Año 218 a.C.: dos legiones romanas bajo el mando de Cneo Escipión desembarcan por sorpresa en la península Ibérica. Tienen como objetivo cortar las vías de suministro de los cartagineses, una estrategia más en el transcurso de la segunda guerra púnica, que enfrentó a Roma y a Cartago por el control del Mediterráneo occidental. Será el primer movimiento en un larguísimo proceso que culminará con la invasión y la colonización de Hispania, uno de los territorios más codiciados por Roma, y uno de los últimos en someterse totalmente a su poder.
Fueron necesarios dos larguísimos siglos de lucha sin cuartel para doblegar el ánimo belicoso e inquebrantable de íberos, celtíberos, lusitanos, cántabros… En ese tiempo, la potencia latina utilizó el suelo hispano como escenario de sus guerras civiles y como fuente inagotable de recursos naturales y humanos para el Imperio. Debido a ello, la península fue completamente romanizada y la impronta latina terminaría por definir el carácter de los habitantes de estas tierras.
En
La aventura de los romanos en Hispania
nos encontramos con la epopeya y sus héroes legendarios, como el estratega Aníbal, guerreros como Viriato, el carismático líder Escipión, el incomparable genio militar de Julio César, y las figuras de dos andaluces, Trajano y Séneca, emperador y maestro de emperadores… Y también con acontecimientos que ocupan un lugar ineludible en los anales de la historia universal, como la violenta conquista de Sagunto tras ocho meses de asedio, los elefantes de Aníbal atravesando la península en su camino a la metrópoli romana, la heroica resistencia y el sacrificio de Numancia, la Pax Romana que alcanzó todas las orillas del Mediterráneo gracias a Octavio Augusto…
Juan Antonio Cebrián
La aventura de los romanos en Hispania
ePUB v1.3
Perseo09.07.12
Título original:
La aventura de los romanos en Hispania
Juan Antonio Cebrián, 2004
Diseño/retoque portada: Perseo
Editor original: Perseo (v1.0 a v1.3)
Corrección de erratas: Perseo
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Este libro está dedicado a mi hijo Alejandro, futuro guerrero de la paz y defensor de la tolerancia y armonía entre los pueblos. Él y los de su generación serán los depositarios de los mejores valores humanos que nos harán avanzar a pesar de todo por este brumoso siglo XXI. Esa es mi esperanza.
Este libro de divulgación histórica sobre la conquista romana de la península Ibérica no hubiese sido posible sin obras maravillosas escritas por los historiadores de la Antigüedad, por ello deseo agradecer con sincera emoción los trabajos de Tito Livio, Polibio de Megalópolis, Estrabón, Amiano Marcelino, Apiano de Alejandría, Plutarco, Valerio Máximo, Dión Cassio, Diodoro, Floro, Frontino, Polieno, Eutropio, Orosio, Zonaras o Marcial. Por último quiero expresar un agradecimiento especial al alemán Adolf Schulten que, si bien no es de mi simpatía, no deja de ser uno de los mayores expertos mundiales en tribus autóctonas de la península Ibérica.
Debo confesarles que, leyendo los trabajos de los anteriormente citados e intentando traducirlos a un lenguaje moderno y asequible, agoté todas las reservas de aspirinas. Créanme que mereció la pena.
La historia de España es una de las epopeyas más interesantes de la cronología humana, especialmente el período que se refiere a la Edad Antigua en la península Ibérica. En ella encontramos aspectos tan interesantes y épicos que despiertan la curiosidad de numerosos investigadores.
En mi caso particular, confieso, sin tapujos, que este capítulo de nuestro periplo histórico es uno de mis favoritos. Siempre quise saber qué sintió Aníbal ante su ejército posicionado en las llanuras de Cartago Nova en los instantes previos a marchar sobre Roma atravesando los Pirineos, Alpes y Apeninos en una aventura sin parangón en su época. En aquellas filas cartaginesas y mercenarias se integraban gentes de distintos orígenes, predominando íberos y celtíberos de la península Ibérica. Fue, desde luego, un momento único para el mundo, y esa gesta nació en estos pagos.
