La Antorcha (71 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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—Hermana —dijo—, estás aquí. Podía haber imaginado que vendrías.

—Héctor... ¿Cómo te sientes?

—Pues... —Se detuvo y pareció reflexionar—. Mejor de lo que esperaba. El dolor ha desaparecido. De lo que deduzco que estoy muerto. Sólo recuerdo haber sido herido y el pensamiento de que aquello era el final. Después desperté y Patroclo acudió a levantarme. Estuvo conmigo un rato, después dijo que tenía que ver a Aquiles y partió. A primeras horas de esta noche fui al palacio, pero Andrómaca no pudo verme. Traté de hablar con ella y luego con nuestra madre, de decirles que me hallaba bien; mas ninguna de las dos dio muestra de haberme oído.

—¿Oías tú las voces de los muertos cuando estabas con vida?

—No, cierto que no. Jamás pude oírlas.

—Pues por eso tampoco ellas pueden. ¿Necesitas algo, hermano? ¿Deseas sacrificios o...?

—No sé qué bien me reportarían. Pero di a Andrómaca que no llore; me parece muy extraño no ser capaz de consolarla. Dile que no se lamente y, si te es posible, que acudiré pronto para recoger a Astiánax. Me gustaría dejarlo a su cuidado pero me han dicho...

—¿Quién?

—Lo ignoro —repuso Héctor—. No consigo recordarlo, quizá fuese Patroclo. Mas sé muy bien que pronto estarán conmigo mi hijo, nuestro padre y Paris. Pero no Andrómaca; ella permanecerá allá largo tiempo.

Se acercó y Casandra sintió el tenue tacto de sus labios contra su frente.

—He de despedirme de ti, hermana. Pero no temas. Serán muy grandes los sufrimientos mas, yo te lo aseguro, tú te salvarás.

—¿Y Troya?

—Ah, no. Ya ha caído. ¿Ves?

Con un gesto cariñoso de sus manos fantasmales le hizo volverse y vio en el lugar que ocupaba Troya un gran montón de ruinas del que se alzaban llamas. ¿Cómo era posible que no hubiera percibido el ruido de tal destrucción?

—Aquí no existe el tiempo. Lo que es y lo que ha de ser son todo uno. No acabo de comprenderlo —declaró, con cierta incomodidad—, porque esta noche recorrí las salas del palacio de mi padre mientras cenaban y ahora, mira, la ciudad aparece derruida desde hace largo tiempo. Tal vez debiera haberme informado por aquellos que saben estas cosas cuando aún me hallaba en la tierra, pero nunca encontré el momento oportuno. Ahora veo a Apolo y a Poseidón... mira. Luchan entre sí por la ciudad.

Y señaló a un lugar donde, sobre las desplomadas murallas, parecía que forcejeaban dos figuras monstruosas, cuyas cabezas llegaban a las nubes. Sus cuerpos destellaban como los relámpagos.

Casandra se estremeció ante la visión del rostro amado del Señor del Sol, coronado por brillantes y dorados rizos. ¿Se volvería y la vería en aquellos reinos vedados? Resueltamente giró hacia la forma de Héctor.

—¿Qué ha sido de Troilo? ¿Se halla bien?

—Estuvo conmigo un momento: llegó hasta aquí corriendo, al poco de arribar yo —declaró Héctor—. Pero ha vuelto al palacio con nuestra madre. Intentó decirle que no se acongojara. No comprendió que no conseguiría que le oyese. Tal vez ella te escuche si le hablas. Sabe que eres sacerdotisa y versada en tales materias.

—Ah, querido hermano, no sé si me creerá. Tiene sus propias opiniones y en su mente no queda espacio para las mías. Vine aquí por nuestros padres y la paz de sus espíritus... —Se detuvo para reflexionar—... Tratando de asustar a Aquiles para que entregue tu cadáver a cambio de un rescate; tal vez tú lo conseguirías con más facilidad que yo.

