Mientras las naves que aún aguantaban de la flota seguían avanzando hacia el objetivo principal en Corrin, las fuerzas mecánicas se reagruparon alrededor de la fortaleza de la supermente en el centro de la ciudad. Vor convocó a todos los mercenarios y maestros de armas, muchos de ellos veteranos atezados que habían sido entrenados justamente para enfrentarse a situaciones como aquella. Habían estado esperando aquel momento durante todo el viaje.
En última instancia, no importa quién eres, sino lo que eres.
Diálogos de Erasmo
, entradas finales
Aunque en su corazón el maestro de armas Istian Goss se sentía entumecido, siguió luchando. Al menos Corrin era un lugar apropiado para demostrar sus capacidades.
Durante las semanas que había durado el trayecto hacia el último Planeta Sincronizado, Istian se había sentido inquieto y turbado, y se había aislado de los demás. A bordo de la nave encontró a muchos de aquellos fanáticos cultistas a los que tanto odiaba y, si no se mantenía alejado, quizá sentiría la tentación de tirarse sobre alguno y hacerlo picadillo.
Así pues, Istian estuvo entrenando solo en cámaras selladas, forzando sus capacidades, mejorando su técnica igual que había hecho el joven Jool Noret. Y sin embargo, por más que lo intentaba, seguía sin sentir el espíritu de aquel gran héroe en su interior. Aun así, derrotaba a cada uno de sus oponentes ficticios, y se dio cuenta de que el silencio de Jool Noret no le hacía menos diestro en combate. Era un hábil maestro de armas por derecho propio.
Tras los disturbios y manifestaciones de Zimia, que desembocaron en las muertes de Nar Trig y el
sensei
mek Chirox, Istian no tuvo reparos en presentarse voluntario para el asalto final sobre Corrin. Mejor volver a luchar contra las fuerzas de Omnius que matar a otros humanos para aplacar su ira y su sentimiento de culpa.
Cuando la Flota de Venganza entró finalmente en combate en la órbita de la última guarida de Omnius, abriéndose paso a través de las líneas defensivas de naves robóticas, Istian y sus compañeros mercenarios cogieron sus armas y se prepararon. Pero los enfrentamientos en el espacio no estaban hechos para los maestros de armas. Así que Istian hizo poco más que andar arriba y abajo con nerviosismo, esperando, impaciente por poder utilizar su espada de impulsos en un combate cuerpo a cuerpo.
Finalmente, cuando los restos de la flota de máquinas quedaron flotando en el espacio, junto con muchas naves destruidas de la Liga, el bashar supremo Atreides les dio luz verde. Istian y sus compañeros mercenarios embarcaron en veloces lanzaderas para lanzar el asalto final sobre la principal ciudad de Corrin. Durante la refriega, había visto jabalinas y ballestas cargadas de mercenarios que volaban por los aires bajo el fuego enemigo.
Pero aún quedaban algunos. Los suficientes para hacer el trabajo.
La lanzadera atravesó la atmósfera, acompañada por otras veinte naves similares. La misión de Istian y sus compañeros sería convertir Corrin en un lugar seguro, eliminar al resto de máquinas pensantes y colocar la carga atómica de precisión que necesitaban para destruir a la última supermente.
Junto a Istian, en la lanzadera viajaban otros veintitrés maestros de armas, supervivientes de viejas batallas, como él. Con el fin de la Yihad, muchos habían encontrado nuevas vocaciones, pero habían vuelto para aquella batalla. Sería su última oportunidad de demostrar sus habilidades en combate.
Cuando la lanzadera aterrizó en medio del caos de la ciudad, las escotillas se abrieron y los maestros de armas salieron con sus espadas de impulsos preparadas. Muy cerca, aterrizaron otras dos lanzaderas, pero llevaban distintivos diplomáticos, no la insignia del ejército de la Humanidad. Los cultistas, entusiastas pero torpes, bajaron provistos de garrotes y burdas imitaciones de las espadas de impulsos, impacientes por destruir a cualquier enemigo.
Con el corazón acelerado, Istian se dio la vuelta. No quería distraerse con aquellos necios teniendo un enemigo real contra el que luchar. Un enemigo que importaba.
Sin embargo, se dio cuenta de que a los cultistas no les importaba perder a dos o tres de los suyos por cada máquina que lograban desactivar. Para ellos aquello era yihad en estado puro, mucho más que para ningún soldado. Y eso significaba que, a diferencia de lo que pasaba en Salusa Secundus, donde no hacían más que atacar a máquinas útiles como Chirox, en aquellos momentos los fanáticos eran sus aliados. Aquel pensamiento le resultaba tan extraño…
Cuando Istian y sus compañeros bajaron, la lanzadera despegó de nuevo, mientras las baterías antiaéreas disparaban sin cesar. Las explosiones sacudían las calles de la ciudad. Robots de combate salían de relucientes complejos geométricos. Con un alarido estridente, los maestros de armas corrieron a por ellos.
