero no había alcanzado a comprender aún cómo era posible que el códice original estuviese en dos sitios a la vez, a no ser que el tal Izaola fuese en realidad un mago que, mediante un truco de espejos colocados a cientos de kilómetros de distancia, estuviese tomando el pelo al gobierno británico y a las multitudes que estaban depositando en Londres sus aportaciones para amortizar la compra de la obra.
—Señor Ruiz, llegados hasta aquí, no tengo inconveniente en explicarme. Yo soy un hombre dado a los negocios y creo que, de esta delicada situación, los dos saldremos airosos mediante un buen trato.
Su interlocutor se dispuso a escuchar.
—Todo el mundo, y cuando digo todo el mundo no trato de exagerar, piensa que el único ejemplar del código que ha sobrevivido al paso de los años es el que se exhibe en Londres, por eso tiene el honor de llamarse «Aleph», la primera letra del alfabeto hebreo. Pero ese volumen, por su proceloso caminar a lo largo del tiempo, ha perdido parte de sus páginas, entre otras propiedades. En realidad, de los cincuenta códigos que mandó escribir en griego el emperador Constantino para preservar la historia de Dios, solamente quedan dos: uno está en Londres y el otro aquí. Éste es «Tav», denominado con la última letra del abecedario judío, el mejor conservado; diría más: el único realmente respetado hasta hoy. Incluso mantengo que es el más antiguo, el que sirvió de modelo para los otros cuarenta y nueve. Compruébelo, cuenta con todas las páginas originales: el Génesis, todo el Antiguo Testamento… El de Londres, al lado de éste, es, Dios me perdone, una piltrafa. El ánimo de ocultarlo primero y de sustraerlo después supuso su descuartizamiento. No lo han reconstruido por completo, ni mucho menos. Sin embargo, en éste se encuentra intacta la revelación más importante del pasado sin las correcciones que le hicieron al Aleph. Mírelo, ni una sola nota añadida. Es éste el que está más cerca de la verdadera palabra de Dios.
—¿Una piltrafa el de Londres? ¡Una piltrafa que ha costado cien mil libras esterlinas!
—Sí, unos cuatro millones de pesetas, si mis asesores en divisas no me han engañado en los cambios de esta mañana. ¿Cuánto cree entonces que podría valer éste? ¿Cuarenta millones?… ¿Cuatrocientos?… Tal vez me quede corto al poner ceros. Dese cuenta de que el valor de esta pieza reside precisamente en el daño sufrido por el otro ejemplar. ¿Se imagina usted lo que significaría encontrar una Venus de Milo con los brazos en su sitio o localizar una Victoria de Samotracia de mirada triunfante donde hoy sólo podemos constatar un descabezamiento? Además, el que tiene delante está escrito en el más apreciado soporte de cuantos el ser humano ha ideado para confiar sus saberes a la posteridad. ¡Eso que pasa entre sus manos es piel de gacela!
Izaola se situó al lado del impertérrito busto de un emperador romano que tenía cerca y le pasó un brazo por los hombros con ademán amistoso, como si aquel egregio personaje le debiese un favor.
—Mire a este hombre. Él fue quien decidió que la Biblia debería quedar fijada para siempre. ¿Sabe usted cuántas gacelas fue necesario sacrificar para obtener un conjunto de setecientas treinta páginas? —prosiguió mientras miraba hacia el mayestático bronce, que seguía sin inmutarse—. Imagine a todos esos graciosos animales muertos, sus pieles curtidas al sol, y piense en cómo las pulieron y las sometieron a los más delicados tratamientos hasta convertirse en láminas de exquisito tacto que apenas se deterioran con el tiempo.
—Y, teniendo en su poder semejante joya, ¿para qué diantres quería ese triste facsímil? ¿Sólo era un cebo para engañar a un pobre ignorante como yo?
—¡Oh, no lo desprecie de esa manera! Necesitaba comprobar que había comprado la mercancía que me prometieron. La mejor forma, ante la imposibilidad de conseguir el que todavía guardaban tan celosamente los soviéticos, era traer aquí la copia facsímil y contrastarla con mi ejemplar.
—¡Usted se lo llevó de la Biblioteca Nacional! —exclamó Emilio.
—Digamos que no lo echaron nunca en falta. Muchas personas no devuelven los libros que se llevan de las bibliotecas, tampoco me parece algo tan abyecto.
Emilio comprendió que estaba ante un verdadero juego de birlibirloque de dimensiones históricas y repercusiones internacionales. La pieza original, de valor infinito, permanecía escondida en aquella bodega mientras una potencia mundial compraba un libro igual, aunque mutilado, pensando que era el único, y pagaba por él un potosí a los rusos. Desde luego, Stalin era un hombre habilidoso para los negocios de Estado.