—¿Piensas que teme a los fantasmas? Ha matado a tantos que debe vivir rodeado de espíritus en todo momento. Pero iré y veré lo que puedo hacer. Regresa, hermana, vuelve a tu propio lado de este muro que ahora se alza entre nosotros, y di a nuestra madre y a nuestro padre que no pierdan su tiempo llorando. Pronto estarán conmigo. Y asegúrate de decir a Andrómaca que no se acongoje. Aguardaré aquí a nuestro hijo; dile que no tema. Estaré dispuesto para acogerle. Andrómaca no debe desear que su hijo viva los días que se acercan.

Héctor se apartó de ella y se deslizó hacia la tienda de Aquiles. Al cabo de un momento volvió; y entonces, pensó ella, parecía lejano y extraño, un hombre al que no conocía.

—No, no me sigas, hermana, nuestros caminos se separan aquí. Tal vez volvamos a encontrarnos y nos comprendamos mejor.

—¿No me reuniré contigo y con Troilo, con nuestra madre y nuestro padre?

—Lo ignoro. Sirves a otros dioses. Creo que, cuando franquees la muerte, quizá vayas a otro lugar. Pero me ha sido dado saber que nuestros caminos se separan aquí por largo tiempo, si no para siempre. Que todo te sea propicio, Casandra.

La estrechó y ella se sorprendió al sentir el vigor de sus brazos. No era un fantasma sino alguien tan real como ella misma. Luego desapareció e incluso su sombra se desvaneció en la planicie.

Hacia la mañana cesó la lluvia, reemplazada por fuertes vientos. Casandra durmió a intervalos, soñando que trataba de seguir al espíritu de Héctor hasta la tienda de Aquiles, donde el aqueo se incorporaba para gritar aterrado ante la visión que entraba y salía una y otra vez a través de su tienda, riéndose de él. ¿O se veía en la tienda de Agamenón? El rey la contempló con mirada salvaje e intentó apoderarse de ella pero se escapó de sus brazos como si estuviese hecha de niebla; y él gritó rabioso y corrió en pos, aullando de frustración.

Cuando por fin despertó, la tenue luz del sol se filtraba por los postigos y Miel la observaba sorprendida. Se preguntó si habría hablado o gritado mientras soñaba. En pocas ocasiones dormía hasta tan tarde, pero había que tener en cuenta que no se acostó hasta casi el alba. Mientras se vestía con rapidez, trató de grabar en su memoria los mensajes que Héctor le había pedido que transmitiese. Sabía con qué celeridad se esfumaban tales experiencias, como sueños apenas recordados. Acababa de ceñirse el vestido cuando Filida llegó corriendo.

—Casandra, ven sin demora. Las serpientes...

—No puedo. He de transmitir un mensaje —dijo Casandra—. Confío en que sepas hacer todo lo preciso.

—Pero...

—Bien, dilo pronto... ¿Se han escapado o se han deslizado todas bajo tierra? —preguntó, súbitamente temerosa de que ésta fuese la advertencia de un terrible seísmo. ¡Estaba segura de que llegaría pronto... mas, oh dioses, hoy no, hoy no!

—No, pero...

—Entonces no me preocupa. Tengo asuntos graves en que pensar y no puedo quedarme a charlar contigo. Llévate a Miel, vístela y dale algo para que desayune... Volveré y me ocuparé de ella cuando me sea posible —dijo al tiempo que salía corriendo de la habitación y después del templo.

Mientras descendía, se detuvo un instante para observar por encima de la muralla. El carro de Aquiles describía nuevos círculos sobre la planicie. Azotados, los caballos corrían al límite de sus fuerzas. Detrás se arrastraba el bulto inerte del cuerpo de Héctor. Sin embargo, su visión era ahora tan clara entre los dos mundos que pudo distinguirle como una silueta brillante, de pie al borde de la planicie, riéndose de las necedades que cometía el capitán aqueo. Sabía que aquello le parecía divertido. Y cuando llegó al lugar de la muralla, situado sobre las puertas, donde como de costumbre se hallaban sus padres, lanzó una sonora carcajada.

