Al finalizar la primavera de 1511 apareció por allí un desmejorado Nicuesa reivindicando su gobernación. Tras una refriega, los hombres de Nicuesa prefirieron rendirse y sobrevivir dejando que su jefe fuese embarcado en un pequeño navío con sus más fieles y con rumbo a La Española. Poco después, la extraña situación jurídica de Darién quedó aclarada cuando, desde La Española, el gobernador Diego Colón ratificó a Balboa como gobernador de aquellas tierras. A Enciso no le quedó más remedio que regresar a España y litigar en el Consejo de Indias contra su enemigo.
De cualquier forma, el lugar elegido para fundar Santa María no era precisamente el paraíso, así que pronto iniciaron la exploración de nuevos territorios. En una de sus expediciones debieron librar batalla con el cacique indio Careta, a quien Balboa derrotó con la misma estrategia que más tarde emplearían Hernán Cortés con los aztecas o Pizarro con los incas. En estas tácticas guerreras, las tropas españolas, siempre en inferioridad numérica, atacaban con todo su ímpetu y armamento el núcleo principal de los ejércitos nativos, arrebatándoles sus estandartes y apresando de paso a sus jefes, con lo que el grueso de la tropa aborigen se rendía sin presentar resistencia alguna y con escasas bajas en ambos contingentes. Balboa supo administrar muy bien sus victorias y, en el caso del cacique Careta, logró ganarse su amistad de tal modo que el indio le entregó como signo de afecto a su hija Anayansi —desde entonces fiel amante y compañera del español—. Además, el agradecido cacique le ofreció todos los indios que quisiera a cambio de ayuda militar para derrotar a su cacique rival, Ponga. También Careta le puso en contacto con otras tribus y jefes amigos que le permitieron seguir adentrándose en las tierras panameñas. Uno de estos caciques fue Comagre, quien, junto a su hijo Panquiaco, habló a los extremeños Balboa y Pizarro sobre la existencia de otro mar y de un imperio con tierras abundantes en oro más allá de las montañas, hacia el sur. Las narraciones indígenas parecían convincentes, tanto, que desde ese momento Núñez de Balboa centró su atención en el descubrimiento de ese mar que había obsesionado a Cristóbal Colón.
Poco a poco, la habilidad diplomática de Balboa y su capacidad para la relación con los nativos lograron incorporar nuevos territorios a la corona y ganarse la amistad de la mayoría de las tribus indígenas. Por otro lado, sabía que Enciso, ya de vuelta en España, estaría intrigando en su contra, así que envió un barco cargado de oro y regalos para el rey Fernando y los miembros del Consejo de Indias a fin de reforzar las gestiones de su secretario Zamudo, embarcado meses antes para que explicase la situación de Darién.
Por desgracia, dicho barco lleno de tesoros fue hundido por un huracán. A pesar de todo, Balboa prosiguió con sus planes dispuesto a encontrar el mar de sus sueños. El 1 de septiembre de 1513 Vasco Núñez de Balboa se puso al frente de una columna conformada por ciento noventa españoles y unos ochocientos indios con los que se dirigió hacia el interior del actual territorio panameño.
La expedición recibió el valioso apoyo de tribus amigas y de los guías aportados por el cacique Careta. Fueron tres semanas de penosa marcha en las que los españoles llegaron a murmurar que aquel esfuerzo no merecía tantos azotes, pues, no sólo debían luchar contra las enfermedades que les diezmaban, sino también con una geografía hostil en la que se avanzaba muy lentamente y a machetazos por las frondosas selvas que iban encontrando. En el camino se perdieron muchos hombres que acabaron engullidos por pantanos o caimanes, otros tantos perecieron por dolencias tropicales y el resto tuvo que soportar altísimas temperaturas mientras eran atacados por densos enjambres de mosquitos.
El único consuelo al que se pudo aferrar aquella angustiada hueste fue el proporcionado por diferentes tribus aliadas de la zona, las cuales socorrieron a los expedicionarios con alimentos e indicaciones certeras sobre el camino a seguir en aquel trasiego decisivo para la historia de América. Al fin la comitiva pudo llegar a las estribaciones de una montaña desde cuya cumbre decían los indios que se podía atisbar el azul de un inmenso mar.
El 25 de septiembre de 1513 Vasco Núñez de Balboa, escoltado por unos pocos hombres entre los que se encontraba Francisco Pizarro, subió a lo más alto del monte y desde allí oteó el horizonte comprobando por sí mismo que los indígenas tenían razón. Era la primera vez que un europeo certificaba la existencia de un océano al otro lado de la Tierra Firme descubierta años antes. Al poco Pizarro también pudo comprobar el maravilloso hallazgo y como él otros oficiales del pequeño contingente explorador. La calma de aquellas aguas inspiró a Balboa y bautizó ese mar con el nombre de Pacífico. Un día más tarde los blancos se bañaron en la playa más próxima festejando la gesta ante los asombrados indios, los cuales habían disfrutado de aquellos paisajes durante siglos sin darle mayor importancia.
