La alternativa del diablo (14 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La alternativa del diablo
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«...Inútil decir que esto no debe salir de los que estamos aquí presentes. La próxima reunión será dentro de una semana.»

La voz de Maxim Rudin se extinguió, y la cinta susurró en la máquina y se detuvo. Munro apagó el aparato. Se recostó y lanzó un largo y grave silbido.

Si era verdad, esto era más importante que todo lo que había traído Oleg Penkovsky hacía veinte años. La historia de Penkovsky era folklore en el SIS, en la CIA y, sobre todo, en los más amargos recuerdos de la KGB. Aquel hombre era general de brigada de la GRU, con acceso a las informaciones más secretas, y, desengañado de la jerarquía del Kremlin, había ofrecido información a los americanos y, después a los ingleses.

Los americanos le habían rechazado, temiendo una trampa. Los ingleses habían accedido y, durante dos años y medio, le habían tenido a su «servicio», hasta que fue atrapado por la KGB, denunciado, juzgado y fusilado. Durante aquel tiempo había facilitado una rica cosecha de información secreta, sobre todo al producirse la crisis de los misiles cubanos, en octubre de 1962. Aquel mes, el mundo había aplaudido la extraordinaria habilidad del presidente Kennedy al plantar cara a Nikita Kruschev en el asunto de la instalación de misiles soviéticos en Cuba. Pero el mundo no sabía que los americanos conocían ya exactamente los puntos flacos del dirigente ruso, gracias a Penkovsky.

Cuando terminó la amenaza y hubieron sido retirados de Cuba los misiles soviéticos, Kruschev se sintió humillado, Kennedy se convirtió en un héroe, y se empezó a sospechar de Penkovsky. Este fue detenido en noviembre. Un año más tarde, después de un proceso sensacional, el hombre estaba muerto. Y también un año más tarde, Kruschev había caído, zancadilleado por sus propios colegas; ostensiblemente, debido a su fracaso en la política del trigo; en realidad, porque su espíritu aventurero les había puesto los pelos de punta. Y aquel mismo invierno de 1963, Kennedy había muerto también, a los trece meses exactos de su triunfo. El demócrata, el déspota y el espía habían salido del escenario. Pero ni siquiera Penkovsky había podido penetrar en el corazón del Politburó.

Munro sacó la cinta de la máquina y volvió a enrollarla cuidadosamente. Desde luego, no conocía la voz del profesor Yakolev, y en la mayor parte de la grabación subsiguiente intervenían diez, voces, de las que al menos tres eran identificables.

Conocía muy bien el tono grave de Rudin; había oído anteriormente los agudos de Vishnayev, en los discursos televisados de aquel hombre en los congresos del partido, y también había oído los ladridos del mariscal Kerensky en las fiestas del 1° de Mayo, tanto en película como en grabación magnetofónica.

Sabía que debía llevar la grabación a Londres para ser analizada, y su problema era la manera de ocultar la fuente de su información. Sabía que si contaba la cita secreta en el bosque, después de encontrar la nota mecanografiada entre los pliegues de su toalla de baño, le preguntarían: «¿Por qué se dirigió a usted, Munro? ¿De qué le conocía?» Sería imposible evitar esta pregunta, e igualmente imposible contestarla. La única solución era inventar otra fuente, verosímil y no verificable.

Sólo llevaba seis semanas en Moscú cuando su insospechado dominio del ruso, e incluso del ruso vulgar, le había servido de algo. En una recepción diplomática en la Embajada checa, quince días atrás, estaba conversando con un agregado indio cuando oyó a dos rusos que conversaban a media voz detrás de él. Uno de ellos había dicho: «Es un bastardo amargado. Piensa que habrían tenido que darle el primer puesto.»

