La albariza de los juncos (9 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: La albariza de los juncos
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El árbol de Navidad

En casa está prohibido Papá Noel. Con esa gracia seria que tiene, dice Mamá que Papá Noel será muy importante en Groenlandia, pero que en La Jaralera no tiene nada que hacer. A Mamá le molesta de Papá Noel lo que se ríe. «No sé por qué se ríe tanto ese pobre hombre», suele comentar cuando lo considera oportuno. Y también está prohibido el árbol de Navidad. Se le ha metido en la cabeza a Mamá que el árbol de Navidad es un invento de Lutero, y aquí Lutero está muy mal visto. Cuando Herminio, uno de los jardineros, el más comunista de toda la comarca, se negó a que su hija hiciera la primera comunión en la capilla de La Jaralera, Mamá, fuera de sí, lo despachó del salón al grito de «¡Largo de aquí, Lutero, más que Lutero!». Días después supimos que Herminio y su mujer habían llevado a la niña, toda vestida de blanco, al juzgado para que hiciera la primera comunión por lo civil.

En casa, lo que gusta y se premia son los Nacimientos. Todos los años, el 23 de diciembre, Mamá visita las casas de La Jaralera, y gratifica generosamente a la familia que tenga mejor el Nacimiento. El año pasado se llevó el premio Modesto, uno de los guardas de La Manchona. Más de cien figuras de barro, los Reyes Magos sobre una colina de corchos, riachuelos de papel de plata, y un detalle conmovedor. Uno de los pastorcillos, arrodillado ante el Niño Jesús, le ofrecía de regalo una fotografía, muy pequeñita, muy bien recortada, de Mamá. No exagero si afirmo que al reparar en el detalle, a Mamá le brillaron los ojos de una manera muy especial. Y Modesto se quedó feliz con las cinco mil pesetas de premio.

A mí, en cambio, el árbol de Navidad me gusta. «Me pone», como se dice ahora. Le oí esta expresión por primera vez a mi sobrina Lucía Castro-Herniales, que acaba de cumplir los dieciocho años.

—Tío, a mí Ketama me pone.

—¿Te pone qué? —le pregunté con curiosidad y algo de distancia.

—No sé qué me pone, pero me pone.

En situaciones como la que narro, lo mejor es zanjar el asunto.

Lo que decía. Que a mí el árbol de Navidad me pone muchísimo. Estoy de acuerdo con Mamá en lo de Papá Noel, que es un ateo pesado que siempre se está riendo. Pero no comparto sus recelos hacia el árbol con luces y pelotitas. De niño, envidiaba a los que tenían en sus casas árboles iluminados. Por más que lo intenté, Mamá siempre se cerró en banda, y en una ocasión que le pedí a Papá que actuara de mediador influyente, Mamá estuvo seis días sin hablarle. «Empezamos con el árbol de Navidad y terminamos comiendo carne el Viernes de Pasión.» Y menuda era y es Mamá con la vigilia de los viernes. La cantidad de langostinos, bogavantes, cigalas, ostras y almejitas que he tenido que comer en mi vida para no pecar los viernes de vigilia. Y langostas, que se me olvidaban las langostas.

Papá tenía arranques de arrojo. Una noche de su último diciembre, recién llegado de Londres, entró en mi cuarto mientras yo dormía. Me despertó suavemente, con cautela de espía. Abrí los ojos y me lo encontré sentado en mi cama con un paquete de regalo.

—Toma, hijo, y feliz Navidad. Pero que Mamá no te lo descubra nunca.

Abrí el paquete. Era de Fortnum & Mason, unos almacenes de Londres donde la reina Isabel compra las mermeladas y los empleados van vestidos con chaqué. El paquete contenía mi ilusión más inalcanzable. Un pequeño árbol de Navidad, rebosante de luces, colgaduras y cintas, y que al accionar una manija que salía de su base, daba vueltas sobre una peana móvil mientras sonaba
Noche de paz.
Abracé a Papá con todas mis fuerzas y le prometí guardar el secreto hasta mi muerte.

Por eso, en cada Nochebuena, después de cenar y repartirnos los regalos, antes de la Misa del Gallo, subo a mi cuarto, saco de su escondite el árbol y le doy cuerda para que gire y suene. Ahí siguen las luces, las colgaduras y las cintas. Y entonces me asomo a la ventana y le deseo a mi padre unas felices fiestas lejanas, y le doy las gracias por su mejor regalo. Jamás se me borrará del alma su sonrisa mientras le abrazaba.