—¿Y cómo ha conseguido el verdadero códice?
—Es una larga historia… Un imperio asaltado que se descompone repentinamente, aristócratas que huyen con sus pertenencias, el mercado del arte, que se satura… La compraventa requiere muchas negociaciones e intermediarios.
—¡Claro, como Van Raders! ¡Él también conocía la verdad, por eso es hombre muerto! —murmuró Ruiz—. ¿Quiénes fueron?, ¿los falangistas?
—¿Esos chapuceros? No. Cuando decidí que Van Raders sabía demasiado y usted se estaba aproximando, me encargué personalmente de… acabar con su patética tendencia a la indiscreción. Por cierto, debería saberlo, cuando llegó usted a su casa no le reconocí. El viejo pelirrojo me advirtió por teléfono de que alguien buscaba una Biblia. Cuando usted hablaba con él, yo me introducía por una ventana trasera. Desde mi escondite creí entrever a un cliente en busca de alguna baratija. Si llego a saber que se trataba del molesto periodista que seguía la pista del facsímil, tal vez no estuviese ahora aquí para contarlo, señor Ruiz.
—¡Está usted chiflado! —le espetó Emilio.
—Lamento discrepar. Yo… ¡Vamos, usted es un hombre de la calle! —exclamó entre aspavientos—. ¡Salga ahí fuera, a su mundo!, ¿qué se va a encontrar? Monarcas que desertan de sus reinos, burgueses que se creen agraciados por la mano soberana del pueblo, miseria que se convierte en enfermedades, hombres que compran y venden sus almas por mucho menos de lo que cuesta cualquiera de estas piezas, venganzas, inmisericordia… A ustedes, los periodistas, les corresponde investigar todas esas cosas, pero se limitan a publicar la escasa sangre que salpica, unas veces porque resulta imposible conocer la verdad y otras porque sus jefes les impiden hacerlas públicas.
Aquello fue un doloroso golpe bajo para el redactor de
La Voz
.
—¿De verdad soy yo el loco? —insistió Izaola.
—A cada uno lo suyo —respondió Emilio—. Y, dígame, ¿qué va a ser de mí? ¿De qué forma va a quitarme de en medio ahora que conozco su secreto?
—Usted no es el único.
—¿Quién más lo sabe? —se interesó el periodista, que iba de sorpresa en sorpresa.
—Su amiga.
—¿María…? ¿Cómo que María?
—¡Ah, María! ¡Una mujer excepcional! —exclamó entre evidentes buenos recuerdos—. Es una lástima que se haya equivocado de rumbo en tantas encrucijadas de la vida.
Emilio no podía encajar que su compañera de cuitas adoptase el papel de cómplice del malo en aquel folletín que le estaban entregando en capítulos.
—¿María trabaja para usted?
—Eso pensaba, hasta que me di cuenta de que, en realidad, ella prefirió ponerse del lado de un periodista impertinente.
A caballo entre la curiosidad y el temor a descubrir una verdad que terminase de abrir esa úlcera que comenzaba a presentir en alguna de sus oquedades, Emilio Ruiz optó por lo más imprudente, pero también por lo más redentor: ahondar en las preguntas.
—¿Qué ha tenido que ver esa chica en todo esto?
—Permítame que le anticipe todos mis respetos hacia ella. No siempre me siento orgulloso de mis actos pasados, aunque tengo la impagable capacidad de adaptarlos a las circunstancias actuales. María y yo fuimos… novios, o algo así.
El redactor recordó las revelaciones de la joven, su encuentro con un hombre que habría podido contentar las aspiraciones sociales de su familia y el silencio que le provocó aquel episodio de su vida.
—Ella era joven, yo empezaba a perder esa condición. Todo comenzó porque yo necesitaba a una persona que trabajase en la Biblioteca Nacional. Me pareció la más apropiada de cuantas se dedicaban a aquel enorme trasiego de libros entre los que yo quería conseguir un simple facsímil sin armar demasiado escándalo. María no sabía cuáles eran mis intenciones; sencillamente, intimamos. En el fondo creo que vio la oportunidad de asentar su futuro junto a un hombre adinerado y con clase: ése es mi aspecto, aunque reconozco que esconde otras facetas que hasta ese momento eran desconocidas para ella. Luego la convencí de que necesitaba el facsímil para demostrar ciertas imperfecciones en el relato bíblico que podrían hacer temblar las estructuras del Vaticano. Ella ayudó a mis asalariados a llevárselo.
Según se deducía del relato de Izaola, María acompañó a Emilio a los sótanos de la biblioteca sabiendo que el facsímil ya no estaba allí, acaso con intención de alejarlo de esa pista. Por primera vez, se vio obligado a perdonarla, pero presentía que habría nuevas ocasiones para hacerlo.