Había seguido la mirada de los dos interlocutores y visto que estaban observando a —y probablemente hablando— de un ruso que se hallaba al otro lado del salón. La lista de invitados había confirmado más tarde que aquel hombre era Anatoly Krivoi, ayudante y brazo derecho del teórico del partido, Vishnayev. ¿Por qué estaba amargado? Munro buscó en los archivos y se enteró de la historia de Krivoi. Este había trabajado en la sección de Organizaciones del Partido del Comité Central; poco después del nombramiento de Petrov para la jefatura de aquella, Krivoi había aparecido entre el personal de Vishnayev. ¿Había abandonado su puesto porque no le gustaba? ¿Tenía algún conflicto personal con Petrov? ¿Estaba disgustado porque le habían postergado? Todo era posible, y todo era interesante para un jefe de información en una capital extranjera.

—Krivoi, —murmuró. Quizá. Sólo quizá. También él podía tener acceso, al menos, a la copia de la grabación correspondiente a Vishnayev, y tal vez a la cinta original. Y estaba probablemente en Moscú, porque allí estaba su jefe. Vishnayev había estado presente cuando llegó el primer ministro de Alemania del Este, una semana antes.

«Lo siento, Anatoly, pero has cambiado de bando», murmuró para sí mientras metía el abultado sobre en el bolsillo interior de su chaqueta y subía la escalera, para ver al jefe de la Cancillería.

—Siento decirle que tengo que volver a Londres con la valija del miércoles —anunció al diplomático—. Es inevitable, y no puede esperar.

El hombre de la Cancillería no hizo preguntas. Conocía el trabajo de Munro y prometió a éste arreglar lo del viaje. La valija diplomática, que en realidad es una valija o al menos una serie de bolsas de lona, sale todos los miércoles de Moscú para Londres, siempre en el vuelo de «British Airways» y nunca en el de «Aeroflot». Un «mensajero de la reina», miembro de un equipo de hombres que vuelan constantemente desde Londres a todas las partes del mundo, para recoger valijas diplomáticas, protegidos por la insignia de la corona y el galgo, llega de Londres con este objeto. El material muy secreto se lleva en una cartera sólida y sujeta con una cadena a la muñeca izquierda del hombre; el material corriente viaja en bolsas de lona, que el mensajero factura personalmente en el aeropuerto. A partir de allí, está en territorio británico. Pero, tratándose de Moscú, el mensajero es acompañado por algún miembro del personal de la Embajada.

La función de acompañante es muy solicitada, puesto que permite una rápida excursión a Londres, ir de tiendas y pasar una noche divertida, si se presenta la ocasión. El segundo secretario que perdió su puesto aquella semana lo lamentó, pero no hizo preguntas.

El miércoles siguiente, el Airbus 300B de «British Airways» despegó del nuevo aeropuerto de Shermeyevo, construido a raíz de la Olimpíada de 1980, y emprendió su ruta hacia Londres. Al lado de Munro, el mensajero, un ex comandante del Ejército, bajito y vivaracho, se entregó inmediatamente a su gran afición: resolver los crucigramas de un importante periódico.

—Hay que hacer algo para matar el tiempo en estos interminables viajes en avión —confesó a Munro—. Todos tenemos un hobby cuando estamos en el aire.

Munro asintió con un gruñido y miró por encima de la punta del ala del avión, a la ciudad de Moscú, que iba quedando atrás. En algún lugar, allá abajo, en aquellas calles bañadas por el sol, la mujer amada trabajaba y se movía entre personas a las que iba a traicionar. Actuaba por su cuenta, y su peligro era grande.

El país noruego, visto aisladamente de su vecino oriental, Suecia, parece una enorme mano humana, prehistórica, fosilizada, que se alarga desde el Artico hacia Dinamarca y Gran Bretaña. Es una mano derecha, con la palma vuelta sobre el mar y el pulgar corto y grueso señalando al Este y sujeto por el índice. En la grieta entre el pulgar y el índice, está Oslo, la capital.

