La aventura de los conquistadores (11 page)

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Authors: Juan Antonio Cebrián

Tags: #Historia

BOOK: La aventura de los conquistadores
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El 18 de febrero de 1519 zarpaba la flota rebelde integrada por once naves con unos quinientos cincuenta hombres, dieciséis caballos y algunas piezas artilleras. A los pocos días los navíos recalaban en la isla de Cozumel, frente a las costas de Yucatán, donde recibieron la inesperada visita de Jerónimo de Aguilar, superviviente de un naufragio acontecido ocho años antes.

La alegría del encuentro se incrementó cuando el náufrago contó su fascinante historia, en la que relataba su aprendizaje del idioma maya mientras servía como esclavo de un cacique local; su conocimiento de la lengua autóctona resultaría fundamental para la futura gesta.

Tras abastecerse de agua y víveres, los buques españoles zarparon rumbo al continente, el destino era Tabasco, lugar descubierto anteriormente por Grijalva y donde se presumía una presencia nativa amistosa. Sin embargo, sucedió todo lo contrario: una vez desembarcados los españoles comprobaron cómo doce mil indios tabasqueños se posicionaban ante ellos en formación de batalla. Cortés, sin arredrarse, ordenó atacar al contingente indígena. Así describió el choque el cronista Bernal Díaz del Castillo:

Recuerdo que cuando disparamos, los indios dieron grandes gritos y silbidos y lanzaron barro y polvo al aire, de forma que no viésemos el daño que les hicimos, y sonaron sus trompetas y tambores y silbaron… En ese momento vimos a nuestros hombres de a caballo y como la gran muchedumbre de indios nos atacaba furiosamente, ella no se dio cuenta inmediatamente de que aquellos se les venían encima por la espalda… Tan pronto como vimos los jinetes, caímos sobre los indios con tal energía que, atacando nosotros por un lado y los de a caballo por otro, pronto aquéllos dieron la espalda. Los indios creyeron que el caballo y el jinete eran un solo animal, porque nunca habían visto caballos hasta tal momento.

La eficacia demostrada por los hombres de Hernán Cortés ocasionó más de ochocientos muertos y la sumisión de los caciques mayas, quienes aceptaron sin condiciones la autoridad del emperador español y de la Virgen María. Además ofrecieron abundantes regalos de oro, plata y piedras preciosas, así como sabrosa comida y veinte mujeres, entre las que se encontraba Malinalli Tenépal, que en idioma náhuatl significaba «abanico de plumas blancas», una hermosa princesa azteca de diecisiete años que por diferentes circunstancias se había convertido en esclava de los mayas.

Malinalli —nombre que los españoles castellanizaron como Malinche— fue bautizada en compañía de otras jóvenes para que pudieran yacer con los soldados españoles; el nombre que le tocó en suerte fue Marina, en recuerdo de la mártir gallega. En principio el seductor Cortés no se fijó en la muchacha, sino que se la entregó a Alonso Hernández Portocarrero, uno de sus capitanes, que sin remilgos la aceptó.

Más adelante se comprobó que Marina, dada su procedencia, hablaba perfectamente el náhuatl, lengua de los aztecas. Como el clérigo Jerónimo de Aguilar hacía lo propio con el maya, casi, sin querer, Hernán Cortés se vio arropado por un magnífico equipo de traductores que, a la postre, serían esenciales en la conquista de Nueva España.

Tras vencer a los tabasqueños, el pequeño contingente español reembarcó para costear hasta la isla de San Juan de Ulúa, donde contactaron con los enviados de Moctezuma II. Una vez más el destino se puso del lado español, pues Moctezuma no dudó un solo instante sobre la procedencia divina de aquellos desconocidos; para mayor confirmación, su llegada coincidía con las fechas establecidas por Quetzalcóatl en su profecía. Los mensajeros aztecas colmaron de regalos a los españoles, confiando en el efecto disuasorio que el oro y los finos presentes provocarían entre los blancos. Empero, lejos de aceptar el soborno real, Cortés animó a los suyos diciéndoles que eso no era nada más que una pequeña parte del inmenso tesoro que esperaba a todos aquellos que le siguieran en la aventura. El extremeño, convertido por azar en dios viviente, arengó a su entusiasmada tropa para que iniciara el avance conquistador de Nueva España. La suerte estaba echada para los méxicas.

