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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (13 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Convinieron en enviar una postal, aparentemente inofensiva, desde Lvov a una lista de Correos de Londres. Después de grabar en su memoria los últimos detalles, se despidieron y Drake fue a reunirse con su grupo.

Dos días después, Drake estaba de regreso en Londres. Lo primero que hizo fue comprar el libro más completo del mundo sobre armas cortas. Lo segundo, enviar un telegrama a un amigo del Canadá, uno de los mejores de la selecta lista de emigrados que había redactado en el curso de los años y que pensaban como él en descargar su odio contra su enemigo. Lo tercero, empezar los preparativos para llevar a cabo un plan largo tiempo demorado para conseguir los fondos necesarios, mediante el robo de un Banco.

El conductor que, partiendo del extremo de la Kutuzovsky Prospekt, en las afueras sudorientales de Moscú, tuerza a la derecha del gran bulevar por la carretera de Rublevo, llegará, al cabo de veinte kilómetros, a la pequeña aldea de Uspenskoye, en el corazón de un sector lleno de villas destinadas a los fines de semana. En los grandes bosques de pinos y de abedules que rodean Uspenskoye, se encuentran caseríos tales como Usovo y Zhukovka, donde se levantan las casas de campo de la élite soviética. Inmediatamente después del puente de Uspenskoye sobre el río Moscova, hay una playa donde acuden en verano los moscovitas menos privilegiados, pero acomodados (tienen coche propio), para bañarse junto a la arena.

Los diplomáticos occidentales vienen también aquí, y es uno de los pocos sitios donde un occidental puede codearse con familias moscovitas corrientes. Incluso el obligado seguimiento de los diplomáticos occidentales por la KGB parece descuidarse en las tardes de los domingos de verano.

El domingo, 11 de julio de 1982, por la tarde, Adam Munro vino aquí con un grupo de funcionarios de la Embajada británica. Algunos estaban casados e iban con sus mujeres; otros eran solteros y más jóvenes que él. Poco antes de las tres, todos los del grupo dejaron sus toallas y las cestas de la merienda entre los árboles, y bajaron corriendo a la arenosa playa para nadar. Al volver, Munro cogió su enrollada toalla y empezó a secarse. Algo cayó de ella.

Se agachó para recogerlo. Era una pequeña cartulina, del tamaño de media postal, blanca por ambos lados. En uno de éstos habían escrito, en ruso, estas palabras: «A tres kilómetros al norte de aquí hay una capilla abandonada en el bosque. Te espero allí dentro de media hora. Por favor. Es urgente.»

Munro sonrió al acercarse una de las secretarias de la Embajada, a pedirle, riendo, un cigarrillo. Pero, mientras se lo encendía, no paraba de pensar en lo que podía significar aquello. ¿Un disidente que quería hacer pasar literatura clandestina? Esto podría traer complicaciones. ¿Un grupo religioso que deseaba refugiarse en la Embajada? Los americanos habían pasado por esto en 1978, y les había causado grandes problemas. ¿Una trampa montada por la KGB, para identificar al hombre del SIS en la Embajada? Era posible. Ningún secretario comercial corriente aceptaría semejante invitación deslizada en la toalla enrollada por alguien que, evidentemente, tenía que haberle seguido y observado desde el bosque circundante. Sin embargo, era un procedimiento demasiado tosco para la KGB. Esta habría instalado más bien un presunto desertor en el centro de Moscú, con información para transmitir, y tomado fotografías en secreto, en el momento de la entrega. ¿Quién podía ser el secreto autor del mensaje?

Se vistió rápidamente, todavía indeciso.

Por último, se puso los zapatos y tomó su resolución. Si era una trampa, diría que no había recibido ningún mensaje y que sólo estaba dando un paseo por el bosque. Para disgusto de su esperanzada secretaria, echó a andar a solas. Al cabo de unos cien metros se detuvo, sacó el encendedor y quemó la cartulina, pisoteando las cenizas entre las hojas secas de los pinos.

