A Agamenón eso no le preocupaba. Si la supermente tenía ojos espía secretos que pudieran demostrar la duplicidad de aquel humano, sería él sólito quien se enfrentaría a la ejecución. Después de todo, los cimek rebeldes ya tenían sobre sus cabezas una sentencia de muerte.
Dado que su forma móvil era tan inmensa, tuvo que ir moviendo sus brazos blindados ante él para derribar paredes y arcadas y poder entrar en la ciudadela. No estaba de más hacer una demostración de fuerza y poner a aquel traidor en su sitio.
Cuando entró en la sala del trono que Thurr había diseñado, el hombre no parecía ni preocupado ni intimidado. Estaba sentado en su trono chillón y elaborado, y miró al cimek con escepticismo.
—Bienvenido, general Agamenón. Siempre es un placer recibir a tan distinguido visitante.
Thurr había construido su trono sobre una tarima maciza. La silla y el pedestal estaban hechos con huesos reforzados con polímero; largos fémures formaban el asiento y la base estaba hecha con cráneos redondeados. El diseño parecía innecesariamente bárbaro, pero a Thurr le gustaban las imágenes que evocaba.
Una de las paredes estaba cubierta con vitrinas en las que se exponían armas exóticas. Por un momento, Agamenón se quedó mirando, distraído por la belleza de una antigua pistola de proyectiles. El trabajo realizado en el mango de hueso era exquisito, y los grabados describían las muertes que había causado el arma. Durante años, Agamenón había coleccionado armas similares, más por su potencial como reliquias que por el daño que pudieran causar.
—¿Tienes algo que ofrecerme, general? —Thurr suspiró—. ¿O vienes a pedirme un favor?
—Yo nunca pido favores. —Agamenón abrió sus poderosos brazos y expandió el tronco de su forma móvil, como un pájaro ahuecando las alas—. De alguien como tú yo exijo que me asista y tú debes estar encantado de hacerlo.
—Eso siempre. Podría ofrecerte una copa, pero sería un desperdicio utilizar un vino de buena cosecha contigo.
—Tenemos electrolíquido fresco siempre que queremos. No estoy aquí por eso. Necesito copia de tus archivos de inteligencia, tus mapas astronómicos y las valoraciones geográficas sobre otros planetas. Debo decidir qué mundo quiero conquistar.
—En otras palabras, quieres abandonar Richese antes de que Omnius vuelva para destruirte. —Thurr rió con disimulo por su perspicacia; no dejaba de moverse por el entusiasmo—. Los cimek hacéis bien en planificar las cosas de antemano y reforzar vuestras defensas, porque dentro de poco Omnius habrá derrotado definitivamente a los hrethgir y quedarán absorbidos por los Planetas Sincronizados.
—Eso es mucho decir. La Yihad ya hace casi un siglo que dura.
—Ah, pero gracias a mí, las máquinas pensantes han cambiado de táctica. ¡Una idea mía! —Se pavoneó con orgullo—. Recientemente Corrin ha lanzado una potente arma biológica. Estamos convencidos de que la epidemia se extenderá por los mundos de los hrethgir y exterminará a poblaciones enteras.
La noticia sorprendió a Agamenón.
—Desde luego, disfrutas matando y provocando dolor y sufrimiento, Yorek Thurr. En otros tiempos, el mismísimo Ajax te habría reclutado.
Thurr sonrió.
—Eres muy amable, general Agamenón.
¿Y no te preocupa que puedas contagiarte? Cuando Omnius sepa de tu engaño, te dejará morir aquí, en Wallach IX. —Pensó en su hijo Vorian y se preguntó si sucumbiría ante la epidemia, aunque el tratamiento para prolongar la vida habría mejorado notablemente su sistema inmunitario.
Thurr agitó una mano.
—Oh, nunca habría aconsejado que desataran la epidemia sin antes haber sido inmunizado. La vacuna me provocó una extraña fiebre durante varios días, pero desde entonces mis pensamientos han sido… más claros, más definidos. —Sonrió, mientras se masajeaba la piel lisa de la cabeza—. Es bonito poder dejar una impronta en la historia de todos los tiempos. Estas epidemias demostrarán mi influencia más que ninguna otra cosa que haya hecho. Por fin podré sentirme satisfecho por mis logros.
—Eres un hombre avaricioso, Yorek Thurr. —Agamenón hizo que su inmenso cuerpo mecánico se acercara a los estantes donde estaban expuestas las armas—. Culminaste con éxito todo lo que te propusiste, primero con la Yipol, luego dirigiendo a la Liga desde detrás de las faldas de Camie Boro-Ginjo y ahora como rey de tu propio mundo.
—¡No es suficiente! —Thurr se levantó de su trono de cráneos—. Solo llevo unas décadas gobernando este planeta y ya se ha convertido en algo tedioso y absurdo. Me oculto dentro de las fronteras del Imperio Sincronizado, y por eso nadie sabe todo lo que he logrado. En Salusa Secundus, estuve al frente de la policía de la Yihad durante años, pero nadie pensaba en mí. Todos creían que el cerebro que lo movía todo era el Gran Patriarca. ¡Ja! Y luego atribuyeron el mérito a su viuda y al marica de su hijo. Quiero dejar mi huella en algo.