Los ojos de Hécuba, casi cerrados por la hinchazón producida por el llanto, se volvieron furiosos hacia ella.

—¿Cómo puedes reírte?

—¿Pero es posible que no veas, querida madre, cuan estúpido es todo eso? Fíjate allí, en aquella figura junto al terraplén. Héctor se ríe de la estupidez de Aquiles... mira cómo se refleja el sol en su pelo.

Hécuba lanzó a Casandra una mirada que revelaba su pensamiento: Pues claro, está loca y no cabía esperar que se comportase como una persona normal. Pero Casandra la cogió por los brazos.

—Madre, cuanto te digo es cierto. Anoche hablé con Héctor en el mundo del Más Allá y te aseguro que se halla bien.

—Lo soñaste, querida —repuso Hécuba, comprensivamente.

—No, madre, le vi como te veo y lo toqué.

—Desearía creerte...

Las lágrimas se agolparon lentamente y brotaron de los ojos de la anciana.

—¡Madre, es verdad; Tienes que creerme! Y me pidió que te dijera que no debes llorar...

—Anoche casi lo hubiera creído... En una ocasión incluso me pareció oír la voz de Troilo...

—¡La oíste, madre, te aseguro que la oíste! —Casandra gritó, excitada, consciente de su mensaje—. No vi ni hablé a Troilo porque Héctor me dijo que había regresado junto a ti, tratando de consolarte, intentando que lo oyeras.

—Cuando Polixena y yo dejamos de velarle, ya había salido el sol; salí al jardín un momento y tuve la sensación de que Troilo tocaba mis cabellos como hacía cuando creció tanto que me besaba en lo alto de la cabeza. Fue un niño tan cariñoso, el mejor de mis niños...

Sus ojos se llenaron de nuevo de lágrimas que corrieron por su cara. Casandra la abrazó con fuerza.

—Estaba junto a ti. Te lo juro.

—Y Héctor, dices que se halla en paz. ¿Pero cómo puede sentirse libre cuando su cuerpo no ha recibido aún el debido sepelio ni se ha rendido honor a su espíritu? —preguntó Hécuba—. Y si es así, ¿por qué los dioses ordenaron los ritos fúnebres?

—Sólo sé, madre, lo que vi.

—Es inútil —prosiguió Hécuba, desesperada, después de reflexionar—. No puedo concebir que su espíritu esté libre mientras veo su pobre cuerpo... ¡Mira cómo alza el polvo, incluso tras una noche de intensa lluvia!

Se echó a llorar otra vez.

Casandra trató de enjugar con su velo las lágrimas de su madre, reprendiéndola:

—A Héctor se le romperá el corazón, viéndote llorar así. Aquiles no puede dañarle ahora, haga lo que haga. Aunque despedazara el cadáver de Héctor y lo arrojara a sus perros, no lesionaría en manera alguna a la parte de Héctor que conocemos.

Hécuba se contrajo, dando la impresión de que se sentía enferma.

—¿Cómo puedes decir tales cosas, Casandra?

—Juré ante Apolo declarar la verdad. A quienes no quieran oírla sólo puedo decirles que eso no me exime de manifestarla —contestó, preguntándose por qué su madre sólo conseguía irritarla aunque, o precisamente porque, tratara de no decirle nada que pudiese herirla.

—Pero has afirmado que podríamos arrojar a nuestro Héctor a los perros...

—¡No dije tal cosa, madre! —Casandra estaba ahora furiosa pero se esforzó para que su voz fuese firme y serena—. ¡No me oíste bien! Sólo dije que si Aquiles, en su locura, hiciera semejante cosa, no produciría daño a Héctor, sino a nosotros.

—Pero dijiste... te oí, que no necesitábamos rendirle exequias fúnebres —aseguró Hécuba.

Casandra suspiró como si arrastrase una pesada carga cuesta arriba.

—Madre, no creo que los ritos fúnebres tengan importancia para Héctor ni para los dioses, sino sólo para nosotros —repitió como si estuviese tratando de explicar a Miel por qué no podía comerse una docena de dulces.