El sol y su reloj le indicaron dónde estaba el Norte, en dirección contraria a la orilla del río, que miraba al Sur. Al cabo de diez minutos salió a una vertiente y vio la cúpula, en forma de cebolla, de una capilla, a unos dos kilómetros, al otro lado del valle. Segundos más tarde, volvía a estar entre los árboles.

En los bosques que rodean Moscú existen docenas de estas capillitas, antaño lugares de culto de los campesinos y hoy edificios arruinados, cerrados, desiertos. Aquella a la que se acercaba se hallaba en un claro entre los árboles. Al llegar al borde del claro, Munro se detuvo y contempló la pequeña iglesia. No vio a nadie. Avanzó cautelosamente. Estaba a pocos metros de la cerrada entrada cuando vio una figura erguida en la profunda sombra de un arco. Se detuvo, y ambos se miraron un buen rato.

El no supo qué decir; por esto se limitó a pronunciar un nombre:

—Valentina. —Ella salió de la sombra y respondió:

—Adam.

Veintiún años, pensó él, maravillado. Debe de haber cumplido los cuarenta. Parecía tener treinta, con sus cabellos negros, hermosa e inefablemente triste.

Se sentaron sobre una de las losas sepulcrales y hablaron en voz baja de los viejos tiempos. Ella le dijo que había regresado de Berlín a Moscú a los pocos meses de su separación y que había seguido trabajando de mecanógrafa en la maquinaria del partido. A los veintitrés años se había casado con un joven oficial del Ejército con buenas perspectivas. Después de siete años, habían tenido un hijo, y los tres habían sido felices. Su marido había prosperado en su carrera, porque un tío suyo pesaba mucho en el Ejército rojo, y el nepotismo es igual en la Unión Soviética que en cualquier otra parte. El niño tenía ahora diez años.

Hacía cinco que su marido, que había alcanzado el grado de coronel en plena juventud, había muerto al estrellarse el helicóptero desde el que observaba los despliegues de las tropas rojas chinas a lo largo del río Ussuri, en el Lejano Oriente. Para mitigar su dolor, ella había vuelto al trabajo. El tío de su esposo había usado su influencia para conseguirle un buen empleo, con los consiguientes privilegios de comida especial, restaurantes especiales, mejores apartamentos y un coche particular..., todo lo inherente al alto rango en la maquinaria del partido.

Por último, hacía dos años, después de una instrucción especial, le habían ofrecido un puesto en el pequeño y cerrado grupo de taquígrafos y mecanógrafos de una subsección del secretariado general del Comité Central, llamado secretariado del Politburó.

Munro respiró profundamente. Era un puesto muy alto, muy alto, y de mucha confianza.

—¿Quién es el tío de tu difunto esposo? —preguntó.

—Kerensky —murmuró ella.

—¿El mariscal Kerensky? —preguntó él.

Ella asintió con la cabeza. Munro exhaló el aliento muy despacio. Kerensky, el halcón. Volvió a mirar la cara de Valentina y vio que tenía húmedos los ojos. Pestañeaba rápidamente, a punto de llorar. Cediendo a un impulso, le rodeó los hombros con un brazo y la atrajo hacia sí. Olió sus cabellos; el mismo olor suave que tanto le atraía dos decenios atrás, cuando era joven.

—¿Qué te pasa? —le preguntó, cariñosamente.

—¡Oh, Adam! Soy muy desgraciada.

—Por el amor de Dios, ¿por qué? En tu sociedad lo tienes todo.

Ella sacudió la cabeza, despaciosamente, y se separó de él. Evitó su mirada y fijó la suya en los árboles, a través del claro.

