La albariza de los juncos (3 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: La albariza de los juncos
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Y Papá ahí, muerto. Y yo, de hombre de la casa.

La mili en casa

Yo no pude hacer el servicio militar como los demás. Lo hice en casa, con un sargento que venía todas las mañanas a enseñarme la instrucción. Desde que Papá murió, Mamá se sentó en una silla y no volvió a levantarse. Mi ausencia de La Jaralera hubiera sido determinante, y Mamá movió Roma con Santiago para que me consideraran exento de hacer la mili. El general de por aquí, que debía ser un resentido social, no aceptó la petición, y una tarde que volvía de tirar al pichón en El Puerto, me encontré con una citación urgente. Me tenía que presentar al día siguiente a las nueve de la mañana para incorporarme al campamento de Campo Soto, en San Fernando. Mamá estaba tristísima a la par que hecha una furia. Llamó a doña Carmen Polo a El Pardo, pero le dijeron que estaba reunida. Por fin consiguió hablar con alguien muy importante y, después de discutir un buen rato, llegó a un acuerdo con él. Haría la mili, pero solo y en casa. Como era tarde y empezaba al día siguiente, Mamá llamó a Baltasar, nuestro peluquero, y Baltasar me peló como a un quinto.

No habían dado las nueve de la mañana cuando Román, mi ayuda de cámara, me entró el desayuno. A esas horas yo no tenía ganas de tomar nada.

—Señor marqués —me dijo de sopetón-, le espera abajo el sargento De Venancio.

Me asustó el nombre. Le ordené a Román que lo atendiera, que le ofreciera un buen desayuno y que le dijera que me pondría a sus órdenes en apenas media horita, que es lo que necesitaba para bañarme y vestirme. Entonces Román abrió los grifos del baño y se fue a informar al sargento De Venancio de la situación de su tropa.

Apenas transcurridos cinco minutos, Román accedió de nuevo a mis marquesales aposentos. Llevaba una enorme cesta que contenía un sinfín de prendas militares.

—El sargento me informa que debe bajar vestido reglamentariamente, señor marqués.

Aquella exigencia me sulfuró, pero supe reprimirme. El primer día hay que tener tacto. Respetando mi silencio, Román fue extendiendo sobre la cama, por sectores, los diferentes elementos que componían mi uniformidad. Un gorro cuartelero, una camisa, un pantalón con muchísimos bolsillos, unas medias blancas, unos correajes de cuero muy poco lucidos, y un cinturón con una hebilla desproporcionada. Al pie de la cama, las botas negras y tremendas.

—Román —le comenté a mi viejo empleado-, hoy es un día especialmente duro.

Y Román se emocionó.

Bañado, afeitado y vestido de militar, bajé las escaleras camino del salón norte, donde me esperaba el sargento De Venancio. Al hacer mi entrada en el salón, le vi de espaldas. Miraba, a través de la ventana, al horizonte. El horizonte, desde esa ventana, era todo mío, y el sargento estaba impresionado.

—Buenos días, soy el marqués de Sotoancho —dije a modo de saludo.

El sargento, que estaba de espaldas, se volvió hacia mí, y sin ningún miramiento ni consideración, respondió a mi bienvenida con un «¡Firrrrrrmes!» inesperado y estruendoso, de lo más chocante.

Yo recordaba de las películas del Oeste, cuando los soldados saludan en los fuertes a sus superiores, la posición de «firmes». Más o menos lo hice, y el sargento pareció complacido. En éstas, se abrió la puerta y entró Román con un recado de Mamá para el sargento.

—Señor sargento, que dice la señora marquesa viuda, que no dé usted esas voces, que grite menos y que hable más bajito.

Aquello descentró un poco a mi mando, que no estaba acostumbrado a la vida en La Jaralera. En casa siempre se ha hablado muy pianito. El sargento De Venancio estaba en situación de difícil superación. Por un lado, Mamá era Mamá, y por el otro, el sargento era él. Yo me mantenía en posición de «firmes». Entonces el sargento, amortiguando con enorme dificultad el tono de su voz, procedió a dar su segunda orden.

