La aventura de los romanos en Hispania (11 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los romanos en Hispania
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Numancia estaba cada vez más aislada, era una ciudad resignada a su suerte. Dentro de ella, entre 8.000 y 10.000 habitantes se preparaban con desesperación para el ataque final de los romanos, aunque éste no se produjo en la forma que se presumía. La táctica romana era otra, muy diáfana: simplemente consistía en rendir Numancia por el hambre.

Durante meses los defensores aguantaron como pudieron. Finalmente, la hambruna y las enfermedades causaron centenares de muertos, que acabaron siendo devorados por sus congéneres.

Los numantinos, víctimas de esta angustiosa situación, trataron de negociar la paz con los romanos, pero Escipión no quería saber nada de acuerdos. Él tenía una decisiva victoria entre sus manos y pretendía que ese triunfo fuera total, como había sido el de Cartago trece años antes.

Una comisión de negociadores numantinos, encabezada por el notable Avaro, se plantó ante el campamento romano para tantear la posibilidad de salir con vida y honor en caso de rendir la ciudad. Todo fue inútil. Escipión volvió a exigir una rendición total sin concesiones, y los propios numantinos asesinaron a sus embajadores como muestra de que la lucha sería hasta el final. Algunos guerreros de la plaza, dirigidos por un oficial llamado Retógenes, trataron de buscar el auxilio de ciudades vecinas, pero, como hemos dicho, cualquier salida de las murallas era detectada por las torres de vigía romanas y el grupo de jinetes fue perseguido hasta Lantia, ciudad habitada por los arévacos. Escipión, que no estaba dispuesto a que ningún celtíbero se sumara a la defensa de Numancia, exigió a cambio de no devastar la plaza la entrega de los jóvenes landos, a quienes cortó las manos sin contemplaciones como escarmiento y aviso para el resto de ciudades celtíberas. Éstas, dada su abrumadora debilidad tras veinte años de extenuante conflicto, ni pudieron ni quisieron levantarse en armas contra los sitiadores de Numancia.

Escipión Emiliano esperó pacientemente el último suspiro de los numantinos. Por fin, en el interior de la ciudad se ofrecieron muestras de que algo raro estaba pasando: no se veían guerreros en las murallas y las puertas parecían desprotegidas. En ese silencioso escenario se empezaron a levantar negras columnas de humo. Algo sin duda había ocurrido y Escipión no quería terminar aquel episodio sin averiguar qué estaba sucediendo; habían sido meses en los que los numantinos resistieron de forma heroica gracias a su amor por la libertad, y ahora los más de diez kilómetros de defensas erizadas parecían sepulcralmente mudos.

Algunas cohortes se acercaron a las murallas de Numancia, aunque en esta ocasión no fueron hostigadas como de costumbre. Con precaución llegaron a la puerta principal del bastión. Nadie se les opuso, y entraron en la ciudad.

Las imágenes que se ofrecían ante ellos eran infernales y recordaban el paisaje de Sagunto casi un siglo atrás. Cadáveres putrefactos esparcidos por las calles, guerreros muertos a manos de sus compañeros para no caer prisioneros de los romanos, niños famélicos que lloraban la muerte de sus padres, ancianos fallecidos por la falta de alimentos y por la deshidratación. Escipión contemplaba con gesto adusto el final de Numancia, un reducto inexpugnable para las armas romanas durante veinte años y que sólo pudo ser conquistado por el hambre y la sed. Los supervivientes fueron reagrupados en el exterior de la ciudad, y el propio Escipión escogió a 50 para llevárselos a Roma como signo de su triunfo. El resto se vendió como esclavos y se repartieron sus tierras entre las poblaciones vecinas que no hubiesen participado de forma directa en las guerras celtíberas. Los principales depositarios de esos territorios fueron las tribus de los pelendones.

Era el año 133 a.C. y el largo conflicto se podía dar por zanjado. Celtiberia era una nueva conquista de Roma.

La guinda a tanta sangría la puso el mismo Escipión cuando ordenó la destrucción total de Numancia, a semejanza de lo hecho con Cartago en 146 a.C. El cónsul regresó a Roma, donde celebró con grandes fastos su victoria, recibiendo por ella el sobrenombre de «Numantino», aunque su decisión de arrasar la ciudad celtibérica fue muy criticada por algunos senadores romanos, quienes no aceptaban que este acto de barbarie se hubiese ejecutado sin el consentimiento del Senado.

Con todo, la costosa guerra había finalizado e Hispania entraba en un proceso de romanización irreversible. Durante dos décadas, la paz permitió que la administración y el gobierno romanos pudieran trabajar con relativa tranquilidad en la asimilación de los pueblos aborígenes sometidos.