—Toda mi vida, Adam, desde que era pequeña, había creído. Había creído de verdad. Incluso cuando nos amábamos, creía en la bondad y en la justicia del socialismo. Incluso en los tiempos duros, en los tiempos de privación en mi país, cuando Occidente tenía todos los bienes de consumo y nosotros no teníamos ninguno, creía en la justicia del ideal comunista que nosotros, los rusos, ofreceríamos un día a todo el mundo. Era un ideal que nos libraría a todos del fascismo, de la ambición de dinero, de la explotación, de la guerra.

»Me lo habían enseñado, y lo creía realmente. Era más importante que tú, que nuestro amor, que mi marido y mi hijo. Y tanto, al menos, como este país, Rusia, que es parte de mi alma.

Munro conocía el patriotismo de los rusos, el ardiente amor a su país, que les hacía soportar todos los sufrimientos, todas las privaciones, todos los sacrificios, y que, si se manipulaba bien, hacía que obedeciesen sin chistar las órdenes de los amos supremos del Kremlin.

—¿Y qué pasó? —preguntó en voz baja.

—Que los han traicionado. Los están traicionando. A mi ideal, a mi pueblo y a mi país.

—¿Ellos? —preguntó Munro.

Ella se estrujó los dedos hasta parecer que iba a arrancárselos de las manos.

—Los jefes del partido —exclamó furiosamente, y escupió el término ruso equivalente a 'los peces gordos»—: Los Nachalstvo.

Munro había sido dos veces testigo de una retractación. Sabía que, cuando un verdadero creyente pierde la fe, su fanatismo invertido alcanza raros extremos.

—Yo les adoraba, Adam. Les respetaba. Les veneraba. Ahora, hace años que vivo cerca de ellos. He vivido a su sombra, aceptado sus regalos, recibido sus copiosos privilegios. Les he visto de cerca, en privado; les he oído hablar del pueblo, al que desprecian. Están podridos, Adam, corrompidos, y son crueles. Todo lo que tocan se convierte en cenizas.

Munro pasó una pierna sobre la losa a fin de poder mirar de frente a la mujer, y tomó a ésta en sus brazos. Valentina lloraba en silencio.

—No puedo seguir, Adam, no puedo seguir así —murmuró al hombro de él.

—Bueno, querida, ¿quieres que trate de sacarte de aquí? —Sabía que podía costarle su carrera, pero esta vez no iba a dejar que ella se le escapase. Valdría la pena, todo valdría la pena. Ella se apartó, surcado el rostro por las lágrimas.

—No puedo. No puedo marcharme. Tengo que pensar en Sacha.

El la retuvo un poco más, sin decir palabra. Pensaba furiosamente.

—¿Cómo has sabido que yo estaba en Moscú? —preguntó, cuidadosamente.

Ella no dio la menor señal de extrañeza ante la pregunta. Era natural que él la hiciese.

—El mes pasado —murmuró, entre sollozos—. Un colega de la oficina me llevó al ballet. Estábamos en un palco. Mientras hubo poca luz, pensé que me equivocaba. Pero cuando las luces se encendieron en el entreacto, vi que eras realmente tú. No pude seguir en el teatro. Pretexté dolor de cabeza y salí rápidamente.

Dejó de llorar y se enjugó los ojos.

—Adam —preguntó, al cabo de un rato—, ¿te casaste?

—Sí —respondió él—. Mucho después de Berlín. Pero no salió bien. Nos divorciamos hace años.

Ella forzó una débil sonrisa.

—Me alegro —dijo—. Me alegro de que no haya nadie más. No es muy lógico, ¿verdad?

El sonrió a su vez.

—No —dijo—. No lo es. Pero me alegra oírlo. ¿Podremos seguir viéndonos? En el futuro.

La sonrisa de ella se extinguió, y el miedo se pintó en sus ojos. Sacudió la morena cabeza.

—No, no muy a menudo, Adam —dijo—. Confían en mí, gozo de una situación privilegiada; pero si un extranjero visitase mi apartamento, no tardarían en saberlo. Lo mismo puede aplicarse a tu apartamento. Los diplomáticos son vigilados, ya lo sabes. Y también lo son los hoteles. Aquí no pueden alquilarse pisos, sin llenar ciertas formalidades. Es imposible, Adam, es francamente imposible.