Istian, ansioso por entrar el combate, fue el primero en alcanzarlos. Allí estaban, los ominosos mek de combate, con sus brazos armados extendidos y las fibras ópticas chispeantes, como si pudieran sentir odio.
Y todos ellos tenían un extraño parecido con Chirox.
Después de haber visto que el
sensei
mek se sacrificaba para no dañar a ningún humano, Istian vaciló, sintiendo un fuerte pesar en su corazón. Ojalá Chirox hubiera estado con él en aquellos momentos. Sí, más que el visceral espíritu de Jool Noret, era el mek de combate reprogramado quien había guiado sus pasos.
Istian trató de sentir a Jool Noret en su corazón… y finalmente percibió algo, una especie de conexión espiritual y emocional. Los robots que tenía ante él no poseían más que fuerza bruta. Y caerían. En cuanto su espada de impulsos tocó al primero, Istian comprendió que cualquier parecido con Chirox era una fantasía.
Gracias a las enseñanzas del
sensei
mek, Istian estaba más que capacitado para enfrentarse a aquellos robots. Despachó a dos de ellos en el primer encontronazo y, sin pararse a pensar, se arrojó contra el siguiente, que acababa de matar a uno de los temerarios cultistas. Cuando la sangre aún goteaba de sus brazos de metal líquido, Istian frió sus sistemas de circuitos gelificados y se giró buscando un nuevo adversario.
Y así, mientras luchaba, todos sus fantasmas y sus dudas desaparecieron.
Istian alcanzó el nivel máximo de abandono, el verdadero secreto del estilo de combate de Jool Noret. Se sentía lleno de energía. Él había dedicado su vida a aquello. Y siempre sería el eje que guiaría su mente y su corazón.
Él y sus compañeros avanzaban hacia el núcleo central de Omnius, esperando la señal para colocar las cabezas nucleares y terminar con la misión. Istian blandía su espada de impulsos. Podría haber seguido así para siempre… y desde luego había máquinas más que suficientes para tenerlo ocupado.
Mientras Corrin estaba inmersa en aquella batalla final, Erasmo se detuvo a escuchar el pacífico sonido del agua en las numerosas fuentes y riachuelos mecánicos, salpicado por los sonidos de fondo de la batalla. Viendo el desafortunado curso de los acontecimientos —aunque no sentía ninguna culpa por su responsabilidad—, el robot independiente se había retirado a su villa buscando solaz. Allí esperaría el final. O acabaría con todo él mismo.
Pero cuando vio que su pupilo humano regresaba, cambió de idea. Haciendo ondear su túnica carmesí, corrió a abrazar a Gilbertus Albans, que había sido rescatado de los contenedores del puente de hrethgir. El último de los Planetas Sincronizados se venía abajo, y sin embargo él solo podía pensar en una cosa.
—¡Estás a salvo, Mentat mío! ¡Excelente! —La expresión de alegría de su rostro de metal líquido no era simulada, era una reacción inconsciente, genuina.
Su abrazo fue tan efusivo que aquel hombre tan musculoso jadeó.
—¡Padre, por favor, no tan fuerte!
Erasmo lo soltó y retrocedió para admirar al hombre al que había criado y entrenado, por el que se había preocupado durante tantas décadas. Gilbertus se veía sucio y cansado después de aquel mal trago, pero estaba ileso. Eso era lo que importaba.
—Pensé que no volvería a verte —dijo el robot.
—Yo también lo pensaba. —Los grandes ojos verde oliva de Gilbertus se empañaron—. Pero estaba seguro de que encontraría la forma de sacarme de allí. Que no dejaría que me pasara nada. —Frunció el ceño con expresión preocupada—. Pero Serena aún está allí. Debemos rescatarla.
—Por desgracia, ya no puedo ayudarla. La mayor parte de nuestras defensas han sido destruidas por las bombas atómicas de impulsos de los humanos. Me temo que Corrin está perdido —dijo Erasmo—. La Liga pronto estará aquí.
—Al menos no iba a bordo de una de las naves de guerra —comentó Gilbertus tratando de consolarse con algo—. Porque entonces ya habría muerto.
El robot independiente no le mintió.
—Si Vorian Atreides sigue el mismo patrón de ocasiones anteriores, es posible que a nosotros tampoco nos quede mucho tiempo, Mentat mío. Convertirá Corrin en un yermo estéril como hizo con otros Planetas Sincronizados, y moriremos. Quizá después de todo tu Serena estará más segura en el puente de hrethgir.
—No creo que lancen una lluvia de bombas atómicas para destruirnos, padre. He visto a sus tropas aterrizar en la ciudad… aunque su comandante ya ha demostrado que está dispuesto a sacrificar millones de rehenes. No entiendo por qué pudo fallar el dispositivo para detonar los explosivos en el puente.
—No falló, Gilbertus. Yo lo desactivé… para salvar a una persona.
Gilbertus estaba perplejo.
—¿Hizo eso por mí, padre? ¿Ha sacrificado Corrin y la civilización de las máquinas por mí? ¡No soy digno de algo así!