El 29 de septiembre Vasco Núñez de Balboa, en compañía de veintiséis hombres, dio el nombre de San Miguel al golfo en el que se había celebrado el descubrimiento. Allí mismo, en un emotivo acto, tomó posesión del lugar en representación del rey católico Fernando, ceremonia que repitió justo un mes más tarde. En esas semanas los españoles anduvieron por la zona negociando con los autóctonos, de los que obtuvieron abundante oro y grandes muestras de simpatía, debidas, en parte, a la eficaz gestión diplomática desplegada por Balboa, quien, por añadidura, se enteró a lo largo de interesantes veladas compartidas con los jefes nativos de la certeza de un imperio situado al sur, con el mayor cúmulo de riquezas que nadie pudiera imaginar.
Según parece, el cacique Turnaco informó a los españoles sobre la existencia de un país llamado Biru, en el cual las ciudades estaban construidas con grandes bloques de piedra y por el que pastaban extraños animales, de los que hizo dibujos para mejor comprensión; una de las figuras representadas mostraba una oveja lanuda con cabeza de camello, especie que más tarde sería conocida con el nombre de llama. Contento por la consumación de la gran hazaña de su vida, Balboa ordenó regresar a Santa María de la Antigua, ciudad en la que la gloriosa columna llegó el 19 de enero de 1514. Los descubridores fueron recibidos en olor de multitudes. No en vano aquel éxito protagonizado por ellos constituía el segundo gran hito en la historia de la conquista americana tras el propio descubrimiento colombino.
La imagen de Balboa ganó un prestigio con una intensidad suficiente como para borrar de un plumazo cualquier capítulo oscuro de su biografía. Los propios delegados reales, establecidos allí para vigilar de cerca las andanzas coloniales, sucumbieron ante el carisma del extremeño y redactaron informes favorables para su causa. De ese modo, uno de estos emisarios llamado Pedro de Arbolancha zarpó rumbo a España con el propósito de ofrecer valiosos detalles al rey sobre el descubrimiento del Pacífico, portando incluso algunas epístolas escritas por Balboa, así como un quinto de todos los tesoros recogidos por éste en su aventura. Por desgracia para el descubridor, Arbolancha llegó tarde a la corte, pues, para entonces, ya se había fletado una gran escuadra colonial bajo el mando del insigne segoviano Pedrarias Dávila, quien había recibido el nombramiento de gobernador de Darién (Castilla del Oro), a excepción del territorio de Veragua, con la misión de iniciar una excelsa empresa colonizadora en Tierra Firme —como se denominaba al continente aún ignorado.
La flota compuesta por treinta navíos y más de dos mil personas con abundantes equipamientos, animales y semillas zarpó en abril de 1514. La importancia de esta singladura es vital para entender las futuras acciones de conquista que se iban a emprender a cargo de pasajeros tan ilustres como Diego de Almagro y Hernando Luque —que luego se convertirían en socios de Francisco Pizarro—, Hernando de Soto —descubridor del Mississippi—, Sebastián de Belalcázar —conquistador del reino de Quito—, Bernal Díaz del Castillo —soldado de Hernán Cortés y cronista de Nueva España—, Pascual de Andagoya —primer explorador al sur de Panamá—, fray Juan de Quevedo —primer obispo de Tierra Firme—, Francisco de Montejos —adelantado y conquistador del Yucatán—, Gonzalo Fernández de Oviedo —cronista general de las Indias—. Y no menos decisivos fueron otros personajes anónimos, como los cincuenta magníficos nadadores provenientes de la isla canaria de la Gomera que embarcaron dispuestos a recoger de las aguas caribeñas una inmensa fortuna en perlas. Junto a ellos una ilusionada mesnada integrada por cientos de campesinos, ganaderos, clérigos, soldados… los cuales confiaban su suerte a la hipotética brisa de riquezas que les estaba esperando en el Nuevo Mundo. El veterano funcionario, amén de dirigir aquella empresa, había recibido la orden de apresar a Balboa, dado que, hasta entonces, sobre el extremeño sólo había circulado en España la versión esgrimida por su antiguo enemigo el bachiller Enciso, el cual no reparó en gastos a la hora de vilipendiar a su compañero de viaje. Lo cierto es que cuando Dávila arribó a las costas panameñas en junio de 1514, la fama del descubridor del Pacífico había crecido como la espuma entre los colonos y Dávila tuvo que ejercer la opción de la prudencia sin atreverse a detenerle como rezaba en su encargo. Hizo bien, dado que desde España no tardaron en llegar las rectificaciones oportunas que protegieron a Balboa confirmándole moralmente como gobernador, aunque supeditado a las decisiones de Pedrarias. Con lo que se inició una relación personal más que difícil entre ambos personajes, pues por el momento nadie osaba discutir, dada su popularidad, cualquier iniciativa emprendida por el recién nombrado en junta del Consejo de Indias, adelantado de los mares del Sur.
Durante los tres años siguientes la política de Pedrarias Dávila, llamado por todos «Furor Domini», hacia Balboa fue implacable y singularmente tortuosa, ya que puso todos los obstáculos posibles con el propósito de impedir que el jerezano alcanzara mayores hazañas que las que ya había adquirido.
