La aventura de los godos (18 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los godos
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XXXII
 
Egica

Todos ambicionan poseer el reino godo. Judíos, bizantinos y árabes son enemigos más que reales de nuestro pueblo. Con la asociación al trono de mi hijo Witiza intentaré contener la posible avalancha.

Egica, rey de los visigodos, 687-702

Un reino en decadencia

Egica fue coronado y ungido el 24 de noviembre del año 687 en la iglesia de los Santos Apóstoles de Toledo. Diez días antes había fallecido Ervigio, después de haber hecho jurar a su elegido que protegería vida y haciendas de los herederos familiares, así como que repartiría justicia entre su pueblo. Con los dos juramentos Egica llegó al trono, y desde esa altura entendió que las obligaciones contraídas con Ervigio eran incompatibles para un buen gobierno del reino. No se podía hacer justicia con el depauperado pueblo visigodo sin tocar a la enriquecida parentela de Ervigio. Muchos eran los bienes acumulados por los protegidos del rey anterior y, en buena parte de los casos, el aumento de patrimonio se debía al expolio cometido entre facciones enemigas. Por tanto, Egica decidió resolver sus dudas convocando el XV Concilio de Toledo, que se celebró el 11 de mayo del año 699 y en el que se dilucidaron algunas cuestiones referentes a los compromisos morales del rey. Egica pidió enérgicamente ser desligado de alguno de los dos juramentos emitidos ante Ervigio. Eclesiásticos y seglares llegaron al convencimiento de que servir al pueblo era causa más noble que servir a una sola familia. Algunos religiosos cercanos al clan de Ervigio intentaron proteger los intereses de la viuda Liuvigoto y otros miembros de la antigua familia real, pero lo que quedó claro es que, desde entonces, Egica tuvo las manos libres para actuar contra su propia familia, aunque ello le condujera a la enemistad de su suegra y el menosprecio público mostrado hacia su mujer, a la que incluso llegó a repudiar. Las consecuencias de este concilio no gustaron a buena parte de la nobleza beneficiaria de la conducta del antiguo monarca y pronto empezó a organizarse la conjura para derrocar al insolente Egica.

En el año 690 fallecía el ilustre obispo metropolitano Julián de Toledo y le sucedía en el cargo Sisberto, fuerte opositor a la política emprendida por Egica. Sisberto frecuentaba reuniones donde religiosos y nobles desafectos al rey preparaban minuciosamente un golpe de Estado. En la confabulación se encontraba la propia viuda de Ervigio, además de otros aristócratas como Sunifredo, que aspira a usurpar el trono de Egica. El levantamiento se produjo a mediados del 692; los amotinados tomaron Toledo pero no pudieron capturar al rey que, con un puñado de leales, escapó a todo galope de la capital para buscar refugio en los territorios que permanecían fieles a su causa. Sunifredo fue ungido por Sisberto, pero de poco sirvió la escenificación ante el sorprendido pueblo pues, meses más tarde, Egica regresaba acompañado por un potente ejército que había conseguido reunir. La lucha fue breve y los usurpadores detenidos. Egica convocó a toda prisa un nuevo concilio, sería el XVI, celebrado en Toledo. Por las circunstancias que rodearon al cónclave, bien pudo pasar a la historia como juicio sumarísimo a los traidores. A Sunifredo se le privó de la vista —es fácil imaginar lo que le pudo ocurrir—, Liuvigoto fue obligada a tomar los hábitos e internarse en un convento donde acabaría sus días, mientras que el metropolitano Sisberto fue desposeído de su cargo, secularizado y condenado a no poder comulgar hasta su muerte; por supuesto previamente le habían expropiado todas sus riquezas.