Biarritz

Se murió la tía Sol y me dejó en herencia una casa en Biarritz. Fui con Mamá a tomar posesión de ella. Nos instalamos en el Hotel du Palais, que fue en sus tiempos la residencia de Eugenia de Montijo. Estaba lleno de españoles y pasamos tres días estupendos. Con el cambio de aires y ambiente a Mamá le desapareció la melancolía y todo le parecía bien. Compramos de todo. Merendábamos en Dodin o en Miremont, y en la anochecida bajábamos al bar del Palais para comentar las incidencias del día. Nos recorrimos toda la zona, desde San Juan de Luz a Bayona, pasando por Hendaya, Urrugne, Ascain, Socoa, Anglet y Hosegor. Hablábamos en francés entre nosotros y nos divertimos como pocas veces. Una mañana Mamá me dijo:


Demain nous visiterons votre nouvelle maison.

Y yo le respondí:


Parfait, Maman.

Y nos tronchamos de risa.

Cenamos en el Café de París. El
maître
estaba impresionado con nuestro empaque. Mamá, cuando se viste de noche, parece una reina madre centroeuropea. Se lo dejó escrito en un álbum de casa Antonio Gibraleón, uno de los mejores poetas de allí abajo. «Tienes, marquesa viuda, en los andares / la majestad que tanto añora Hungría.» Mamá, que ya hablaba en francés de corrido le preguntó al
maître:


La omelette a la française est de oeufs de
farme ó de oeufs congellés?

Al pobre
maître
casi le da un sofocón con la preguntita. No supo responder, puso cara de enfado y nos mandó a un camarero para que tomara las notas del menú. Cuando Mamá se lanza no la para ni un
maître
francés.

La cena, carísima. Un atraco. Setecientos francos, que al cambio de aquel momento equivalían a doce mil pesetas. La
omelette a la française
de Mamá, ciento veinte francos. Una cosa es el empaque y otra que nos tomen por tontos. Me levanté, fui hacia el orgulloso
maître
y le dije en la cara:


Monsieur, vous pretendez timer a le marquis y la marquise veuve de Sotoanche? Cette facture est un robe a main armé, et se la vous a payer son pére.

El
maître
no daba crédito a lo que oía. Permanecía de pie, apoyado en una mesa, y su expresión se avinagraba por segundos. Comentó algo de la
police
y me entró un poco de susto. Pero un poco de susto no es suficiente para acobardar a un Sotoancho. Mamá, entretanto, desde la mesa, le gritaba
«Cochon!»
Yo no sabía qué significaba
cochon
, pero estaba claro que nada elogioso. Así estábamos, cuando el
maître
me puso la factura en las narices. Mamá insistía:

—No le pagues a ese
cochon.

No obstante, y para no empeorar la situación, saqué mi cartera, elegí los billetes de cien francos más sucios, conté ocho y se los entregué al
maître
con esa distancia que sólo conseguimos los que hemos nacido diferentes. Porque ya de robarnos, que lo hicieran con humillación. Era como decirles: «Además del atraco, les dejamos cien francos de propina.» Todo, menos que llamaran a la
police.
Los Sotoancho sabemos ser flexibles en las situaciones límite.

Pero después de aquel episodio, Biarritz nos gustó menos. Mamá encontró algo de polvo en su mesilla de noche y eso precipitó nuestra huida. Echábamos de menos La Jaralera, tan nuestra y tan distante. La nota del hotel fue tremenda, pero no teníamos ganas de discutir. Se acabó Biarritz. Volvimos a casa, y cuando estábamos por Burgos, nos dimos cuenta de que no habíamos visitado la casa de la tía Sol. Fuimos a Biarritz a tomar posesión de la casa, y nos olvidamos. La risa que nos entró no la puedo describir. Todavía en Madrid nos estábamos riendo.

Hablé con un agente y vendió la casa. Me dieron por ella tres millones de francos, que dejé depositados en un banco francés por si las moscas. Ahí están, engordando de intereses, poniéndose como
cochons.
El día que los necesitemos, los sacamos y ya está. Y al que le moleste, que se rasque.

La muerte retrasada

Cuando falleció el Caudillo, conseguimos que Mamá no se enterara. Podría haberle sobrevenido un patatús. Se estropeó la televisión y se acabaron los periódicos. El día que preguntó por el
¡Hola!
, que era lo único que leía, le dije que lo habían cerrado durante unos meses por publicar un reportaje de Carolina de Mónaco en bikini. «Más vale tarde que nunca», comentó Mamá.