—Descanso, Sotoancho; vamos al jardín.

Y nos fuimos hacia el jardín.

La instrucción del primer día fue penosa y cansadísima. Mamá vigilaba desde la terraza del primer piso, bajo una sombrilla con los colores de la casa, el verde y el amarillo. Mamá le había dicho al sargento que cada diez minutos había que descansar. Como era el primer día, el sargento no trajo armas ni nada, y todo se resumió en el «firmes», el «descanso», la «izquierda» y la «derecha». A Mamá lo de la «izquierda» no le hizo mucha gracia, pero terminó por aceptarlo. A la una en punto, Mamá ordenó a Tomás, el chófer, que se llevara al sargento a su regimiento.

—Le recogerá mañana a las ocho y media.

El coche con Tomás y el sargento se perdió por el camino de las chumberas, y yo me sentí libre. Miré hacia arriba. Mamá estaba emocionada. La visión de su hijo vestido de soldado la llenaba de orgullo. Me devolvió la mirada. Sacó su vulnerable cabeza de la umbría de la sombrilla y me gritó —esta vez el grito estaba permitido— lo más bonito que me han dicho en mi vida:

—¡Viva mi soldadito valiente!

Inútil total

A los tres días de iniciar mi instrucción militar, llega el sargento De Venancio con un paquete sospechoso. Cunde la alarma en La Jaralera. Mamá le había advertido al sargento que las únicas armas permitidas en esta casa eran las escopetas para matar perdices, las del difunto Papá y las mías, pero el sargento no le hizo caso. Se presenta con un mosquetón de soldado y Mamá se pone como una hiena. Le dice al sargento que las armas las carga el diablo y que le prohíbe terminantemente enseñarme a desfilar con ese peligro sobre el hombro.

—Está sin munición, señora marquesa viuda —apunta el sargento.

Mamá, bajo la sombrilla verde y amarilla —nuestros colores— recrimina al suboficial:

—Ese chisme, además de peligroso, no sirve para nada. Si mi hijo tiene que desfilar, que lo haga con una escopeta de su difunto padre. El sargento duda, pero termina por aceptar. Y me bajan una de las Holland & Holland de Papá, que ahora son mías.

La cerrazón de Mamá era explicable. Nosotros, los Sotoancho, nunca hemos sido guerreros. Papá no pudo ir a la guerra por sus preocupaciones familiares y mucha gente no lo comprendió. Cuando terminó la guerra, algunos intolerantes le dijeron que había sido un poco cobarde, y eso Papá lo llevaba muy mal. Se alistó en la División Azul, para combatir en Rusia, y así silenció a los que nunca comprendieron que no pudo ir a la guerra por preocupaciones familiares. Una prima de Papá, Cecilia Alvarenríquez de la Peña, falleció de difteria el 17 de julio de 1936. En nuestra familia el luto se guarda durante tres años, y Papá no fue a la guerra por guardar el luto. Cuando se quiso incorporar al frente de Madrid, entró directamente en Madrid, porque ya no había frente y la guerra se había terminado. Pero no se lo perdonaron, y le obligaron a irse a Rusia para no desentonar.

La despedida —según Mamá- fue apoteósica. Llevaba tres maletas con ropa de frío, y salió para Madrid en el coche-cama de siempre, o sea el portugués, Companhía das Carruagens Camas e dos Grandes Expressos Europeos. Guando llegó a Madrid para enlazar con Rusia, un militar le dijo que no podía llevar sus tres maletas a la Guerra Mundial, y yo creo que se lo dijo con mala idea. Papá, que no estaba acostumbrado a este tipo de impertinencias, demostró lo buena persona que era y aguantó el agravio. Dejó todo en casa de tío Fadrique Matacorzos y se subió al tren de Rusia con una simple mochila, como los demás.

