La Antorcha (22 page)

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Authors: Marion Zimmer Bradley

Tags: #Fantástico, #Histórico

BOOK: La Antorcha
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El largo día estaba próximo a su fin. Ayudaron a Príamo y Hécuba a subir a sus carros para regresar al palacio. Casandra se halló caminando junto a Paris. Se sentía muy angustiada porque no le había dirigido una sola palabra ni dado muestra de reconocer el vínculo que existía entre ambos y que tan importante era para ella. ¿Cómo podía ignorarlo?

Se preguntó si también se hallaría bajo la protección especial del Señor del Sol, puesto que había podido presentarse ante el padre que pensó en dejarle morir y que ahora lo reconocía como hijo y se disponía a situarlo en su legítimo puesto dentro de la familia.

Héctor caminaba muy cerca de Andrómaca. Se volvió y puso su mano en el hombro de Casandra; luego la abrazó con fuerza.

—Vaya, hermana Casandra, qué tostada estás. Claro es que no debería sorprenderme después de todos esos años que has pasado con las amazonas. ¿Por qué no empuñaste tu arco y fuiste al campo a tirar con los arqueros?

—Podría haberlo hecho, no lo dudes —afirmó Andrómaca—. Y habría tenido mejor puntería que tú.

—No lo dudo. No estaba hoy en mi mejor día y preferiría ser vencido por una muchacha que por un advenedizo.

Terminó la frase en voz baja, mirando de soslayo a Paris; después se volvió a Deifobo, que aún tenía puestas las manos en la cabeza, como si le doliese. Dime, hermano, ¿qué vamos a hacer con ése? Ahora salen con la historia que nuestro padre le expulsó porque constituía una amenaza para Troya. ¿Voy a soportar eso porque nuestro padre juzgue oportuno otorgarme una bella esposa?

—Parece que nuestro padre está encantado con él —contestó Deifobo—. Debería haber imitado al rey Pelias cuando encontró a su perdido hijo Jasón; recuerdo que envió a Jasón en busca del vellocino de oro en el remoto fin del mundo...

—Pero ya no hay oro en Colquis —aclaró Andrómaca.

—Entonces debemos encontrar otro camino para desembarazarnos de él —dijo Héctor—. Tal vez podamos lograr que nuestro padre lo envíe a la corte de Agamenón, al objeto de que utilice sus cualidades para convencerlo de que devuelva a Hesione.

—Es una buena idea —comentó Deifobo—. Y si eso falla, podemos enviarle... bueno, a convencer a las sirenas de que le entreguen sus tesoros marinos o a herrar a los centauros allá en donde moren... o a capturarlos para que tiren de nuestros carros de guerra...

—O a cualquier cosa que le lleve a mil leguas de aquí —apostilló Héctor—. Y eso será también en beneficio de nuestro padre, si los dioses decidieron que no es bueno para Troya...

—Desde luego, no lo es para nosotros —declaró Deifobo.

Pero Casandra ya había oído bastante. Se apartó del camino y esperó a que llegara Paris, que iba detrás.

—¡Tú! —exclamó él, mirándola con dureza—. Tú. Creí que eras un sueño.

Y cuando sus ojos se encontraron por primera vez, ella sintió que el vínculo entre ambos se restablecía. ¿Era también consciente él de que sus almas estaban ligadas?

—Pensé que eras un sueño —repitió—. O quizás una pesadilla.

La sequedad de sus palabras fue como un golpe. Casandra había esperado que la abrazara.

—Hermano, ¿sabes que están conspirando contra ti? Nuestros otros hermanos no te quieren en Troya.

Le tendió la mano pero él la rehuyó con brusquedad. —Ya lo sé —le contestó—, ¿Me crees un estúpido? Y a partir de ahora, hermana, guárdate para ti tus pensamientos. ¡Y quédate fuera de los míos!