En el Norte, los huesos fracturados del antebrazo se estiran hacia Tromso y Hammerfest, en el Ártico, y el antebrazo es tan flaco que en algunos sitios sólo tiene setenta kilómetros desde el mar hasta la frontera sueca. En un mapa en relieve, diríase que la mano fue aplastada por un enorme martillo de los dioses, rompiendo los huesos y los nudillos en millares de partículas. Donde se ven mejor estas fracturas es a lo largo de la costa occidental, correspondiente al borde externo de la mano.

Aquí, la tierra está dividida en mil fragmentos, y el mar se ha deslizado entre los pedazos para formar un millón de caletas, canales, bahías y ensenadas, y serpeantes desfiladeros donde los montes caen realmente sobre el agua centelleante. Son los fiordos, de cuyas reconditeces surgió, hace mil quinientos años, una raza de hombres que fueron los mejores marineros que botaron una embarcación o extendieron una vela al viento. Antes de que terminase su Era habían navegado hasta Groenlandia y América, conquistado Irlanda, colonizado Bretaña y Normandía, hecho incursiones en España y Marruecos y surcado los mares desde el Mediterráneo hasta Islandia. Eran los vikingos, y sus descendientes viven todavía y pescan en los fiordos de Noruega.

Uno de éstos era Thor Larsen, capitán de barco, y aquella tarde de mediados de julio pasó por delante del palacio real, en la capital sueca de Estocolmo, dirigiéndose a su hotel, de regreso de la oficina principal de su Compañía. La gente solía apartarse para dejarle paso; medía casi un metro noventa de estatura, sus hombros eran anchos como las losas del barrio viejo de la ciudad, tenía los ojos azules y llevaba barba. Como estaba en tierra, vestía traje de paisano, pero estaba contento; porque tenía razones para creer, después de su visita a la oficina de la «Nordia Line», situada ahora a su espalda, junto al muelle, que pronto tendría un nuevo mando.

Después de seguir, a expensas de la Compañía, un curso de seis meses sobre materias tan complicadas como el radar, la navegación por computadora y la tecnología de los superpetroleros, estaba ansioso por volver de nuevo al mar. En la oficina principal de «Nordia Line», el secretario personal del propietario, presidente y director gerente de la Compañía, le había cursado una invitación para cenar con éste aquella noche. La invitación se extendía a la esposa de Larsen, que había sido avisada por teléfono y había emprendido el vuelo desde Noruega, con un billete de la empresa. El Viejo se excedía un poco, pensó Larsen. Algo se estaría cociendo.

Cogió su automóvil alquilado en el aparcamiento del hotel, cruzó el puente de Nybroviken y recorrió los 37 kilómetros que le separaban del aeropuerto. Cuando llegó Lisa Larsen entre el gentío, cargada con su maletín, él la recibió con la delicadeza de un excitado perro de San Bernardo, levantándola del suelo como a una niña. Era menuda, de ojos negros y brillantes, rizados cabellos castaños y delicada figura, que disimulaba muy bien sus treinta y ocho años. Y él la adoraba. Veinte años atrás, cuando él era un desgarbado segundo piloto de veinticinco, la había conocido en Oslo, un gélido día de invierno. Ella había resbalado sobre el hielo y él la había levantado como a una muñeca y la había puesto en pie.

Ella llevaba un gorro ribeteado de piel que casi le ocultaba la carita de nariz enrojecida, y, cuando le dio las gracias, él sólo pudo ver sus ojos, que le miraban entre una masa de nieve y de pieles que le daban el aspecto de un ratón de las nieves en los bosques invernales. Desde entonces, durante los tres años que duró su noviazgo y los que siguieron a su boda, él la había llamado su «ratoncito de las nieves».

Ahora la condujo al centro de Estocolmo, preguntándole durante todo el trayecto, por su casa de Alesund, en la costa occidental de Noruega, y por los progresos de sus dos hijos adolescentes. Hacia el Sur pasó un Airbus de «British Airways», en su ruta de Moscú a Londres. Thor Larsen no se fijó en él, porque no le importaba.