—Yo estaba decidido a dejarla, pero ella insistía y, ya sabe, las cosas se complican… Se quedó embarazada.
Emilio entregó a su espíritu una segunda cucharada de perdón. No sabía hasta dónde llegarían las existencias.
—Cuando yo la informé de que la paternidad no estaba entre mis planes, se alejó. Nuestra historia en común terminó de forma brusca.
—¿Llegó a alumbrar a esa criatura?
—Claro, ya conoce usted a esa chica. Nada se le pone por delante. Tuvo un niño hermoso.
—¿Y adónde fue a parar?
—María se empeñaba en convertirse en madre soltera, pero ya se imaginará… Sus padres no lo aceptaban, la sociedad la repudiaría y en la biblioteca no la volverían a admitir con una carga así. Yo me hice con las riendas de la situación.
—¿Se quedó usted con el niño? ¿Ella se lo entregó? —preguntó, extrañado, el periodista.
—Digamos que tuve que convencerla por métodos que, a su juicio, serían reprobables. Conté con la inestimable ayuda del personal del hospital. Tal vez estaba un poco… somnolienta cuando firmó los poderes necesarios para que entregasen la criatura a una familia de mi confianza, pero ya no pudo reclamar ningún derecho.
—¿Dónde está ahora ese niño? —preguntó Emilio, que comenzaba a comprender el encariñamiento mutuo entre la cercenada maternidad de María y la orfandad de Miguelito.
—Eso no le importa. Crece seguro e ignorante de estas vicisitudes. ¿Cree usted que le gustaría saberlo? ¿No será mejor que se considere hijo de quienes han ejercido como sus padres durante todo este tiempo?
—O sea, que María ha continuado siendo, ¿cómo decirlo?, su cautiva. Usted es el único posible vínculo que le permite aspirar a reencontrarse con su hijo —le acusó Emilio.
—Tampoco crea que me siento orgulloso de haber utilizado esa infeliz circunstancia. Entregué al niño porque nunca he querido ataduras y, la verdad, al principio pensé que ella tampoco.
—Y, desde entonces, ¿para qué la ha utilizado?
—María tenía el encargo de avisarme de cualquier intento de acceder al facsímil que se produjese. Eso la llevó a contarme los pasos que daba un periodista que un día acudió a preguntar por el mismo libro que ella había ayudado a sacar de allí.
—¡Era su informadora! —fue el adjetivo más caritativo que se le ocurrió.
—Al principio sí, pero poco después dejó de suministrarme ningún tipo de noticia, lo que me llevó a sospechar que se había unido a usted de alguna manera. Tuve que utilizar otros recursos a mi alcance, como los amigos fascistas.
Luego María había traicionado a su propia conciencia, había traicionado a Emilio, pero también había traicionado al padre de su hijo. Al periodista no le quedaban más sorbos de perdón, pero sí algunos tragos de misericordia hacia aquella desgraciada joven que, después de una experiencia tan traumática como el robo de su propio retoño, emprendió caminos alocados en busca de un destino que no terminaba de encontrar.
—Y creo que ésa es toda la historia —finiquitó el burgués.
—Cambiando de tema —dijo el periodista, todavía aturdido por los descubrimientos—. Dígame: ¿piensa matarme?
—Todavía no lo sé. Estamos haciendo un trato. ¿Qué me ofrece usted?
—Creo que no le conviene hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque en realidad… trabajo para el Kremlin. Ellos me han encargado localizar el códice. Imagino que pretenden ocultar su existencia o hacerlo desaparecer de forma definitiva —aseveró Emilio, que empezaba a desarrollar mentalmente una invención del suficiente calibre como para detener la fría crueldad de su interlocutor.
—¿Y qué le hace pensar que los rusos me van a parar?
—Que ellos también sospechan que en Madrid se ocultaba algo relacionado con el Aleph, por eso me contrataron —siguió fabulando atropelladamente—. Si yo no regreso a completar mi informe, se encontrarán con lo que he escrito hasta hoy. Su nombre es el último que aparece detallado. Vendrán a buscarle.
—¡Eso es una patraña! —tanteó Izaola.
—Usted sabe que no. Los falangistas ya le habrán informado de la aparición del camarada Ivan justo en el momento en que ellos pensaban lincharme. Ya lo habrá investigado y sabrá que ese hombre no se anda con chiquitas. ¿De verdad quiere ver lo que sería capaz de hacer con todos estos… trastos? Supongo que a usted lo dejaría para el final —auguró un hombre que nunca se hubiera creído capaz de mentir con aquella soltura.