También me hubiese gustado vivir la sensación que experimentó Cneo Escipión cuando, en 218 a.C., puso pie en Iberia al frente de dos legiones dispuesto a cortar las vías de suministro cartaginesas y, de paso, cambiar el antiguo nombre griego de la Península por el romano de Hispania.
Batallas, alianzas con las tribus aborígenes, deserciones en masa de los mercenarios antes de los combates decisivos, ofensivas, contraofensivas, enfermedades, hambrunas, luchas enconadas por el control de los fértiles valles fluviales; ése fue, en definitiva, el desarrollo de los acontecimientos iniciales en el intento romano por invadir y, posteriormente, colonizar nuestra tierra.
La expansión por el oriente levantino y las zonas meridionales de la península Ibérica; el choque brutal con las tribus celtíberas en un sinfín de largas, crueles y agotadoras guerras; la bravura de los guerrilleros hispanos frente a la demoledora maquinaria bélica romana, y la resistencia de astures y cántabros convirtiendo sus castros, montañas y bosques en el campo de batalla final por su libertad. Todo esto hizo necesario el empleo de muchas legiones para doblegar el espíritu de independencia albergado por aquellos guerreros aferrados a sus tierras, creencias y tradiciones. Un claro ejemplo lo constituye la defensa a ultranza que los autóctonos realizaron en algunas de sus ciudades: Sagunto, Numancia, Calagurris…
Les invito a descubrir nuestro deslumbrante tránsito por el mundo antiguo, donde encontrarán personajes como el genial Aníbal, quien llevó a la todopoderosa República romana a una guerra en su propio territorio; la familia Escipión, que intervino decisivamente en los asuntos de Hispania y protagonizó alguno de los episodios de imperecedero recuerdo, como el asedio y toma de Numancia; la visita de algunos ilustres romanos, como fueron Catón el Viejo, Sempronio Graco, Quinto Sertorio, Pompeyo, Julio César o el primer emperador, Octavio Augusto. Ellos se impregnaron de la magia hispánica hasta el punto de considerar esta provincia —que tanta sangre y esfuerzo le había costado a Roma— la perla más preciada, primero, de la República y, posteriormente, del Imperio.
Conoceremos a los héroes de la resistencia tribal al invasor: hombres como Indíbil y sus feroces ilergetas, Viriato y sus bravos guerrilleros lusitanos, o el indomable jefe cántabro Corocota, que consiguieron con sus hazañas atravesar los siglos.
Hispania supuso una fuente constante de recursos humanos y materiales para la potencia latina. Materias primas como trigo, aceite, vino y salazones; productos mineros extraídos de importantes yacimientos peninsulares y tropas en origen mercenarias y, más tarde, auxiliares de las legiones, propiciaron un acercamiento progresivo y real a la más absoluta romanización.
En efecto, la Hispania imperial se siente plenamente romana; aporta intelectuales como Séneca, Lucano, Marcial o Quintiliano, y emperadores de acreditada valía como Trajano, Adriano o Teodosio; a cambio recibe la luminosidad del Imperio más grande que vieron los tiempos: su idioma, su derecho legislativo, su forma de entender el urbanismo, la administración y, finalmente, el camino común de la religión. En resumen, Roma forjó la raíz de nuestra idiosincrasia.
En este libro encontrarán los momentos apasionantes que jalonaron dos siglos de dura conquista. Déjense llevar por la imaginación y participen en los principales escenarios de aquellas tan emocionantes centurias. Sean testigos privilegiados de batallas decisivas, trascendentales alianzas y mestizajes inevitables entre romanos e hispanos.
Mi único propósito es que ustedes sigan disfrutando con mis obras divulgativas. Este trabajo sigue la línea de mis anteriores escritos,
La aventura de los godos
y
La cruzada del sur
, aunque en verdad, Hispania supone el primero de la saga. Sólo me resta desearles buenos momentos históricos al calor de lo que cuenta mi nuevo libro. Como siempre dije, acercarnos a la historia es tomar contacto con la auténtica realidad de nosotros mismos.
Durante más de un siglo, cartagineses y romanos pugnaron por el control del Mediterráneo occidental, librando tres guerras que atemorizaron al mundo conocido. La principal batalla entre las dos potencias tuvo como escenario la península Ibérica.
