Read La aventura de la Reconquista Online
Authors: Juan Antonio Cebrián
Tags: #Divulgación, Historia
No hay una estrategia militar definida, más bien el despoblamiento del Duero obedece a la imposibilidad por parte de los dos bandos de ocupar aquellos lares. La ofensiva cristiana combinada con la dejadez y desidia musulmanas por un terreno poco apetecible y difícilmente defendible, crean en el valle del Duero una inmensa zona casi yerma que se convierte en un territorio de nadie. Desde entonces, será el escenario por donde transiten ejércitos de uno y otro lado en sangrientas razias.
Alfonso I, como ya hemos dicho, se casó con Ermesinda, hija de Pelayo con la que tuvo tres hijos: Fruela, Vimarano y Adosinda; más tarde, al enviudar, tendría otro hijo natural con una cautiva mora llamado Mauregato.
A lo largo de todo su reinado Alfonso I se caracterizó no sólo por la guerra sino también por su profunda religiosidad, promoviendo la construcción y restauración de innumerables iglesias y ermitas, lo que le valió el sobrenombre de «el católico». Cuando fallece en el año 757, ya se había creado el mapa principal donde se moverían las futuras operaciones militares de los siglos venideros.
En el sur se trazaba la frontera a lo largo de la extensa y despoblada zona del Duero; en el este, el rico valle del Ebro. Por su parte los musulmanes desatendían definitivamente cualquier intento de ocupación y colonización de los territorios del noroeste peninsular, fijando su particular frontera detrás de un eje defendido por tres posiciones o marcas, dominadas por las plazas de Zaragoza en el norte, Toledo en el centro y Mérida en el sur.
Al gran Alfonso I le sucede su hijo Fruela I, que contaba treinta y cinco años de edad. Un reinado caracterizado por la continuidad —en cuanto a la guerra sostenida contra el musulmán— aunque más defensivo que atacante.
Fruela y sus tropas soportan diversos envites ismaelitas contra Galicia principalmente; también afloran numerosas revueltas internas motivadas por desencuentros con gallegos y vascones disconformes con el creciente centralismo astur. Por otro lado, el Rey se enfrenta de lleno a la iglesia cuando prohíbe los matrimonios para los clérigos. Mientras tanto, funda la ciudad de Oviedo y ordena asesinar a su hermano Vimarano que por entonces gozaba de las simpatías de buena parte de la aristocracia y el pueblo.
Fruela, finalmente, muere en el año 768, a manos de los seguidores de su hermano; recordando este episodio las antiguas disputas godas.
Tras Fruela llega una serie de gobernantes de escasa relevancia: Aurelio [768-774], Silo [774-783] y Mauregato [783-789]; todos ellos se limitaron a reconocer la fuerza superior de Abderrahman I, el gran emir omeya de Córdoba. En el caso de Silo cabe destacar que trasladó la corte a Pravia, donde fundó el monasterio de San Juan Evangelista. En esta época también surge un curioso tributo que el reino de Asturias se vio comprometido a pagar al emirato cordobés, me refiero a las famosas cien doncellas que anualmente eran entregadas a los musulmanes. Este penoso impuesto sirvió para fomentar aún más, si cabe, el odio de los cristianos hacia la Media Luna; contribuyendo el episodio como argumento de muchas leyendas que ya cuentan otros libros.
Bermudo I [789-791] constituye un caso peculiar en la monarquía asturiana al ser elegido rey cuando vestía los hábitos de la iglesia, de ahí su sobrenombre: «el Diácono»; no obstante se confirmó como un excelente monarca que supo abdicar en su sobrino Alfonso II, el Casto, en el momento más oportuno para el buen gobierno del reino astur leonés.
Alfonso II apuntala definitivamente la estructura social y económica del reino; vincula Asturias al resto de la cristiandad gracias al oportuno descubrimiento de las tumbas del apóstol Santiago y dos de sus seguidores; el milagroso hecho se produjo en el pico sacro sito en las cercanías de la localidad gallega de Iria. Este hallazgo sin precedentes es aprovechado convenientemente por el Rey asturiano, quien en un ejercicio de fina intuición ordena levantar y consagrar un gran santuario en Santiago de Compostela, donde reposarán definitivamente los restos del discípulo de Jesucristo; el suceso resulta fundamental para el orbe cristiano al establecerse una ruta de peregrinaje utilizada por devotos de toda Europa. El camino de Santiago se convierte en una de las arterias principales de la cristiandad, y Alfonso II será su primer custodio apoyado por la mayoría de los autores cristianos de la época, quienes no repararán en pergaminos a la hora de valorar y ensalzar los acontecimientos que rodearon el descubrimiento de tan insigne sepulcro, para mayor gloria del reino astur-leonés. De eso hablaremos luego, pero ahora retrocedamos en el tiempo dispuestos a conocer cómo fue el siglo VIII para los guerreros de Alá.
711. Desastre de los ejércitos de don Rodrigo en la batalla de Guadalete. Fin del reino visigodo en Hispania.
718-737. Pelayo, rey o caudillo militar de los astures. Se establece la capital en Cangas de Onís.