Por la noche debían cenar en la famosa «Bodega Aurora», instalada en los sótanos de un viejo palacio del barrio medieval de la ciudad. Cuando llegaron Thor y Lisa Larsen y fueron conducidos al sótano por la angosta escalera, el propietario, Leonard, les esperaba al pie de ésta.

—El señor Wennerstrom ha llegado ya —anunció, y les condujo a uno de los saloncitos privados, pequeña e íntima caverna, con arcos de ladrillos de 500 años de antigüedad, casi ocupada enteramente por una mesa de reluciente madera vieja e iluminada por velas en candeleros de hierro forjado.

Cuando entraron, el patrono de Larsen, Harald Wennerstrom, se levantó, abrazó a Lisa y estrechó la mano de Thor.

Harald Herry Wennerstrom se había hecho casi legendario entre la gente de mar de Escandinavia. Ahora tenía setenta y cinco años, y era de rudo aspecto, acentuado por sus hirsutas cejas. Recién terminada la Segunda Guerra Mundial, al regresar a su Estocolmo natal, había heredado de su padre media docena de pequeños buques de carga. En treinta y cinco años había montado la mayor flota de petroleros de propiedad privada que no estuviese en manos de los griegos o de los chinos de Hong Kong. La «Nordia Line» era su creación; a mediados de los años cincuenta la había diversificado entre barcos de transporte de cereales y petroleros, y, en los sesenta, había empleado su dinero en la construcción de estos últimos, prefiriéndolos a menudo a los primeros.

Mientras cenaban, Wennerstrom habló de cosas sin importancia y se interesó por la familia Larsen. Su propia vida matrimonial de cuarenta años había terminado con la muerte de su esposa, hacía cuatro; y no habían tenido hijos. De haber tenido uno, le habría gustado que hubiese sido como el corpulento noruego que se sentaba ante él, un marino por excelencia. También apreciaba mucho a Lisa.

El salmón, curado con salmuera y eneldo, al estilo escandinavo, estaba delicioso, y el pato tierno de las marismas de Estocolmo, excelente. Sólo cuando estaban terminando el vino —Wennerstrom sorbía, contrariado, un gran vaso de agua: «lo único que los malditos médicos me permiten tomar»— fue Wennerstrom al grano:

—Hace tres años, Thor, en 1979, hice tres predicciones.

Primera: a finales de 1982, la solidaridad de la Organización de Países Exportadores de Petróleo, OPEP, se habría roto. Segunda: la política del presidente americano de reducir el consumo de energía a base del petróleo y los productos derivados, habría fracasado. Tercera: la Unión Soviética se habría convertido de exportadora en importadora de petróleo. Me llamaron loco, pero yo tenía razón.

Thor Larsen asintió con la cabeza. La formación de la OPEP y su multiplicación por cuatro de los precios del petróleo en el invierno de 1973 habían producido una conmoción en todo el mundo que casi había destruido la economía de Occidente. También había producido siete años de decadencia en el negocio de los petroleros, al permanecer vacíos e inútiles los depósitos de millones de toneladas de los mismos, originando grandes pérdidas. Sólo un espíritu audaz pudo prever, con tres años de antelación, los sucesos que se producirían entre 1979 y 1982: la ruptura de la OPEP al dividirse el mundo árabe en facciones rivales, el triunfo de los revolucionarios en Irán, la desintegración de Nigeria, el apresuramiento de las naciones productoras de petróleo a vender éste a cualquier precio, para financiar grandes compras de armas; el aumento, en espiral, del consumo de petróleo en los Estados Unidos, fundado en la convicción de los americanos de su derecho divino a saquear los recursos del Globo para su propia comodidad, y el enorme descenso de la producción petrolífera soviética, debido a su defectuosa tecnología, y que obligaría a Rusia a convertirse de nuevo en importadora de petróleo. Los tres factores habían producido el boom de los petroleros, cuyos efectos empezaban a sentirse ahora, en el verano de 1982.

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