Una vez resuelta la sublevación, Egica se preocupó por el buen gobierno de su reino. Problemas no faltaban, la peste bubónica hacía estragos en la Tarraconense y Narbonense, la mortandad diezmaba a una población cada vez más empobrecida por la severa crisis económica, cosechas perdidas, levantamientos fratricidas y enfermedades desoladoras devastaban el triste reino toledano. A fin de fortalecer a la figura regia, Egica promovió nuevas leyes que se incorporaron a los códigos de derecho existentes, buscando que se incorporaron a los códigos de derecho existentes, buscando además —como ya lo hicieron otros— la continuidad dinástica, para lo que se fijó en su hijo Witiza, al que nombró duque de la Gallaecia en el 698, cuando apenas tenía dieciocho años. El joven fijó su residencia en Tude (Tuy) con la esperanza de poder ayudar a su padre en tan difíciles momentos. El rey Egica no fue distinto a otros monarcas visigodos en el odio sostenido contra el pueblo judío. El 9 de noviembre del 694 se inauguraba el XVII Concilio de Toledo en la iglesia de Santa Leocadia con el casi único propósito de poner fin a las esperanzas judías.

Las acusaciones contra los judíos se basaban en una presunta conspiración mundial de los hebreos para acabar con todas las monarquías cristianas del orbe. En lo que respecta al reino de Toledo, pretenderían derrocar a Egica con la ayuda de fuerzas llegadas desde el norte de África. Las conclusiones de obispos y notables no dejaban lugar a dudas: los acusados, como siempre, eran culpables. Los judíos hispanos fueron relegados a la miserable condición de siervos, se ordenó una diáspora por toda la Península, sus bienes fueron una vez más confiscados y se les prohibió el comercio. El punto trágico en la persecución contra esta religión se alcanzó con la ley que ordenaba entregar a los hijos de los judíos una vez cumplieran los siete años. Estos niños serían adoptados por familias católicas que les inculcarían las enseñanzas cristianas haciéndoles olvidar las hebreas. Egica se propuso en firme acabar con los judíos y casi lo consigue.

En el año 700 el rey Egica enfermó gravemente, ordenando de forma apresurada la unción de su hijo Witiza, que se realizó en Toledo el 24 de noviembre de ese mismo año y fue el último acto destacado del siglo VII. Egica consiguió vivir dos años más; en ese tiempo nos cuenta la crónica que hubo un intento de invasión extranjera por las costas murcianas. No está bien documentado si los agresores eran bizantinos o musulmanes, lo cierto es que se produjo una refriega en la zona de Orihuela de la que salieron victoriosos los godos dirigidos por el duque Teodomiro.

El reinado de Egica se puede inscribir en el contexto de la crisis resquebrajadora de la unidad visigótica. La cohesión interna se derrumbaba por momentos y el ejército se mostraba tremendamente condicionado por los aspectos protofeudales de la época. La ineficacia militar quedó patente en las luchas intestinas o en las que se mantuvieron contra los francos durante esos años. Así terminaba el siglo VII, acaso el más hermoso de la hegemonía visigoda, con el impulso cultural de personajes como Isidoro de Sevilla, Braulio de Zaragoza o Julián de Toledo. Reyes escritores como Sisebuto o pacificadores como Recesvinto supieron sortear la ingente cantidad de problemas generada por el devenir de los acontecimientos.

En diciembre del año 702 fallecía por causas naturales el rey Egica, que cedía el mando absoluto a su hijo y corregente Witiza, un joven de apenas veintidós años que asumía la entrada en el siglo VIII con un horizonte gris para su pueblo.

XXXIII
 
Witiza

Los judíos fueron injustamente tratados por los reyes anteriores, incluido mi padre, hora es que los godos nos pongamos a bien con ellos para beneficiarnos de su buen gobierno económico.