Agamenón lo entendía, pero la ambición y el orgullo de aquel hombrecillo seguían pareciéndole pintorescos y divertidos.
—Pues entonces será mejor que me ayudes, Yorek Thurr, porque cuando llegue la nueva Era de los Titanes y mi imperio cimek abarque muchos planetas, nuestra historia te recordará como un elemento importante.
Caminó hasta las vitrinas de exposición de las armas, arrancó la puerta de sus goznes y metió un brazo.
—¿Qué haces? —preguntó Thurr con tono apremiante—. Ten cuidado. Esas piezas son muy antiguas y valiosas.
—Te pagaré lo que valga. —Agamenón cogió la pistola de proyectiles que había estado admirando.
—Eso no está en…
—Todo tiene un precio. —El titán abrió un compartimiento en su cuerpo y guardó el arma en su interior. Allí dentro tenía otros recuerdos, diferentes artefactos diseñados para matar que había empezado a coleccionar. Mientras Thurr lo miraba indignado, cerró el compartimiento—. Mándame una factura.
Los ojos del hombre destellaron.
—Quédatela, es un regalo. Y ahora, general, ¿qué quieres? ¿Más planetas que gobernar? Cuando la epidemia se extienda, tendrás ocasión de invadir y asegurarte otros mundos de la Liga. Los planetas de los hrethgir no tardarán en convertirse en una tumba y todo ese territorio quedará disponible. Podrás recoger los pedacitos que quieras.
—No me interesa. Soy un conquistador, no un carroñero. Necesito una nueva plaza fuerte. Ahora, y que no tenga una fuerza militar suficiente para defenderse. Mis motivos no son de tu incumbencia. Lo único que tienes que hacer es darme una respuesta antes de que pierda la paciencia y te mate.
—Bueno, bueno, así que Agamenón quiere sentirse seguro y protegido. —Thurr volvió a sentarse en su trono de cráneos, muy tranquilo, y unió los dedos de las manos mientras meditaba. Al poco, una enorme sonrisa apareció en su cara—. Ah, hay otra alternativa. Conociéndoos como os conozco a vosotros y vuestras pullas, seguro que os parece satisfactoria.
—Hemos hecho muchos enemigos a lo largo de los siglos. —Agamenón caminó arriba y abajo con su monstruosa forma móvil, agrietando las baldosas bajo su enorme peso.
—Sí, pero esto es diferente. ¿Por qué no ir a Hessra y destruir a los pensadores de la Torre de Marfil? Si lo miras por el lado práctico, tienen plantas de fabricación de electrolíquido que os serán muy útiles. Aunque creo que el simple hecho de eliminarlos sería satisfacción suficiente.
Agamenón movió su cabeza articulada arriba y abajo. Los pensamientos se movieron con rapidez por su antiguo cerebro.
—Tienes razón, Thurr. Un ataque sobre Hessra no atraerá la atención inmediata ni de Omnius ni de los hrethgir. Y el solo hecho de aplastar a esos fastidiosos pensadores sería un placer.
El ser humano lucha por tener un respeto y una dignidad. Se trata de un tema recurrente en sus interacciones personales a todos los niveles, desde las bandas callejeras al Parlamento. Ha habido guerras de religión por esta causa, que es muy simple en la teoría pero compleja en la práctica.
S
ERENA
B
UTLER
, comentarios
de su última entrevista
Como comandante supremo del ejército de la Yihad, Vorian Atreides podía haber conseguido un buen alojamiento para él y Leronica, una mansión o una finca. La Liga los habría acomodado gustosa por todos sus años de servicio… más que una vida entera.
Años atrás, había ofrecido a Leronica una casa opulenta, pero ella prefirió algo pequeño y sencillo, cómodo pero no extravagante.
Y le encontró un apartamento en el distrito interplanetario de Zimia, una zona de la ciudad donde convivían gran variedad de culturas y que a ella siempre le resultó fascinante.
Cuando trajo a su familia a Salusa, Vor le prometió todas las maravillas imaginables. Había hecho honor a su palabra, pero ella no había querido aceptar casi ninguna. Nunca había dejado de ser dulce y amorosa con él. Siempre esperaba su regreso, con una constancia inquebrantable, y cuando estaban juntos demostraba un gran placer.
En aquellos momentos, mientras caminaba de camino a su casa por el barrio, con provisiones y pequeños regalos de Caladan, Vor oía hablar diferentes lenguas, lenguas que conocía por sus viajes: el acento gutural de Kirana III, el idioma cantarín de los refugiados de Chusuk, incluso dialectos de esclavos que se habían originado en planetas que estuvieron bajo el dominio de las máquinas.
Sonriendo por la expectación, Vor subió los escalones de aquel edificio de madera tan bien conservado, fue hasta la quinta planta y entró. Su piso de cuatro habitaciones era sencillo y correcto, y los únicos elementos decorativos eran algunas piezas de anticuario y hologramas donde se describían sus victorias militares más importantes.