—Para mí lo eres. He realizado exhaustivas proyecciones, y está claro que algún día serás alguien muy importante. Quizá cuando las máquinas pensantes ya no existan, tú podrás enseñar a tus compañeros humanos a pensar eficazmente. Entonces mi trabajo no habrá sido en vano.
—Usted me enseñó a pensar, padre —dijo Gilbertus—. Haré honor a sus enseñanzas y explicaré a todo el mundo que usted me instruyó.
El robot meneó la cabeza.
—Ninguna máquina saldrá con vida de Corrin. Ni siquiera yo. La batalla está perdida. Si pudiera activar alguno de los paneles te mostraría la situación. Las líneas robóticas se desmoronan. La flota de la Liga acaba de obligar a otro grupo de naves nuestras a atravesar la barrera descodificadora. Nos quedan muy pocas naves operativas en órbita. Los hrethgir han penetrado en nuestras defensas más cerradas. Solo espero que decidan dar un golpe localizado y que parte de la belleza del planeta pueda salvarse… y tú. —Miró en la distancia, donde el retumbar de la batalla formaba un duro contrapunto a la paz y la delicadeza del jardín—. Estamos viendo el ocaso de las máquinas pensantes. Pero no lo será para ti, Gilbertus. A partir de ahora, te moverás en los círculos de humanos, y jamás, jamás debes reconocer tu relación conmigo. Yo maté al bebé de Serena Butler y encendí la chispa que llevó a esta locura colectiva. No menciones nunca mi nombre ni tu relación conmigo. Los momentos preciosos que hemos compartido perdurarán en tu maravillosa mente. Debes hacerte pasar por un esclavo más de Corrin. Cambia tus ropas. Con un poco de suerte, los hrethgir te rescatarán y te llevarán a la Liga de Nobles.
—Pero yo no quiero marcharme. —Aunque estaba alarmado, Gilbertus alzó el mentón—. Entonces, si sobrevivo, debo hacer una cosa por usted. —Apoyó sus manos en los hombros metálicos del robot—. ¿Confiará en mí?
—Por supuesto. Es ilógico hacer siquiera esa pregunta.
Muy por debajo de la plaza sitiada, por debajo de las llamas, los escombros y la concentración de conquistadores humanos, el Omnius Primero empezó a mover el metal líquido que lo contenía, el material que había formado su ciudadela central.
Ahora que volvía a estar plenamente operativa, la supermente principal tenía intención de recuperar el control sobre el planeta.
Las armas son un factor importante en la guerra, pero no son el factor decisivo. El factor decisivo es la gente.
M
AO
Z
EDONG
, filósofo de la Vieja Tierra
Sin acabar de creerse que habían logrado vencer después de más de un siglo de dolor y derramamiento de sangre, el bashar supremo Vorian Atreides partió en una lanzadera hacia la ciudad principal de Corrin. Aquella victoria inminente le había dejado un sabor metálico en la boca, y estaba algo enturbiada por la ira que sentía contra Abulurd. «En el momento más crítico sus actos casi nos lo han costado todo». Y Seurat también le había traicionado.
Pero ya habría tiempo para pensar en sus emociones más tarde, cuando viera personalmente el final de la supermente informática.
Desde la lanzadera, allá abajo los soldados robóticos parecían soldaditos de juguete repartidos por un campo de batalla estilizado y humeante. Los reductos del ejército mecánico se habían concentrado en una formación defensiva en torno a la cúpula central. Aunque habían sido derrotados, seguían disparando a los veloces kindjal y a los transportes que volaban sobre sus cabezas.
Dando órdenes por su comunicador, Vor envió un grupo de cazas kindjal a bombardear el último bastión de Omnius. Ellos prepararían el terreno y eliminarían las defensas robóticas para que los mercenarios pudieran acercarse y asestar su golpe quirúrgico. Pero, haciendo gala de técnicas innovadoras, la supermente reparaba instantáneamente la cúpula después de cada explosión y cerraba una capa tras otra de metal líquido sobre las zonas destruidas, como si pudiera regenerar su propia piel.
Cansado, Vor ordenó a algunas de las ballestas supervivientes un bombardeo más intenso y estas descendieron entre las naves en llamas. Las ballestas tenían armas más potentes y destruyeron fácilmente a las máquinas atrincheradas. Finalmente, la cúpula protectora se desmoronó bajo la lluvia de explosivos y fue incapaz de volver a regenerarse.
Cuando su nave ya aterrizaba, Vor convocó a los mercenarios que quedaban y los mandó con equipos y armas de demolición a eliminar a la supermente.
«Debo estar preparado para una posible trampa». En la partida final de aquella larga Yihad, cuando todo parecía perdido, las máquinas pensantes aún podían sorprenderles.
Vor avanzó a grandes zancadas por la ciudad, pensando en el diseño cuadriculado de la inmensa metrópoli de Omnius en la Vieja Tierra, donde él pasó su juventud. El virrey Faykan Butler también había aterrizado, y andaba pavoneándose por el campo de batalla, rodeado por otros nobles que querían que la historia supiera que ellos también estuvieron allí.