Hécuba alzó el mentón.

—Y yo declaro que ésta es una de tus enloquecidas ideas.

—Sí, es muy probable, madre —contestó Casandra, reprimiendo su cólera. Es vieja. No debo esperar que entienda algo que resulta nuevo para ella.

———Te ruego, pues, que no digas nada de eso a Andrómaca; ya tiene bastante sufrimiento para soportar más.

—¿Qué? —inquirió Andrómaca, que llegó a la muralla a tiempo de oír las últimas palabras.

—Estaba diciéndole... —empezó Casandra.

Hécuba le dirigió una mirada dura, que significaba: No te atrevas..., y Casandra se dio cuenta de que la discusión con su madre le había hecho olvidar las palabras precisas que pretendía transmitir.

—Estaba diciéndole —empezó otra vez—, que anoche, en una visión, hablé con Héctor y me rogó que te comunicara que se halla contento y en paz, con independencia de lo que están haciendo con su cuerpo.

Había algo más que Héctor le había pedido que dijese a Andrómaca... ¿Qué? Que pronto iría a buscar a su hijo... Pero no puedo decirle que su hijo morirá cuando acaba de perder a Héctor... Ella... ¿qué fue?... Ella no debería desear que su hijo viviese en los días que se avecinan...

Andrómaca la observaba con un escepticismo que se revelaba en sus cejas arqueadas.

—Me pidió que te dijera que... que él velaría por su hijo —añadió Casandra.

—De mucho puede servirnos eso —declaró Andrómaca, con los ojos muy abiertos para contener las lágrimas—, cuando él nos ha abandonado.

—Pero no quiere que llores y te apenes —aseguró Casandra—. De nada puede valerle ahora.

—Cada vidente y cada profeta dice cosas semejantes —contestó Andrómaca, en tono amargo—. Esperaba algo mejor de ti, si es que eres capaz de ver más allá de la muerte.

—Hablo como los dioses me dicen que hable, con palabras que las gentes se muestren dispuestas a oír —afirmó Casandra, apartándose.

Afuera, en el campo, Aquiles seguía flagelando a sus caballos con furia aún más maníaca.

Así continuó durante todo el día desde que el sol se alzó hasta que declinó sobre Troya. En dos ocasiones, Paris, al frente de un grupo, trató de capturar el carro de Aquiles y las dos veces fue rechazado por las tropas de Agamenón. Murieron tres de los hijos que Príamo había tenido con mujeres del palacio, y al final comprendieron que no podrían nada contra Aquiles simplemente porque se hallaba muy bien protegido.

—¡Basta! —ordenó Príamo tras el tercer ataque—. Ya está poniéndose el sol. Cuando se haga de noche, yo mismo iré ante Aquiles y trataré de negociar el rescate del cuerpo de mi hijo. ¡Qué necedad tan inútil, pensó Casandra. Héctor no es ese montón de carne putrefacta atado tras Aquiles a su maldito carro! ¿Por qué ella lo creía mientras sus padres se mostraban incapaces de entenderlo? ¿Estarían ellos en lo cierto? Le espantó la posibilidad de que así fuese.

Se sintió desfallecida. Había permanecido todo el día junto a su madre, sin compartir siquiera el pan duro y el aceite distribuidos a los soldados al mediodía. Fue a comer un pedazo de pan, que tragó con un poco de vino aguado. Luego se reunió con Hécuba que ayudaba a los fámulos de Príamo a vestirle con sus más ricas galas.

—Si acudo a Aquiles sin engalanarme —dijo—, podría creer que no le considero merecedor de tal honor. Así es, desde luego; pero no quiero que lo piense.

—No estoy seguro, padre —dijo Paris mientras recortaba meticulosamente su barba con las, tijeras que Helena empleaba en sus labores de tapicería—. Tal vez la vanidad de ese demente se sintiera más halagada si te presentases a él vestido de duelo, como un suplicante.

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