Casandra se contrajo con dolor ante la forma en que la expulsaba de su mente. Desde que conoció su existencia y el vínculo que los unía había imaginado que, cuando se encontrasen, él la recibiría con júbilo y que se convertiría para Paris en un ser especial y muy querido. Mas se veía rechazada y tachada de intrusa. ¿Es que no advertía que ella era allí la única persona dispuesta a acogerle con un cariño aun más grande que el del propio Príamo? Pero no lloraría ni imploraría su afecto. —Como quieras —dijo—. Nunca fue mi deseo hallarme atada a tí de ese modo. ¿Crees que nuestro padre expulsó al gemelo que no debía?

Se apartó de él y corrió por el sendero hasta reunirse con Andrómaca. Le había sido arrebatado todo el júbilo de su retorno a casa.

A lo largo de la velada, Casandra pensó que aquélla era más una fiesta por la integración de Paris en la familia que por la de la boda de Héctor y Andrómaca; aunque, una vez que Príamo hubo decidido celebrarla, se esforzó cuanto pudo para que nada faltara. Envió a buscar el mejor vino de las bodegas reales y Hécuba acudió a las cocinas a ordenar los manjares más exquisitos que añadir a la cena: frutas, panales de miel y todo género de confituras. Y se reunieron músicos, recitadores, bailarines y acróbatas.

Llamaron a una sacerdotisa del templo de Palas Atenea para que presidiese los sacrificios que eran parte imprescindible de unas bodas reales. Casandra permaneció junto a Andrómaca que, ante la proximidad del hecho, parecía pálida y asustada. Aunque también era posible, pensó Casandra con una ironía que la asombró, que Andrómaca creyera que era el modo en que una mujer verdaderamente recatada debía comportarse en sus nupcias.

Cuando se congregaron en el patio para asistir a los solemnes sacrificios, Andrómaca se inclinó hacia Casandra.

—Creo que los dioses ya han tenido hoy demasiados sacrificios —le dijo, en voz baja—. ¿No crees que estarán aburridos de ver a la gente matando animales en su honor? A mí no me gustaría.

Casandra tuvo que contener una risa que habría sido escandalosa. Pero era cierto; ya se habían llevado a cabo muchas ofrendas en los Juegos. Los contrayentes, juntos, aferraron el cuchillo de los sacrificios. Héctor se inclinó hacia un lado y le murmuró unas palabras a Andrómaca. Ella negó con la cabeza pero él insistió, y fue la certera mano de ella la que atravesó con el cuchillo el cuello de la blanca novilla. Para Casandra, que no había comido desde la mañana, fue como ambrosia el olor de la carne asada.

Al cabo de unos minutos, todos pasaron al interior del palacio. Hécuba envió a las mujeres para que ayudasen a Andrómaca y a Casandra a vestirse de fiesta. Se hallaban en la habitación que Casandra compartía con Polixena cuando eran niñas. Pero ya no era una estancia infantil. Las paredes habían sido pintadas al estilo cretense con murales de seres marinos, extraños y sinuosos calamares, pulpos tentaculares envueltos en algas, nereidas y sirenas. Las mesas eran de madera tallada y estaban llenas de cosméticos y perfumes en frascos de cristal azul, con formas de peces y sirenas. Las cortinas de las ventanas eran de algodón egipcio, teñido de verde, y a través de ellas se filtraba la luz del atardecer onduladamente, logrando un curioso efecto submarino.

El carromato que transportaba los regalos de Colquis había sido descargado, y sus fardos trasladados al palacio. Andrómaca buscó entre todos aquellos cajones un regalo de bodas adecuado para su futuro esposo. La reina envió a Casandra un elegante vestido de gasa egipcia y Andrómaca halló entre los cofres de Colquis un largo traje de seda, teñido con la inapreciable púrpura de Tiro, y tan fino que podía pasar a través de un anillo.