—Tú has querido este encuentro, Valentina. Tú tomaste la iniciativa. ¿Fue sólo en recuerdo de los viejos tiempos? Si no te gusta la vida que llevas aquí, si no te gustan los hombres por los que trabajas... Pero si no puedes huir por causa de Sacha, ¿qué es lo que quieres?

Ella se serenó y reflexionó un momento. Cuando habló, su voz era completamente tranquila.

—Quiero tratar de impedírselo, Adam. Quiero tratar de impedir lo que están haciendo. Creo que hace años que lo pienso, pero, cuando te vi en el «Bolshoi» y recordé la libertad que disfrutamos en Berlín, empecé a pensar en ello más y más. Ahora estoy segura. Si puedes, dime una cosa: ¿hay un agente de información en tu Embajada?

Munro se impresionó. Había tratado anteriormente con dos desertores: uno, en la Embajada soviética de Ciudad de México; el otro, en Viena. Uno de ellos había sido impulsado, como Valentina, por la transformación en odio del respeto que había sentido por el régimen de su país; el otro, por su ira al no haber sido ascendido como creía merecer. El primero había sido el más difícil de manejar.

—Supongo que sí —dijo pausadamente—. Supongo que debe de haber uno.

Valentina hurgó en el bolso que había dejado a sus pies, sobre las hojas secas de los pinos. Por lo visto, había tomado una decisión y estaba resuelta a consumar su traición. Sacó un sobre abultado.

—Quiero que le des esto, Adam. Prométeme que nunca le dirás quién te lo ha dado. Por favor, Adam; me espanta lo que estoy haciendo. No puedo confiar en nadie, salvo en ti.

—Lo prometo —replicó él—. Pero tengo que volver a verte. No puedes desaparecer por la abertura del muro, como la última vez.

—No: tampoco yo podría hacerlo de nuevo. Pero no trates de verme en mi apartamento. Está en un edificio amurallado, para funcionarios antiguos, y con una sola puerta en el muro, vigilada por un policía. Tampoco trates de telefonearme. Los teléfonos están intervenidos. Y no quiero conocer a nadie más de tu Embajada; ni siquiera al jefe de información.

—De acuerdo —dijo Munro—. Pero, ¿cuándo volveremos a vernos?

Ella reflexionó un instante.

—No siempre me resulta fácil escaparme. Sacha ocupa casi todo mi tiempo libre. Pero tengo coche propio y no me siguen. Mañana saldré, y estaré fuera dos semanas; pero podemos encontrarnos aquí dentro de cuatro domingos. —Miró su reloj—. Debo marcharme, Adam. Estoy invitada a una fiesta en una dacha, a pocos kilómetros de aquí.

El la besó; en los labios, como antaño. Y el beso le pareció tan dulce como antes. Ella se levantó y cruzó el claro del bosque. Al llegar al borde de los árboles, él la llamó.

—¿Qué hay aquí, Valentina? —dijo, levantando el paquete. Ella se detuvo y se volvió.

—Mi trabajo —respondió— consiste en transcribir, al pie de la letra, las grabaciones de las reuniones del Politburó, y sacar una copia para cada miembro, así como resúmenes para los candidatos. Las copias se hacen de las cintas magnetofónicas. Eso es una copia de la cinta de la sesión del 10 de junio.

Y desapareció entre los árboles. Munro se sentó sobre la losa y contempló el sobre.

—¡Qué barbaridad! —exclamó.

C
APÍTULO IV

Adam Munro se sentó en una habitación cerrada del edificio principal de la Embajada británica, en el muelle de Maurice Thorez, y escuchó las últimas frases de la grabación en el aparato que tenía delante. Aquella habitación estaba a salvo de toda vigilancia electrónica por parte de los rusos, motivo por el cual había pedido al jefe de la cancillería que se la prestase por unas pocas horas.

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