Así describió Hernán Cortés, en carta dirigida a Carlos I, la emoción de aquel momento único:

Yo quería seguir adelante y encontrarme con él donde quiera que estuviese para lograr atraerle a un reconocimiento del emperador y sumarle a sus señoríos, como antiguamente lo fueron los reyes de taifas moros.

Tras el encuentro con los embajadores aztecas, Hernán Cortés tuvo claro que la oportunidad de algo grande se presentaba ante él. La conquista de México daba sus primeros pasos, pero existían algunos problemas en las filas españolas, y es que Cortés no ignoraba que su acción podía ser considerada rebelde a la corona. A esto se añadía un fuerte recelo hacia la actuación que pudieran tener algunos personajes integrantes de la aventura a los que se les suponía cierta fidelidad a Velázquez, lo que constituiría un serio obstáculo en la buena marcha de la misión, dado que en aquellos momentos confusos nada se podía descartar, ni siquiera una deserción masiva de la irregular hueste. Por tanto, se debían tomar las decisiones más oportunas con el propósito de evitar malentendidos y, al respecto, vinieron muy bien los conocimientos legislativos adquiridos por el extremeño en su etapa salmantina.

A fin de evitar futuros litigios con el airado gobernador cubano por el control de aquella gesta, Cortés fundó la ciudad de Villa Rica de la Veracruz, en la cual, siguiendo las normas establecidas, se creó un cabildo con sus justos representantes. Éstos tuvieron que elegir un capitán de armas y el mejor candidato no era otro sino Hernán Cortés. De esta manera, el inteligente aventurero obtenía un nombramiento oficial que le permitiría asumir la campaña en representación del rey de España Carlos I, al que con presteza envió noticias de todo lo acontecido en la primera de sus cartas de relación.

Hernán Cortés, astuto como nadie, tuvo informado constantemente al monarca español sobre todos sus avances y éxitos. Esta hábil maniobra le equipara a Julio César, quien hiciera lo mismo en su campaña de las Galias. Los minuciosos detalles ofrecidos en sus amplías epístolas —se conservan cinco cartas de relación— abrieron el Nuevo Mundo a la percepción de los europeos cultos, que, ávidos de noticias sobre lo que estaba ocurriendo, tradujeron los escritos de Cortés en poco tiempo a varios idiomas, motivo por el cual esas narraciones cortesianas se convirtieron en un auténtico
best-seller
de la época, popularizando, aún más si cabe, la figura del extremeño.

Antes de dichos eventos literarios, sucedieron diferentes episodios que engrosaron la leyenda del bravo conquistador. Los informes antes mencionados fueron despachados en un buque que zarpó rumbo a la península Ibérica, mientras que los diez navíos restantes fueron hundidos después de trasladar a tierra todos los elementos útiles. Con esta orden, en apariencia incomprensible, Cortés disipó cualquier intención escapatoria de los leales a Velázquez, asegurando, de ese modo, que nadie se volvería atrás en la epopeya mexicana. Erróneamente se ha dicho que estas naves fueron incendiadas, pero no fue así, tan sólo se inutilizaron por las causas ya referidas.

En agosto de 1519 los recién establecidos españoles comenzaron a diseñar el definitivo asalto sobre Tenochtitlán, capital de la confederación azteca.