Año 218 a. C: tras nueve meses de implacable asedio, las tropas cartaginesas de Aníbal Barca se disponían a asestar el golpe definitivo a la angustiada ciudad de Sagunto. Habían sido semanas de incertidumbre en las que la mejor maquinaria bélica de la época se empleó a fondo con el fin de doblegar la heroica resistencia de los saguntinos, fieles aliados del secular enemigo romano.
El genial estratega púnico quería acabar de una vez por todas con aquel obstáculo tan incómodo para sus objetivos. Torres de asalto, catapultas y los mejores soldados reclutados en los territorios norteafricanos e ibéricos se disponían a entregarle una gran victoria. Por su parte, los defensores de la plaza no estaban dispuestos a sufrir una rendición tan poco honrosa para su forma de entender la vida. Roma no enviaba los ansiados refuerzos, pero poco importaba ya: Sagunto mantendría su palabra hasta el final. Y ahora, ese momento había llegado.
En una desapacible mañana de invierno mediterráneo, Aníbal ordenó un ataque total sobre las últimas posiciones saguntinas. Previamente, la artillería pétrea había barrido de las murallas a sus escasos defensores. Cientos de númidas africanos se empleaban con denuedo en el derribo de esas mismas paredes. Por un sinfín de grietas, los mercenarios cartagineses irrumpieron con la determinación de la victoria y las ansias por obtener el presunto botín que aumentaría sus siempre menguados patrimonios.
En el interior de la ciudad, los supervivientes, exhaustos, tomaban la decisión final de morir combatiendo al enemigo. En el centro del último bastión crearon una inmensa pira donde fueron a parar todos los objetos de valor. Los heridos o incapacitados para la lucha se suicidaron, y unas pocas decenas de guerreros saguntinos tomaron las armas para iniciar una desesperada carga sobre los invasores. Éstos, aunque sorprendidos por la bravura demostrada, apenas tardaron unos pocos minutos en acabar con ellos. Sagunto había caído y Aníbal contemplaba el resultado de su victoria: murallas, casas y palacios en completa ruina; cientos de cadáveres, entre ellos los cuerpos de mujeres y niños, sembraban las calles, el fuego lo cubría todo y decenas de prisioneros se convirtieron en esclavos de la soldadesca. Una victoria pírrica sin duda alguna, pero trascendental para la historia, pues, aun sin saberlo, ése fue el detonante que abocaría a Cartago a un tremendo final.
Las noticias del desastre llegaron a Roma. El temor al ataque cartaginés provocó un profundo desasosiego y un largo debate entre los senadores del incipiente poder. Tras arduas deliberaciones se tomó la decisión de enviar mensajeros a la metrópoli africana para pedir explicaciones sobre el hecho.
Los delegados romanos se plantaron ante el consejo cartaginés de los sufetes con dos opciones; uno de los embajadores, cuyo nombre era Fabio, habló en estos términos: «Aquí os traemos la paz y la guerra. Elegid lo que queráis». Si Cartago elegía la paz, debería entregar las cabezas de Aníbal y sus oficiales por la ofensa cometida contra Roma en la destrucción de su aliada Sagunto. Si en cambio se optaba por la guerra, sería un momento definitivo para las dos potencias dominantes del Mediterráneo occidental. Los sufetes, que todavía recordaban la humillación de su derrota en la primera guerra púnica, exclamaron: «No nos importa lo que tú prefieras». Fue entonces cuando el romano, alarmado por lo que estaba escuchando, gritó: «Tendréis guerra». A lo que los gobernantes de Cartago replicaron: «Lo aceptamos, y con el mismo espíritu lucharemos hasta el final». De esa manera tan abrupta estalló la segunda guerra púnica entre romanos y cartagineses, dando paso a 7 años de combates que, sin lugar a dudas, marcaron el destino de la península Ibérica. En el verano de ese mismo año, Cneo Cornelio Escipión ponía pie en la antigua Iberia al mando de dos legiones romanas. Era el principio de la presencia y dominación de la emergente potencia latina sobre Hispania, que se prolongaría 627 años.