La anexión de Celtiberia dejó al descubierto algunas cuestiones que marcarían el rumbo de la historia romana. Por ejemplo, las dudas acerca de la larga duración de la contienda: ¿cuáles habían sido los motivos reales? Por un lado, estaba el innegable espíritu de libertad que anidaba en el alma de los pueblos celtibéricos. Ese aliento los empujó a una guerra obstinada que evitó a corto plazo su derrota y sometimiento a las legiones romanas. Pero, por otro, no podemos olvidar que la maquinaría legislativa latina se mostró algo herrumbrosa a la hora de tomar las decisiones oportunas que acabasen con el conflicto. Roma asumió casi a golpes su condición de potencia colonizadora en lugar de explotadora sin más, y entender eso le costó enormes sacrificios en vidas humanas, además de una larvada crisis política que desembocaría a la larga en las sangrientas luchas civiles por el control de la República.

Los celtíberos fueron vencidos, pero ¿qué pasó mientras tanto con los irreductibles lusitanos?

Viriato, el azote de Roma

Desde 155 a.C., la pesadilla lusitana se había desatado sobre la provincia Ulterior romana de Hispania; jefes como Púnico o Caisaros destrozaron un sinfín de contingentes enemigos, hasta llevar el sur peninsular a un caos absoluto. La suficiencia de las tropas lusitanas hizo que éstas afrontaran la curiosa aventura de cruzar las aguas del Estrecho para poner pie en el continente africano. Pretores y cónsules agotaron sus fuerzas combatiendo a unas bandas que parecían integradas por fantasmas.

En 151 a.C. fue nombrado pretor de la Ulterior Severo Sulpicio Galba, tan buen orador como cruel y despiadado general. Galba unió sus fuerzas a las del cónsul Lóculo (ya mencionado en este libro, y que, por entonces, andaba rapiñando lo que podía por territorios celtibéricos) y juntos atenazaron a los grupos de guerreros lusitanos que operaban en el valle del Guadalquivir, forzándolos a una paz supuestamente muy ventajosa para los nativos. Sin embargo, el odioso pretor era un experto en la mentira e ideó una artimaña para atraer a cuantos lusitanos se dejaran atrapar por la falsa promesa de tierras cultivables. En efecto, ya sabemos, conociendo la historia de Roma, que sus hijos no fueron siempre los más nobles y sinceros a la hora de alcanzar apetecibles objetivos. Y acabar con los lusitanos era una de las grandes ambiciones de Galba, por lo que no reparó en argucias para zanjar de un golpe el problema. En consecuencia, se animó, engañosamente, a los lusitanos para que acudieran a un punto concreto donde se iba a efectuar el reparto de terrenos fértiles. Una vez allí, los romanos distribuyeron a los miles de congregados en tres grupos, tantos como tribus lusitanas se iban a establecer en diferentes zonas asignadas.

Galba, en un ejercicio de cínica y mezquina interpretación, les dijo que dejaran sus armas como muestra de confianza hacia las promesas de Roma. Los lusitanos hicieron caso al pretor y, para su sorpresa, vieron cómo cientos de legionarios empezaron a rodearlos.

En pocos minutos, los nativos fueron capturados y encerrados en recintos empalizados, donde, tras la orden del sonriente general, fueron masacrados sin compasión. La matanza debió de tener alcance bíblico: miles de lusitanos, entre ellos mujeres, ancianos y niños, murieron bajo las espadas romanas. Aun así, algunos pudieron escapar de la escabechina. Uno de los huidos se llamaba Viriato, quien, tres años más tarde, devolvería el golpe convertido en caudillo militar de su pueblo.

Viriato es uno de los personajes esenciales en la historia de España. Representa, por méritos propios, la lucha patriótica contra el invasor extranjero. Por eso no es de extrañar que a lo largo de los siglos su épica aventura se haya teñido con aureolas fantásticas y legendarias.

Su año de nacimiento es incierto y su lugar de origen también, aunque, si nos atenemos a las escasas fuentes disponibles, podemos deducir que posiblemente vino al mundo en algún poblado lusitano ubicado en la Sierra de la Estrella, entre las actuales Zamora y Portugal. También podemos dudar de las tareas a las que se dedicaba Viriato según la leyenda. En uno de los casos se nos presenta a Viriato como un humilde pastor de ovejas y cabras; en otra leyenda se habla de él como cazador, y más tarde bandolero. Cabe decir que en todas las ocasiones los investigadores pueden estar acertados, dado que las ocupaciones anteriormente citadas eran factibles dentro de la idiosincrasia lusitana. Ya hemos dicho que la pobreza de los territorios habitados por estos aborígenes era el factor primordial que los impulsaba a militar en bandas de guerreros que asaltaban el sur peninsular. Los que no se dedicaban a estos menesteres, se tenían por fuerza que emplear en la ganadería o el pastoreo. Sí parece que nuestro héroe tenía acreditadas cualidades como estratega militar, lo que nos pone sobre la pista de alguien enraizado en alguna élite guerrera dominante de tal o cual tribu lusitana.

Por tanto, Viriato recibió una instrucción castrense de alto nivel para su pueblo, lo que confirmaría su pertenencia a la clase aristocrática dominante.

Tras el desastre de 150 a.C. provocado por Galba, los restantes supervivientes del genocidio escaparon a las montañas, su refugio natural, y desde allí comenzaron a reorganizarse.