Witiza, rey de los visigodos, 702-710

Siembra de confusiones

El reinado de Witiza nos ha llegado envuelto por la neblina; la falta de rigor documental hace que los investigadores caigan constantemente en múltiples contradicciones. La primera medida adoptada por el rey fue la de convocar el XVIII Concilio de Toledo, pero poco sabemos de esta reunión, pues las actas fueron destruidas o se perdieron a manos de los católicos. Se puede deducir que Witiza no comulgaba con los postulados antisemitas anteriores, ya que rebajó notablemente las penas y persecuciones contra los judíos, invitando a los exiliados hebreos a regresar a Hispania con la promesa, más o menos certera, de confiarles la gestión económica del reino. Estas decisiones pusieron de uñas a los obispos católicos; a tanto llegó la alteración episcopal que lanzaron numerosas informaciones oscuras sobre el nuevo rey, acusándolo de lujurioso, perverso y malvado. A esto Witiza respondió animando a los clérigos a contraer matrimonio en lugar de seguir amancebados como, al parecer, casi todos tenían por costumbre.

La imagen de Witiza ha quedado deformada a consecuencia de su tenaz enfrentamiento con el clero católico; en cambio, existen investigadores que lo califican como rey inteligente, justo y prudente. Sospecho que nunca sabremos la verdad sobre la vida de un monarca que tuvo que sofocar constantes revueltas internas, entre ellas las del duque Teodofredo, supuesto hijo de Chindasvinto que se sublevó en Córdoba sin resultado y sufrió la consabida extracción de los ojos a la que se sometía a todos aquellos traidores dispuestos a usurpar el trono. También cuenta la historia que en sus tiempos de regente, cuando vivía en Tuy, estranguló con sus propias manos a Favila, hermano de Teodofredo; ya sabemos por la leyenda que Favila era padre de Pelayo, mientras que Teodofredo lo era de Rodrigo.

Witiza tuvo tres hijos llamados Agila (Achila), Olmundo y Ardabasto (Ardón). En febrero del año 710 moría por causas naturales el rey Witiza sin haber cumplido los treinta años. La última voluntad del monarca fue la de nombrar a sus hijos herederos al trono, el inconveniente radicaba en la minoría de edad de los niños. Agila, el mayor, tan sólo tenía diez años, lo que suponía un serio obstáculo para el gobierno de un reino en caída libre, debido, en buena parte, a los desaires existentes entre los poderes fácticos.

Los seguidores de Witiza no tuvieron dudas a la hora de proclamar como rey al pequeño que, desde entonces, se llamaría Agila II, pero las facciones visigodas más conservadoras entendieron que el propósito de los witizanos no era sino fragmentar el reino visigodo en pequeños estados. Ante la sospecha se reunió con urgencia el Aula Regia y en marzo eligieron rey a Rodrigo, duque de la Bética e hijo de Teodofredo. La guerra civil estalló con extrema virulencia devastando lo poco que quedaba del orgulloso reino visigodo. Fue un conflicto entre familias; por un lado, los descendientes de Chindasvinto con Rodrigo al frente; por otro, los de Wamba, encabezados por Agila II.

Los seguidores de Rodrigo culminaron con éxito diversas operaciones militares y consiguieron expulsar a los leales de Agila II a zonas muy alejadas de Toledo. En la Narbonense y Tarraconense se estableció Agila II, donde fue respetado como rey hasta su muerte en el año 716.

Oppas, el hermano de Witiza, se refugió en Ceuta, donde gobernaba el conde Julián, un presunto pariente. En poco tiempo la idea unificadora del Aula Regia imperó por casi toda la Península. Los reductos de Agila II en el nordeste aguantaron las embestidas de las tropas de Rodrigo. Mientras tanto, en el norte de África se empezaba a gestar la tragedia para los godos. Oppas y Julián negociaban la ayuda musulmana para rehabilitar en el trono de Toledo al joven Agila II, sin descartar que ellos mismos pretendieran ocupar ese trono. La alianza con los musulmanes se concretó a principios del 711, aportando éstos una fuerza expedicionaria a cambio de abundantes riquezas. Todo estaba dispuesto para el capítulo final de la historia del reino visigodo de Toledo, con el rey Rodrigo como último y destacado protagonista.