722. Victoria astur en el combate de Covadonga. Se inicia la Reconquista del antiguo reino godo.
737-739. Favila, rey de Asturias.
739-757. Alfonso I, el Católico, rey de Asturias.
753-754. Anexión para el reino de Asturias del litoral gallego.
757-768. Fruela I, rey de Asturias.
760. Expulsión de los musulmanes de Galicia. Comienza su repoblación con mozárabes llegados de al-Ándalus.
768-774. Aurelio, rey de Asturias.
774-783. Silo, rey de Asturias.
776. Silo establece la capital en Pravia.
778. Batalla de Roncesvalles. Tropas musulmanas y vasco-navarras derrotan a los francos de Carlomagno.
783-789. Mauregato, rey de Asturias.
785. Creación de la Marca Hispánica.
789-791. Bermudo I, el Diácono, rey de Asturias.
791-842. Alfonso II, el Casto, rey de Asturias.
797. Victoria de las tropas asturianas sobre las musulmanas en la batalla de Lutos.
La aplastante victoria sobre los godos en Guadalete permitió al general Tariq afrontar con optimismo la empresa expansiva por la península Ibérica. Contaba con 9.000 jinetes que le siguieron como uno sólo en su avance hacia el norte. Primero asaltaron Écija, lugar donde se habían refugiado algunas tropas godas fieles al rey don Rodrigo. Tras tomar la plaza, envió una columna dirigida por su lugarteniente Mugit con orden expresa de conquistar Córdoba. El propio Tariq utilizó las antiguas calzadas romanas que le condujeron a la desprotegida Toledo. La capital del reino godo se rindió sin ofrecer apenas resistencia; el éxito había sido completo. Meses más tarde el gobernador Musa pasaba a Hispania con 18.000 soldados que desembarcaron en Algeciras, tomando plazas como Medina Sidonia, Alcalá de Guadaira, Carmona y Sevilla, donde ubicó la eventual capital. Posteriormente sometería a Mérida a un asedio de siete meses, hasta que ésta cayó en su poder. Los desorganizados visigodos atacaban alocadamente a los nuevos ocupantes sin mayor resultado. En Segovuela (Salamanca) fueron derrotados, una vez más, por los hombres de Musa y Tariq; el primero pretendía desvirtuar las hazañas del segundo encabezando cualquier ofensiva militar contra los grupúsculos cristianos. Sin embargo, cuando se encontraba a punto de entrar en Galicia llegó la llamada del gran Califa de Damasco, un enojado Walid I quien, conocedor de las disputas y envidias de sus generales en Hispania, les convocó para la oportuna reprimenda, además de imponerles fuertes multas y desvincularles de cualquier acción en la península Ibérica. Mientras tanto, en la recién bautizada al-Ándalus proseguía el avance imparable musulmán con la evidente complicidad de la gran mayoría de habitantes hispanogodos; hartos de los enfrentamientos dinásticos y de la decadencia crónica en la que los visigodos andaban inmersos, muchos hispanos vieron con agrado la llegada de los mahometanos convirtiéndoles en auténticos liberadores.
La dinastía omeya, aunque belicosa en las formas, fue tolerante en el fondo, permitiendo grandes libertades que algunas comunidades no disfrutaban con los visigodos.
Fue el caso de los judíos, quienes después de más de un siglo de persecuciones obtuvieron autonomía plena para ejercer su credo y forma de vida, llegando incluso a asumir el gobierno y administración de algunas localidades. En cuanto a los cristianos, éstos fueron respetados y se les permitió mantener su religión.
Los musulmanes dieron a judíos y cristianos la categoría de «gentes del libro», es decir, creyentes de un sagrado mensaje revelado y aceptado; a pesar de ello, muchos cristianos se acogieron a las mejoras fiscales que se obtenían convirtiéndose al islam; a éstos se les denominó muladíes y fueron muy abundantes. Otros, sin embargo, prefirieron mantener su fe cristiana, sufriendo los tributos económicos que se debía pagar por ello; a este grupo se le denominó mozárabes. Muladíes y mozárabes integraban la mayoría de las poblaciones gobernadas por musulmanes, los cuales también se repartieron por el territorio recién conquistado.
En el verano del 714, tras la inusitada marcha a Damasco de Tariq y Musa, quedó como gobernante el hijo de Musa, Abd al-Aziz, quien había participado de forma activa en la toma de algunos enclaves andaluces (Niebla, Beja y Ossobona).