El imperio de Moctezuma

Los aztecas hicieron acto de presencia en los territorios méxicas en torno al siglo X de nuestra era. Integrantes de las invasiones nahuas, provenían de los desérticos parajes de Utah, en los actuales Estados Unidos de América. Según sus leyendas religiosas, fueron guiados en su ruta hacia el sur por el dios Huitzilopochtli, fervoroso defensor de sacrificios humanos y de la expansión militar. Con su aliento divino, los aztecas fueron desde el siglo XIII invadiendo, de grado o por la fuerza, miles de hectáreas pertenecientes a pacíficas sociedades autóctonas civilizadas por los antiguos moradores toltecas. De esa forma, dominaron, gracias a la guerra o a las alianzas con otros pueblos, una extensión que llegaba hasta las costas del golfo, así como al istmo de Tehuantepec. Hacia el año 1325 y tras largos períodos de lucha, los aztecas fijaron su capital en Tenochtitlán (hoy México DF), una olvidada isla diminuta en el lago Texoco. Según la tradición, en este lugar los chamanes de la tribu observaron la señal que su dios Huitzilopochtli les había dicho que buscasen: un águila posada sobre un cactus, comiendo una serpiente. Esa característica imagen sigue siendo hoy la que ostenta México en sus emblemas nacionales. Cien años después, los aztecas habían conquistado grandes territorios que se extendían desde la costa del golfo de México hasta casi el Pacífico y, por el sur, hacia Guatemala. El fortalecimiento meteórico de esta cultura se puede comprender más fácilmente cuando se considera su capacidad aglutinadora de las ciudades residuales toltecas, con una asimilación de sus costumbres y otras facetas tradicionales bajo la ascendencia de sus dioses.

En algunos aspectos la civilización azteca nunca alcanzó la altura de la de los mayas. Su modo de escribir se acercaba más a una representación pictórica elemental que a una forma jeroglífica. Pero al igual que las civilizaciones maya y otras mexicanas, los aztecas tenían un gran sentido histórico y un arraigo de sus tradiciones de escritura pictórica. Su cronología, leyes, ritos y ceremonias estaban registrados en obras pintadas. Estos libros estaban constituidos esencialmente por listas de acontecimientos que servían como ayudas para memorizar los datos a los máximos dirigentes políticos y religiosos.

Muchos de los códices precolombinos fueron recogidos por Ramírez de Fuenleal, que hizo escribir con ellos la que se llamó
Historia de los aztecas por sus pinturas
.

Los aztecas destacaron, por mérito propio, en arte, ciencia, agricultura y arquitectura. Gracias a los cronistas españoles sabemos del asombroso esplendor de los templos y palacios, del floreciente estado de la agricultura y de la exquisitez de los monumentos, así como de las obras de arte ejecutadas por los habilidosos artesanos.

Los ejércitos méxicas establecieron un imperio que fue extendiéndose paulatinamente a lo largo de doscientos años, impuesto a través de la guerra con el objetivo primordial de fortalecer una disposición geográfica cuyo epicentro se encontraba en Tenochtitlán, ciudad inexpugnable gracias a estar rodeada por las aguas del lago en que se asentaba. El propio Hernán Cortés quedó fascinado ante la visión ofrecida por la plaza y escribió al emperador Carlos V que era «la ciudad más hermosa del mundo».

Hacia el año 1500, la capital azteca se había convertido en una gigantesca metrópoli de piedra por cuyas calles y casas transitaban alrededor de cien mil habitantes. Existían tres pasos o calzadas que unían la isla con tierra firme y el agua potable era conducida por acueductos de piedra desde los manantiales de Chapultepec —a unos cinco kilómetros de distancia—. La urbe desplegaba un brillante colorido: las villas de los nobles, los edificios de la administración y los templos estaban pintados bien de un blanco deslumbrante o de un rojo oscuro. Las casas tenían patios interiores con fuentes en el centro para aumentar el frescor. En el interior, colgaban cortinas desde los techos que eran de cedro y otras maderas preciosas. Los españoles, conmovidos por tanta belleza, la denominaron: «la Venecia del Nuevo Mundo», pues encontraron que sólo la referencia a la bella ciudad italiana era equiparable a lo que estaban viendo sus atónitos ojos. Tenochtitlán no sólo contaba con su lago color turquesa situado a una altura de más de dos mil metros sobre el nivel del mar, sino que además estaba rodeada de volcanes, coronados de nieve, que parecían custodiarla a distancia.