La reina ordenó también a sus propias doncellas que prepararan bañeras de agua tibia donde bañaron y perfumaron a las dos muchachas. Rizaron sus cabellos con tenacillas calientes, las sentaron luego y pintaron sus caras con cosméticos. Enrojecieron sus labios con un ungüento que olía a manzanas frescas y a miel; luego emplearon polvo de galena egipcia para ennegrecer sus cejas y enmarcar sus ojos y cubrieron sus párpados con una pasta azulada que parecía tiza pero olía como el mejor aceite de oliva. Andrómaca aceptó aquellos cuidados como si toda su vida hubiese estado acostumbrada a tales afeites, pero Casandra bromeó nerviosa mientras la atendían las mujeres.

—Si tuviese cuernos, segura estoy de que los dorarían —dijo—. ¿Acudo invitada a una boda o voy a ser sacrificada?

—Así lo ordenó la reina, señora —declaró una de las domésticas.

Casandra supuso que Hécuba había decidido todos aquellos preparativos para que la princesa de Colquis constatara que no había menos lujo en Troya del que pudiera haber en su remota ciudad.

—Indicó que tú no debías resultar menos elegante que ella misma, y justo es que así sea, porque la vieja canción dice que cada dama es una reina cuando marcha en su carro nupcial. Y así acicalé a Polixena para cada fiesta desde que estuvo en edad de acudir —dijo otra de las domésticas. Frunció el ceño al frotar las manos de Casandra con aceite aromático que olía a lirios y a rosas.

—Tus manos están encallecidas, señora Casandra —dijo, en tono reprobatorio—. Nunca serán tan suaves como las de la princesa, que parecen pétalos de rosa, y son tal y como han de ser las manos de una dama.

—Lo siento, pero nada puedo hacer por evitarlo —contestó Casandra, retorciendo las tan denostadas manos.

Fue en aquel momento cuando comenzó a comprender que ya echaba de menos la vida al aire libre, y también a su cabalgadura. Pentesilea le había entregado una espléndida yegua como regalo de despedida; pero, al final del viaje, Casandra decidió devolvérsela con la escolta de amazonas. Sabía que no se le permitiría montar con libertad y no deseaba ver a su noble compañera recluida en las cuadras o, peor aun, cedida a uno de sus hermanos para que tirase de un carro.

El sol se estaba poniendo y las domésticas encendieron antorchas. Luego colocaron un broche de oro sobre el hombro de la túnica de Casandra y la revistieron con un listado manto nuevo de lana. Andrómaca deslizó sus pies en unas sandalias doradas.

—Y aquí tienes otro par para ti, igual que el de ella —dijo una sirviente, inclinándose para calzar los pies de

Casandra.

—Estarás tan hermosa como la novia —comentó después.

Pero a Casandra le pareció que Andrómaca, con sus espléndidos y negros rizos, era más bella que cualquier mujer de Troya.

Las dos muchachas se apresuraron a bajar. Mas Casandra no podía correr con un calzado tan delicado y tuvo que descender lentamente, peldaño a peldaño, los largos tramos de la escalera.

El gran salón resplandecía de antorchas y de lámparas. Príamo se hallaba ya sentado en su alto trono y se mostraba inquieto por su tardanza. Pero cuando el heraldo anunció a Casandra y a la princesa Andrómaca de Colquis, extendió la mano como señal para que las muchachas se acercaran. Sentó junto a él a Andrómaca, en el lugar de honor, compartiendo con ella su plato y su copa de oro. Hécuba indicó a Casandra que se sentase a su lado. —Ahora en verdad pareces una princesa de Troya y no una mujer salvaje de las tribus. Estás muy bella —le murmuró.

Casandra pensó que debía de parecer una muñeca pintada, como esas pequeñas efigies que llegaban de Egipto con destino a las tumbas de reinas y de reyes. Ése era el aspecto que tenía Polixena. Pero no protestaría si aquello resultaba del agrado de su madre.