En 147 a.C., Viriato fue elegido caudillo de las tribus lusitanas; era el momento para cobrarse la inevitable venganza. Lo primero que ordenó fue que su pueblo se diseminara en grupos por terrenos inaccesibles para los romanos, quedándose tan sólo con 1.000 guerreros dispuestos para la batalla.

En principio bien pudiera parecer un grupo demasiado escaso para enfrentarse a las magníficas legiones de la Ulterior. Empero, el flamante caudillo había diseñado un sorprendente plan de guerra: luchar en guerrillas golpeando al enemigo mil veces y en mil lugares en vez de enfrentarse a él en campo abierto como era costumbre.

La táctica guerrillera dio sus frutos, desconcertando a las cuadriculadas mentes de los oficiales romanos, los cuales apenas sabían defenderse ante esa novedosa forma de combatir.

Los lusitanos se aprovechaban de su amplio conocimiento del terreno, utilizaban cualquier accidente orográfico para tender una emboscada, se escondían en los bosques a la espera de incautos convoyes de abastecimiento, que caían de forma fulminante, sin saber quién demonios los estaba cosiendo a flechas.

Viriato era un genial estratega bélico; ideó una táctica que veríamos con curiosidad catorce siglos más tarde en las hordas de Gengis Khan: nos referimos a sus famosos retrocesos engañosos, en los que los guerreros lusitanos simulaban una retirada desordenada que hacía picar a los prepotentes romanos, los cuales se lanzaban a una alocada persecución sin tomar las debidas precauciones. Luego, en plena carrera, los lusitanos se giraban, ofreciendo combate de forma frontal y compacta. El caos entre los perseguidores era total y definitivo, acabando casi siempre derrotados.

Gracias a su ingenio, Viriato pudo sostener una guerra de ocho años contra Roma, en los que prácticamente llegó a dominar más de la mitad de la península Ibérica. Son varias las victorias que los lusitanos lograron en este período y no pocos los cónsules y pretores que fueron vencidos, incluso llegando a la muerte en combate de alguno de ellos. Fue el caso del pretor Cayo Vetilio, quien sucumbió junto a 4.000 de sus hombres en la primera acción decisiva, protagonizada en 147 a.C. por Viriato en Tribola.

Este éxito lo hizo dueño de toda la provincia Ulterior, lo que le dio bríos para iniciar una expedición sobre la Carpetania un año más tarde. En ese tiempo se enfrentó en la Sierra de San Vicente a Plautio, un nuevo pretor que lo perseguía. Lo derrotó gracias a su táctica basada en el simulacro de fuga. Las constantes victorias sobre los romanos le permitieron granjearse una fama que se extendió rápidamente por la Celtiberia, incluso llegó a ocupar la importante ciudad de Segobriga (cerca de Saelices, Cuenca), donde mostró orgulloso las insignias romanas que había capturado al pretor Claudio Unimanio, gobernador de la provincia Citerior.

No obstante, la situación estaba a punto de sufrir un cambio. La victoria de Roma sobre Cartago permitía dedicar todos los esfuerzos bélicos de Roma a la contienda en Hispania.

Son varias las causas que debemos esgrimir si deseamos encontrar la clave para comprender el rotundo éxito de este guerrero sin par. Viriato era un hombre austero, justo y despegado de cualquier pretensión de riqueza: dormía en el suelo como sus soldados, comía lo mismo que ellos y cada botín capturado al enemigo era repartido entre las tropas equitativamente, mientras él se quedaba con poco o nada. No gustaba de ostentaciones ni superficiales vanidades, vestía ropajes adecuados para el combate en todo momento, sin lucir galas de poderoso, como hacían otros jefes tribales.

Viriato mantuvo su honestidad de líder carismático hasta el fin de sus días. Según cuenta una leyenda, ni en sus esponsales se permitió el más mínimo derroche. Sí en cambio lo hizo el padre de su esposa, un filorromano llamado Astipas, quien procuró un exquisito banquete servido en vajilla de oro para celebrar la boda de su hija con el caudillo lusitano. Dicen las crónicas que Viriato se presentó en el lugar de la ceremonia vestido como siempre, empuñando una lanza de acometida y escoltado por varios de sus lugartenientes. El grupo de jinetes se adentró por las calles del pueblo, llegando al lugar de la cita. Una vez allí, montados en sus caballos, contemplaron el escenario de la fiesta. Viriato, sin dejar de sostener su lanza, pronunció un pequeño alegato en el que denunciaba la desgana de algunos lusitanos por combatir al enemigo común romano. Sin más, indicó a los sirvientes de Astipas que distribuyeran comida entre sus hombres. Tras el reparto del ágape agarró a su novia y con un veloz movimiento la subió a la grupa de su corcel. Hecho esto, la comitiva guerrera partió rumbo a la sierra, ante el estupor de los invitados a la ceremonia. Este carácter indómito de Viriato nos acerca aún más si cabe a las trazas de héroe legendario que tanto ensalzaron algunos historiadores en siglos posteriores.

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