Pero a Papá le tiraba su tierra, y la familia, y sobre todo, Mamá. Y aprovechando que el Urumea pasa por San Sebastián, pero adelantándose al Urumea y a San Sebastián, se bajó en Burgos. Hacía mucho frío en Burgos y Papá pensó —con lógica encomiable— que si Burgos estaba a dos bajo cero, en Rusia se iba a helar. Y dejó la mochila en el tren, superó el andén con parsimonia, alquiló un taxi y se volvió a La Jaralera. Si el tiempo hubiera sido mejor Papá se habría marchado a Rusia, pero ante aquel panorama, eligió lo normal. Y se presentó en casa.

Durante algunos meses tuvo que explicar a Mamá cómo era Rusia, y Mamá le hacía repetir sus descripciones porque estaba encantada con la Rusia de Papá. Una noche le insistió:

—Cuéntame otra vez la batalla de Gosmolenko.

Esa petición, así de pronto, desconcierta a quien jamás ha estado en Gosmolenko, y Papá se abrió sinceramente a Mamá:

—He vuelto porque no podía vivir sin ti.

Y Mamá se hizo pipí de la ilusión.

A Papá le perdonaron la travesura, pero a Mamá se le quedó el asunto muy en sus adentros. Le contó todo esto al sargento De Venancio, y el buen hombre, tras consultar con los superiores, me declaró «inútil total». Dejó de venir a casa, se llevó el uniforme y recuperé mi condición de siempre. Resentimiento puro y duro. Todo, por no permitir que hiciera la instrucción con mis Holland & Holland.

La guerra es la guerra y los ojeos son los ojeos.

La playa

Mientras vivió Papá, los meses de julio y agosto los pasábamos en la costa. La tía Veva Stultton tenía una casa junto a la playa de Fuentebravía, en El Puerto. La tía Veva era la persona más ingeniosa que he conocido en mi vida. Un día le dijo a Pedro José Sanciprés, que era cojo:

—Tú, más que cojo, lo que tienes es la pata de una cómoda debajo de un pie.

Tronchante, la tía Veva. Cada vez que lo recuerdo me entra un ataque de risa. Y una tarde, que llamó a casa del tío Fadrique Casazahares, cogió el teléfono su criado Práxedes, y la tía Veva preguntó:

—Práxedes, ¿está el señor vizconde?

Y Práxedes le respondió:

—No, doña Genoveva; está en el Polo —por el Club de Polo.

Y la tía Veva, ni corta ni perezosa —porque era rapidísima-, le soltó de sopetón:

—¿En el polo norte o en el polo sur?

Menudo arte el de la tía Veva.

Eso sí, gusto no tenía. Su casa de la playa era horrorosa, muy típica de los Stultton. Parecía un museo de ciencias naturales, porque todo eran cuernas y patos disecados. Su padre, el tío Pitín Stultton se pasó la vida cazando y había reunido en su casa de la playa todos sus trofeos. El mejor, una palanca gigante de Mozambique que ocupaba todo el
hall.
Para entrar en el salón era preciso rodear al pobre antílope, y ya superado, se encontraba el visitante con una cabeza de rinoceronte blanco, una piel de cebra en el suelo, un pato malvasía metido en una urna, un par de colmillos de elefante y un urogallo asturiano que parecía increpar al techo.

El jardín era algo mejor, y a dos pasos de su verja estaba la playa. Mamá no era muy partidaria de la playa, por su poca decencia, pero a Papá le gustaba tanto pasear por la orilla del mar, que Mamá tragaba. Ella jamás se puso un traje de baño, y bajaba a la playa con un vestido claro, una pamela que parecía el castoreño del picador de Cagancho y unos zapatos abotinados, ajustadísimos, que no permitían el paso de un grano de arena. Se sentaba bajo una sombrilla y nos vigilaba a Papá y a mí.