La ciudad tenía una extensión de unos treinta y cinco kilómetros cuadrados y se abastecía de los cultivos que se llevaban a cabo en islas flotantes (chinampas que se sustentaban en columnas apoyadas en el lecho lacustre). Estas balsas soportaban la tierra de cultivo y, con entramados de cañas y juncos que, andando el tiempo, echaban raíces en el suelo del lago, poco profundo, se iban convirtiendo en auténtica islas artificiales que aún hoy perduran. Algunas tenían cien metros de longitud, extensión suficiente que permitía el cultivo incluso de árboles frutales, así como de flores, muy apreciadas por los autóctonos. Los aztecas no conocían la rueda ni poseían animales de tiro, por lo que tenían que transportar las ingentes materias primas que surtían el imperio con la simple acción de porteadores muy avezados en la carga de fardos sobre sus espaldas. En la propia Tenochtitlán, una miríada de botes se ocupaba del trasiego de mercancías por los múltiples canales que unían las barriadas de la capital. A través de aquel laberinto, circulaban canoas cargadas de toda clase de productos con destino a la gran plaza de Tlatelolco, donde estaba el mercado, en el sector norte de la ciudad. Los españoles hablaron de esa plaza en la que diariamente se reunían más de sesenta mil almas para comprar y vender… y donde los mercados de sesenta ciudades ofrecían joyería de plata y oro, piedras preciosas, pieles de ciervo, jaguar, puma, alfarería, textiles, mosaicos preciosos hechos con plumas de pájaros, miel, pescado, venados, pavos, perros gorditos sin pelo, tintes, tabaco, goma…

En 1502 Moctezuma II, de veintidós años de edad, subió al trono de la confederación azteca. La mayor parte de los once millones de seres que entonces habitaban México le ofrecieron sumisión religiosa. Su imperio, en realidad, no era más que una mal ligada federación de ciudades aglutinadas por el miedo común al emperador, que exigía tributos a cambio de la tutela de los dioses pero que, en contrapartida, poco más les ofrecía que su tolerancia, como garantía de vida. Algunas ciudades del antiguo México, tales como Tlaxcalal y Tarascan, nunca fueron conquistadas por los aztecas; en cambio otras menos poderosas, que se opusieron a las peticiones de los dominadores, fueron devastadas y sus hombres y mujeres convertidos en esclavos o sometidos al cruel castigo del sacrificio a los dioses, ya que el dios Huitzilopochtli siempre estaba sediento de sangre. Según se sabe, en el año 1487 no menos de ochenta mil guerreros y habitantes capturados de estados sometidos fueron sacrificados para conmemorar la apertura del gran templo.

Bajo el gobierno de Moctezuma el poder político estaba en manos de una clase dominante por nacimiento, pero que por su especial educación también constituía la capa intelectual. En la cima de la pirámide social se encontraba Moctezuma, el cual ejercía la suprema autoridad política y religiosa, como jefe máximo y gran sacerdote. Contrariamente a la creencia de los españoles, no era un gobernante hereditario sino un ser superior, elegido entre los que reunían las cualidades más excelentes, pero que podía ser depuesto si el grupo de grandes señores lo consideraba necesario. De ascendencia real, Moctezuma era ya bien conocido antes de su elección, tanto como miembro del ejército —en el que se distinguió— como gran sacerdote. Las crónicas de sus contemporáneos le describieron como un hombre sabio, astrólogo, filósofo y adiestrado en las artes. Después de los sacerdotes y los nobles, seguían en importancia los burócratas, que se ocupaban de los asuntos administrativos del Estado, y los mercaderes, que viajaban a todos los rincones del imperio en busca de lo necesario. El comercio estaba muy desarrollado en la sociedad azteca. Los mercaderes, con frecuencia, combinaban sus propios negocios con la misión de embajadores, facilitando información al poder central sobre ciudades que podían ser objetivo de invasión o dominio. A continuación se hallaban los artesanos: escultores, joyeros, tejedores… A éstos seguían los obreros y los labradores que trabajaban la tierra (maceguales). Los esclavos —gentes capturadas en las batallas o personas vendidas por deudas u otras razones— formaban el último estrato en la sociedad azteca. Normalmente eran tratados con cierta consideración, obligados a una dependencia absoluta, sólo regulada por las cualidades éticas del señor. Sin embargo, el esclavo podía casarse libremente y su descendencia asumía automáticamente los plenos derechos del nacido libre.

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