En la cocina, en la parte posterior del piso, Vor encontró a Leronica cargada con un par de bolsas de la compra que parecían demasiado pesadas para sus brazos delgados. Recientemente había cumplido noventa y tres años, y los aparentaba, porque nunca había sido una mujer vanidosa. Y sin embargo, insistía en hacer personalmente la compra y tener su propia vida social cuando Vor se ausentaba en sus largas misiones.
Para mantenerse ocupada, Leronica hacía pequeños trabajos para los vecinos, aunque nunca los cobraba, porque no necesitaba el dinero. En Salusa los trabajos artesanales y los objetos de fabricación casera se valoraban mucho, porque los que se fabricaban en cadena recordaban a los humanos la precisión mecánica. Las colchas de Leronica estaban muy solicitadas, y describían escenas del exótico Caladan.
Vor corrió a abrazarla, sonriente, y de paso le quitó las bolsas de las manos y las dejó en una mesa. Miró sus oscuros ojos del color de pacanas, que seguían pareciendo jóvenes, en medio del óvalo arrugado de su cara. La besó con apasionamiento, porque no veía ante él a una mujer vieja, sino a la persona de la que se había enamorado hacía décadas.
Ella acarició sus cabellos encanecidos artificialmente mientras se abrazaban.
—He descubierto tu secreto, Vorian, y me parece que tus canas son de bote. —Rió—. ¡No hay muchos hombres que utilicen tinte para parecer más viejos! Tu verdadero pelo sigue siendo tan oscuro y sano como cuando te conocí, ¿verdad?
Vorian se sintió disgustado, pero no lo negó. Aunque nunca lograría aparentar los ciento trece años que tenía, se teñía el pelo para que no se viera una diferencia tan abismal entre él y Leronica. Y la barba incipiente también le hacía parecer mayor, aunque no tenía arrugas en el rostro.
—Aunque aprecio el gesto, no tienes por qué molestarte. Sigo queriéndote, a pesar de lo joven que pareces. —Con una sonrisa pícara, Leronica se puso a preparar el banquete que tenía pensado para darle la bienvenida.
Él aspiró aquellos aromas seductores.
—¡Ah, por fin algo que no sea rancho militar! Como si necesitara más razones para volver contigo.
—Estes y Kagin van a venir. ¿Sabías que ya llevan aquí un par de semanas?
—Sí, llegué a Caladan cuando acababan de partir. —Esbozó una sonrisa, por ella, y dijo—: Estoy deseando verles.
La última vez que la familia se había reunido, él y Estes se habían enzarzado en una discusión por un comentario sarcástico sin importancia. Vor no lo recordaba con exactitud, pero episodios como aquel siempre le entristecían. Con un poco de suerte, esa noche todo transcurriría de forma tolerable. Haría un gran esfuerzo, pero el abismo que había entre ellos seguiría ahí.
Cuando eran adolescentes, Kagin había descubierto por casualidad que Vor era su verdadero padre y le contó aquella sorprendente noticia a su hermano. Leronica trató de calmarlos, pero no era fácil borrar la herida. Los dos preferían el recuerdo de la infancia agradable que tuvieron con Kalem Vazz, el hombre que los había educado como si fueran sus hijos hasta que los elecranes lo mataron en alta mar.
Mientras Leronica estaba ocupada en la cocina, Vor fue a abrir la puerta para recibir a sus hijos. Estes y Kagin pasaban de los sesenta, aunque habían retrasado el proceso de envejecimiento mediante el consumo regular de melange, que había dado a sus ojos un matiz azulado. Los dos tenían el pelo oscuro y las facciones delgadas de los Atreides, aunque Estes era algo más alto y extravagante, y Kagin había adoptado el papel del hermano callado y reservado. Vor, con su aspecto juvenil y su sonrisa, se veía lo bastante joven para ser su nieto.
Le estrecharon la mano —nada de abrazos, ni besos, ni palabras afectuosas, solo un respeto deferente— y luego pasaron a la cocina. Allí sí cambiaron de actitud, y volcaron todo su afecto y su amor sobre su madre.
Mucho tiempo atrás, cuando estaba locamente enamorado de Leronica, Vor la había instalado a ella y los niños en una bonita casa en Salusa. Entonces se fue a otra de sus misiones, sin darse cuenta de que los estaba dejando a su suerte, de que era como si los estuviera abandonando después de haberlos llevado a un planeta extraño donde no tenían amigos.
Cada vez que volvía a casa, Vor esperaba que los gemelos lo recibieran como un héroe, pero ellos siempre se mostraron distantes. Reclamando favores entre los políticos de la Liga, Vor se aseguró de que tuvieran buenos contactos, una educación adecuada, las mejores oportunidades. Ellos aceptaban los privilegios, pero no le daban las gracias. Aunque, ante la insistencia de Leronica, al menos habían aceptado su apellido. Algo es algo.
—Cangrejo y caracolas de costa, importados especialmente para la ocasión —anunció Leronica con orgullo desde la cocina—. Uno de los platos favoritos de vuestro padre. —Vor aspiró el delicioso aroma del ajo y las hierbas aromáticas y se le hizo la boca agua. Aún recordaba la primera vez que le había preparado aquel plato en Caladan.