Tras aquel decorado colonial se escondían envidias, rencores y afán de lucro económico. Santa María de la Antigua era en realidad una modesta población que a la llegada de Dávila apenas contaba con unos cuatrocientos pobladores blancos y otros tantos indios y negros. Su entramado urbano mantenía las estructuras indígenas y, a duras penas, los colonos podían sobrevivir en un contexto geográfico aquejado por un sinfín de enfermedades —originadas en las ciénagas y portadas por los mosquitos— que diezmaban constantemente a la población. El propio contingente llegado de España bajo el mando del gobernador segoviano también cayó bajo las mismas plagas y, a los pocos meses de haberse establecido, los muertos superaban los setecientos. Desde luego no era el sueño ambicionado por aquellos pioneros, por lo que muchos se desentendieron de los cultivos o rebaños para entregarse a la aventura de negocios rápidos y de exploraciones exitosas, tal y como había marcado Núñez de Balboa, quien seguía empeñado en desentenderse del control desplegado por Dávila internándose en tierra ignota o llevando a cabo proyectos para trasladar navíos a la zona del Pacífico para cumplir felizmente con la conquista de aquel imperio sureño del que tanto se hablaba.
Balboa no olvidó sus dotes diplomáticas y buscó, con determinación, el apoyo de personas ilustres como el obispo Quevedo, al que asoció a su empresa de conquista en los mares del Sur, o Isabel de Boadilla, esposa de Pedrarias, con la que trabó suficiente amistad como para disponer el matrimonio por poderes con María —primogénita del «Furor Domini»— que se hallaba en España sin saber muy bien lo que decidían sobre ella en América.
A pesar de estos esfuerzos, el prestigio de Balboa era demasiado grande y ensombrecía a Dávila y a sus acólitos, como el sevillano Gaspar de Espinosa, un personaje siniestro que se empleó con absoluta crueldad en diferentes ataques contra los poblados indígenas rebeldes a la causa del gobernador. No olvidemos que estos mismos indios habían negociado con Balboa su incorporación pacífica a la corona como iguales, trato que Espinosa desbarató desde su condición de alcalde mayor en Santa María de la Antigua. La situación era, en definitiva, demasiado compleja con un gobernador que no creía en ningún imperio situado al sur y sí, en cambio, en proyectar la conquista hacia las zonas de la actual Nicaragua, con la pretensión de crear una lujosa corte virreinal para su mayor gloria. Núñez de Balboa se desesperaba ante esa actitud y finalmente surgió la chispa que provocó el enfrentamiento. La verdad es que Dávila tenía prisa por limpiar de enemigos el paisaje panameño, pues muchos críticos con su gestión habían sembrado de dudas la corte española durante la regencia del cardenal Cisneros.
En ese periodo se envió a Panamá a un triunvirato compuesto por frailes Jerónimos dispuestos a esclarecer algunas situaciones turbias provocadas por el gobernador y sus leales. Por último, en 1518 se rompió la cuerda, a tal punto que fue elegido Lope de Sosa —gobernador de Canarias— como suplente de Dávila. La noticia llegó al istmo panameño como un huracán, y tanto Pedrarias como Balboa supieron que había llegado el momento decisivo para ambos. Si alguno de ellos conseguía concretar en poco tiempo una gesta conquistadora, a buen seguro que su imagen quedaría rehabilitada ante la corte española.
Núñez de Balboa se dispuso a zarpar desde la ciudad de Acia con los dos navíos que poseía, rumbo al sur. Entonces Dávila, percatado del hecho, se adelantó a los acontecimientos y a finales de 1518 Francisco Pizarro recibió la penosa orden de detener a su antiguo capitán bajo la acusación de traición a la corona, además de otras viejas cuitas como el caso Nicuesa, en el que se imputaba a Balboa el abandono y muerte del conquistador. El juicio al que se vio sometido el extremeño fue manipulado de forma vergonzosa con un Gaspar de Espinosa alzado en presidente de un tribunal por el que discurrieron diferentes testimonios corruptos. Núñez de Balboa y cuatro de sus oficiales intentaron apelar argumentando que el adelantado de los mares del Sur sólo podía ser juzgado ante el mismísimo rey Carlos I. La petición, obviamente, no fue atendida y Pedrarias ordenó a su esbirro Espinosa que prosiguiese con la pantomima. Finalmente, tras una semana de proceso, Vasco Núñez de Balboa y cuatro de sus oficiales fueron sentenciados a muerte, pena que se cumplió en la ciudad de Acia el 21 de enero de 1519. La cabeza de aquel que descubrió para España el océano Pacífico fue clavada en una pica y expuesta al público como escarmiento para aquellos que quisiesen abrazar la traición o la sedición. Muchos lloraron tan irreparable pérdida, entre ellos la joven india Anayansi, que estuvo al lado de su amor hasta el último minuto. Son las paradojas de la historia que en ocasiones nos brinda capítulos ignominiosos que discurrieron en tierras de frontera y heroísmo, pero también de venganza e injusticia.