A mí no me dejaba adentrarme en el mar. Lo cierto es que algo de razón tenía. Nunca he aprendido a nadar. Considero que nadar es dificilísimo, porque no es fácil coordinar los pies con los brazos, y éstos a su vez, con la boca. Para más tranquilidad, Mamá me obligaba a chapotear en la orilla con un flota enroscado en mi cintura, un flota que compró en Biarritz Bonheur un año que fue a Francia. No oculto que me daba un poco de vergüenza, pero como decía Mamá: «Es mejor pasar vergüenza que acabar en las redes de un pesquero.»Y yo chapoteaba en la orilla con mi flota y mi
maillot.
Porque yo no tenía traje de baño, sino
maillot.
«El infierno está lleno de gente en traje de baño», decía también Mamá.

A la una en punto, Román nos sacaba el aperitivo. Román siempre le ha producido una cierta aprensión a Mamá. Mi madre siempre ha sido un poco escrupulosa. Román sudaba mucho, y cuando se marchaba, Mamá le comentaba a Papá:

—Tenemos que encontrar un mayordomo que sude menos.

La verdad es que Román sudaba lo normal, porque bajar a la playa vestido de mayordomo, con la bandeja del aperitivo y el termo de las bebidas era una faena. Cuando le hacíamos ver que su opinión no era justa, Mamá sacaba a relucir su carácter:

—No hemos ganado una guerra para que ahora vengáis con esos tiquismiquis.

Pero desde que Papá murió, nunca más volvimos a la playa. Ahora veraneamos en el ala norte de nuestra casa de La Jaralera, que es la zona más fresca. De abril a octubre nos trasladamos de sector, y cuando empiezan a hacerse más cortos los días, volvemos al ala sur, que tiene calefacción. Cuando en septiembre alguna tarde se presenta otoñal y fresca, Mamá suele comentar: «¡Qué ganas tengo de volver a casa!», lo cual resulta para la gente que no la conoce demasiado, un tanto chocante.

Para mí, dejar de ir a la playa fue como una bendición de Dios. El mar es muy bonito, pero los Sotoancho somos gente de campo, aunque como en mi caso particular, no me guste el campo. Me han dicho que la playa de Fuentebravía en esta época se llena de gente bastante ordinaria. No la echo de menos. Mientras escribo estas
Memorias
, Mamá reza el rosario en la terraza de las buganvillas, y yo, de cuando en cuando, interrumpo mi tarea para acompañar con la mirada el vuelo de los azulones que, cada tarde, llegan hasta la albariza de los juncos, e incluso hasta la laguna del Guadalmecín, para rendirse al tributo de las noches.

El baño

Durante mi infancia y adolescencia, a las ocho en punto de cada tarde se producía una situación higiénica innegociable. Era la hora del baño. Me bañaba Remedios, que llevaba en casa cerca de treinta años no se sabe de qué, pero contaba con la confianza de Mamá. Remedios me bañó hasta que cumplí los dieciséis años, que es cuando mi madre decidió que yo había dejado de ser un niño.

Una tarde de primavera tuve que enfrentarme con la cruda realidad. Mamá reclamó mi presencia, y cuando acudí a su llamada me la encontré rezando en la sala de equitación. La conocíamos así porque la presidía un retrato del tío Joaquín, hermano de Papá que falleció de un sofocón mal llevado cuando se enteró de que su yegua preferida, La Resbalona, se había quedado preñada de un penco descontrolado que pasaba por sus dominios. «Es como tener una hija prometida al príncipe de Gales, y diez días antes de la boda, llega un belga y te la deja embarazada.» El resumen es que no superó el trance. Por ese motivo llamamos al pequeño salón verde «sala de equitación», por el tío Joaquín.

Como antes dije, Mamá estaba rezando. Al verme, interrumpió su comunicación con san Francisco Javier y san Francisco de Borja —los santos de los que más me fío porque eran de familia bien, según mi madre-, y mirándome fijamente a los ojos, con dolor pero sin titubeos, me espetó:

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