Abd al-Aziz se confirmó como un magnífico mandatario; desde Córdoba pacificó al-Ándalus y completó la conquista de Pamplona, Barcelona, Tarragona, Gerona, Narbona, además de buena parte de Portugal. Sostuvo una inteligente política de pactos con algunos condes godos como Teodomiro, magnate que poseía amplios dominios en Levante. Su visión de Estado le llevó al matrimonio con la bella Egilona, viuda del rey don Rodrigo, por la que según cuenta la leyenda se llegó a convertir en secreto al cristianismo. El prestigio cada vez mayor que iba adquiriendo Abd al-Aziz, sumado a la tolerancia religiosa practicada por él, incomodaron a algunos sectores fanatizados de la nueva aristocracia andaluza, quienes con el visto bueno del califa de Damasco Solimán, dieron muerte a Abd al-Aziz en el año 716. Termina de ese modo la primera etapa de la conquista de al-Ándalus. Cinco años en los que el mensaje de Alá se implantó sólidamente en casi todo el territorio peninsular, salvo los reductos norteños ya citados.
En el año 722 se produce el incidente de Covadonga y diez años más tarde, los musulmanes ven frenada su expansión ultrapirenaica al toparse con los francos de Carlos Martel en la batalla de Poitiers.
La derrota obliga a modificar la situación, iniciándose entonces un repliegue defensivo hacia las posiciones peninsulares. Era momento para el convulso emirato dependiente de Damasco. Cuarenta años llenos de conflictos fratricidas en los que se pusieron de manifiesto las diferencias tribales de los grupos participantes en la ocupación de al-Ándalus. Árabes, sirios y bereberes lucharon por la defensa de sus principales prioridades en el reparto de la riqueza obtenida. Árabes y sirios se asentaron en las fecundas tierras del bajo Guadalquivir, en los valles del Genil, Tajo y Ebro, en el litoral sur peninsular y en las huertas de Levante, mientras que los bereberes más numerosos, eran enviados a las marcas o fronteras para ser acuartelados frente a los cristianos con el escaso premio de unas zonas meséticas casi siempre pobres. No obstante, hubo asentamientos bereberes en el Algarve, Extremadura, serranías de Málaga, Ronda y Sierra Nevada.
El reparto territorial, económico y militar de la Península no convenció a los duros norteafricanos, quienes hacían ver de forma cada vez más ostensible su malestar por la situación que les había tocado en suerte. Por otro lado, los dirigentes de la nueva aristocracia árabe veían con temor la actitud de aquellos belicosos compañeros de viaje.
Sobre el 740 estalló una revuelta que estuvo a punto de dar al traste con las aspiraciones mahometanas en la península Ibérica. El oportuno auxilio de un contingente sirio sirvió para apaciguar el entramado mapa andalusí; por entonces, unos 30.000 musulmanes ya se habían establecido en al-Ándalus. Las comunidades prosperaban y crecían al amparo de fértiles cosechas obtenidas en las vegas fluviales que trabajaban unos aparceros cristianos bien nutridos y pagados por sus nuevos señores mahometanos.
Las técnicas de regadío y los cultivos importados desde Oriente se acomodaban perfectamente en las inmensas fincas andaluzas y levantinas. Los bereberes hastiados de sus desérticos y rudos terrenos norteños reclamaron un botín que la jerarquía árabe les negó. La tajante posición cordobesa provocó el abandono de ciudades y castillos hasta entonces defendidos por las tropas berberiscas. El hecho fue aprovechado por los cristianos que, como ya sabemos, rápidamente ocuparon y despoblaron esas zonas.
En la década de los cincuenta al-Ándalus sufrió pésimas cosechas y peores gobiernos; una lista interminable de emires se habían ocupado más de sus fortunas personales que de consolidar el dominio sobre la rica provincia de Damasco.
Sobre el 750 un nuevo poder se alzó en Oriente. Eran los abasidas, enemigos mortales de los omeyas desde los primeros tiempos de expansión coránica, y dispuestos a tomar el mando al precio que fuera.
Los omeyas habían practicado, desde su implantación a mediados del siglo VII, una política militarista que les había conducido a la anexión de enormes territorios por los arcos oriental y occidental del mediterráneo; sin embargo, se despreocuparon por el fortalecimiento de esos países conquistados. Los abasidas aparecieron determinados a frenar momentáneamente la guerra santa o
yihad
, en aras de mejorar la situación de todo el imperio creado. Muchos eran los problemas surgidos en el último siglo —más que de imperio musulmán, a estas alturas se debía hablar de imperio árabe—; era momento para que los abasidas de Bagdad derrocaran a los omeyas de Damasco.
Los árabes conquistadores se repartían el tesoro sin hacer el mínimo esfuerzo por islamizar a las poblaciones vencidas. Administración y moneda no terminaban de ser arabizadas, y como guinda las terribles luchas intertribales y las protestas neomusulmanas debilitaban a pasos agigantados la situación. Todos estos factores impulsaron el levantamiento abasida y el práctico exterminio de la dinastía omeya; desde su implantación, los flamantes jerarcas del mundo musulmán adoptarían una política favorecedora de la defensa de lo conquistado, abandonando por el momento la guerra santa. Se imponía por tanto la visión que el beduino abasida del desierto tenía sobre los asuntos de la existencia cotidiana, disfrutando de lo conseguido y olvidándose de aventuras inasumibles, en contraposición al afán expansionista promulgado por los sirios de Damasco.