XXXIV
 
Rodrigo

Sólo me queda la deshonra de haber permitido la pérdida de mi reino, triste final el que tuvieron los godos en las hermosas tierras de Hispania.

Rodrigo, último rey visigodo, 710-711

El fin del reino visigodo

En la historia del último rey de los godos se entrevelan toda suerte de aspectos fidedignos y legendarios. Es sumamente difícil abordar los acontecimientos que jalonaron los últimos diecisiete meses oficiales del reino visigodo. Éste fue el tiempo que tuvo Rodrigo para gobernar de forma recta y justa a un pueblo sometido a las inclemencias de tanto desbarajuste regio acumulado en los momentos finales de aquella epopeya.

Después de la pequeña guerra civil entre los partidarios de Witiza y los de Rodrigo, éste fue proclamado y ungido el 1 de marzo del año 710. Los vencidos acataron la nueva situación, pero muchos huyeron buscando refugio y venganza en las zonas marginales del reino; es el caso del hermano de Witiza, Oppas, obispo de Sevilla, que, junto a Sisberto, antiguo opositor a la monarquía, buscaron ayuda en la plaza de Ceuta. Allí se encontraba el conde Julián, personaje oscuro al que se han atribuido diversas procedencias: unos piensan que era el antiguo gobernador bizantino de la ciudad (Cartago había caído en manos musulmanas en el 698 y puede ser que Ceuta se quedara como último reducto de los de Bizancio), otros lo sitúan entre los bereberes, aunque la gran mayoría se inclina por la tesis de un Julián godo pariente de Witiza y custodio del puntal sur visigodo que servía de tope al empuje del joven Imperio Musulmán.

Los árabes llevaban casi un siglo de campaña. El impulso inicial alentado por Mahoma había provocado una marea de alto calibre, tropas árabes y aliadas se extendían como la pólvora por diferentes latitudes. El vertiginoso ataque cubrió con banderas de media luna muchos miles de kilómetros, incluyendo la totalidad norteña de África. Es lógico pensar que la debilitada Hispania sólo fuera un punto más que ocupar para los enérgicos musulmanes.

La leyenda nos habla con insistencia de un Rodrigo o Roderico —de las dos formas se puede llamar—, pecador pertinaz, obsesionado por el poder y los placeres, y en ese sentido son varias las narraciones fabuladas que convergen ante el personaje histórico. En una de esas crónicas conocemos cómo el ambicioso Rodrigo se encamina junto a sus caballeros hacia un supuesto palacio de Hércules que se encontraba en Toledo. El lugar se inscribía en la rancia tradición visigótica pero nada se sabía sobre lo que contenía el recinto, ya que la costumbre ordenaba que cada nuevo monarca colocara un candado en la puerta del palacio a fin de evitar tentaciones. Rodrigo, desatendiendo consejos que impidieran seguir fomentando su curiosidad, ordenó descerrajar los herrumbrosos candados para posteriormente entrar en el enigmático lugar. La sorpresa vino cuando Rodrigo y los suyos comprobaron asombrados que tanto misterio no se sostenía sobre ningún argumento tangible, pues no había belleza que contemplar, ni tesoros que tomar. Únicamente se percataron de la existencia de un arcón que, una vez abierto, mostró su contenido: una pieza de tela que Rodrigo desplegó con cuidado para mirar con temor lo que en ella se adivinaba. La visión ofrecida por el tapiz enseñaba a unos guerreros vestidos y armados a la usanza musulmana; debajo de las imágenes había un texto en el que se advertía que la violación del cofre supondría la invasión del reino a cargo de personajes como los representados en el lienzo. La lectura provocó murmullos y exclamaciones entre los acompañantes de Rodrigo que, tras una pequeña reunión, decidieron salir con paso ligero del palacete, cerrándolo a cal y canto, para no volver jamás, después de haber pedido perdón por la osadía morbosa que tan nefastamente había roto la tradición goda.

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