Cuando todos estuvieron sentados, Príamo propuso el primer brindis, alzando su copa.

—Por mi maravilloso y nuevo hijo Paris y por el benévolo destino que nos lo ha devuelto a su madre y a mí como consuelo de nuestra ancianidad.

—Pero padre —protestó Héctor en voz baja—, ¿has olvidado que cuando nació se profetizó que traería el desastre a Troya? Yo era sólo un niño pero lo recuerdo muy bien. Príamo se mostró disgustado y Hécuba estaba a punto de echarse a llorar. Paris no se alteró: Agelao debía de habérselo advertido. Pero era una grosería de Héctor semejante mención en el banquete.

Vestía éste sus mejores ropas, una primorosa túnica con bordados de oro que Casandra reconoció como obra de la propia reina; Paris también había recibido una túnica lujosa y un manto nuevo como el de Casandra, y tenía una espléndida apariencia. Príamo contempló a ambos con satisfacción.

—No, hijo mío, no he olvidado el augurio, que no se me hizo a mí sino a la reina —dijo—. Pero la mano de los dioses me lo ha devuelto y ningún hombre puede oponerse al destino o a la voluntad de los inmortales.

—¿Estás seguro —insistió Héctor— de que han sido los dioses y no es obra de algún hado maligno, afanado en la destrucción de nuestra casa real?

El moreno rostro de Paris se ensombreció aún más, pero Casandra no pudo penetrar en los pensamientos de su hermano gemelo.

—¡Paz, hijo mío! —dijo Príamo, con un adusto gesto de advertencia que hizo encogerse a Casandra—. Sobre este asunto no te escucharé. Si llegase el caso, preferiría ver perecer a Troya entera a que fuera dañado mi apuesto y recién hallado hijo.

Casandra se estremeció. Príamo, que desdeñaba las profecías, acababa de hacer una.

El rey sonrió con benevolencia a Paris, que se hallaba sentado al otro lado de Hécuba con los dedos estrechamente entrelazados con los de ella. El rostro de la reina estaba envuelto en sonrisas, y Casandra experimentó una punzada de dolor, el descubrimiento de Paris significaba la pérdida de la acogida que esperaba de parte de su madre. Se sintió triste y agraviada, pero se dijo a sí misma que Pentesilea había llegado a convertirse en su verdadera madre; entre las amazonas una hija era útil y apreciada, mientras que en Troya una hija era sólo la esperanza del hijo que podía dar a luz.

Príamo apremiaba a Andrómaca a beber cada vez que le pasaba la copa, olvidando que era sólo una muchacha a quien de ordinario no se le permitiría ni se la animaría a beber de ese modo. Casandra podía advertir que su amiga estaba ya un poco embriagada y vacilante. Quizá sea lo mejor, pensó, porque al final de este banquete será enviada sin riñas al lecho de mi hermano Héctor. Y él ya está también bastante ebrio.

De repente se le ocurrió que se alegraba de que Andrómaca no se hubiera casado con Paris, como habían propuesto al principio; con el vínculo mental entre ellos, era probable que no hubiese podido evitar compartir la consumación del matrimonio. Aquella idea le causó calor y frío, alternativamente. ¿Dónde estaba Enone? ¿Por qué Paris no la había llamado para que asistiese, como esposa suya, a la boda?

Héctor, quizá porque ya estaba embriagado, optó por insistir en su tema.

—Bueno, padre, has decidido honrar a nuestro hermano, ¿no crees que debería permitírsele que se hiciera merecedor del honor que le confieres? Te suplico que, al menos, lo envíes ante los aqueos con una misión, de modo que si la maligna profecía aún tiene vigencia pueda serles traspasada.

—Ésa una buena idea —masculló Príamo, que no tenía la mente clara después de haber bebido tanto vino—. Pero tú no deseas dejarnos ahora, ¿verdad, Paris?

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