Se prohibió en casa cualquier referencia a la muerte del Generalísimo. El aparato de televisión siguió estropeado y el
¡Hola!
, sufriendo su sanción administrativa. Las amigas de Mamá, conocedoras de la situación, no hablaban de política. A Mamá, aparte de tristeza, la muerte de Franco le daba muchísimo susto. Una noche me hizo partícipe de sus planes: «Cuando muera el Caudillo, vendemos La Jaralera y nos exiliamos en el sur de Portugal, para huir cuanto antes del odio rojo.»Tres años después del fallecimiento, en 1978, pasamos por un trance muy arriesgado. Nos visitó don Aníbal, el veterinario, y quiso saludar a Mamá. Mamá le recibió en el pasillo, para que no se sentara y se fuera pronto. Pero el demonio estaba al acecho, y en un momento dado, don Aníbal comentó:

—Estamos muy ilusionados con la llegada de los Reyes.

—¿Qué Reyes? —preguntó Mamá, un tanto distraída.

—Los nuestros, los de España —respondió el indiscreto de don Aníbal con su habitual inoportunidad e imprudencia. Pero Mamá puso cara de trucha (cuando Mamá se aburre pone cara de trucha) y no le dio importancia al envenenado mensaje de don Aníbal. Cuando éste se marchó, me hizo una breve confidencia: «Como don Aníbal sólo trata al ganado, no sabe que mientras viva Franco aquí no puede haber reyes.»

Pero el 14 de junio de 1988, Mamá se enteró. Tuvo la culpa la televisión, como siempre. En 1985, ya cumplidos diez años de la muerte de Franco, decidí que volviera a haber televisión en La Jaralera. A Mamá le divertían mucho los concursos. En uno de ellos, el presentador se disponía a leer la última pregunta a la pareja ganadora, que llevaba acumulado más de un millón de pesetas. Si respondían con acierto a esa pregunta, ganarían un coche. El presentador empezó a leer la pregunta y no supe reaccionar a tiempo. Me fallaron los reflejos. La dichosa preguntita se las traía: «¿Hace cuántos años falleció el anterior jefe del Estado, Francisco Franco?»

Mamá se derrumbó. Perdió la voz y resignó la mirada. Se dirigió a mí para decirme algo y le salió un «aggg» muy intranquilizante. Ordené que llamaran al médico con urgencia, y a don Ignacio, el capellán, que estaba en las habitaciones cardenalicias. Mamá insistía en hablarme y cada vez que lo intentaba los «agggs» eran más roncos, de mayor agonía. La cosa no tenía ninguna gracia, y el médico no llegaba. Al fin, con su maletín de cuero y su fonendo al hombro, irrumpió el doctor.

—Respire hondo, señora marquesa —le recomendó el galeno.

Y Mamá, haciendo un esfuerzo infinito, respiró hondo y dijo:

—Aggg.

Según el médico, Mamá había tenido un desvanecimiento parcial y sufría un grave perjuicio anímico. Nos recomendó paciencia y cariño, amén de unas píldoras sedantes cuya razón no recuerdo. Fueron duros los primeros días, pero al cumplirse la semana, la gravedad hizo crisis. Estaba sentada en su butacón vespertino. Yo la miraba con angustia y respeto. Fijó su mirada en mis ojos y abrió la boca para decir algo. Cuando yo me esperaba su espasmódico «aggg», sus labios reaccionaron y articuló una frase, rotunda e imperativa:

—¡A Portugal!

De ahí a su curación, apenas unos días. Volvió a publicarse el
¡Hola!
y Mamá se tranquilizó un poco. No había nubarrones de revolución comunista en el horizonte. Pero a punto estuvimos de perderla para siempre. Hoy no habla del pasado, y una vez más, me ha demostrado hasta qué límite de resistencia puede llegar su entereza.

El Acebuchal

La Jaralera limita al sudeste con El Acebuchal, el campo de tío Juan José Henestrilla. El Acebuchal, con más de tres mil hectáreas, no tiene ni un solo acebuche. Los Henestrilla siempre han sido muy particulares y maniáticos con sus cosas y en sus costumbres. El padre de tío Juan José, el tío Juan Manuel (Q.S.G.H), se casó con la tía Valentina Humboldt, y la llamaba Rosario. Y el propio tío Juan José, viudo de la tía Fernanda Gaztelu de Iturrioz, jamás se dirigió a su mujer por su nombre. Le decía Menchu, y a su hermano menor, el tío Tomás, que falleció como consecuencia, he sabido, de una enfermedad bastante grave que tenía que ver con las tripas, le llamaba Arturo. El administrador, una bellísima persona que le ha robado sólo lo necesario, es conocido como Valbuena, cuando en realidad su apellido es Gutiérrez. A mí me llama Severo, y a Mamá —no le hace ni pizca de gracia-, Rafaela. Se lo aguantamos porque desde que murió el tío Tomás, o sea, el tío Arturo, su heredero soy yo.

El tío Juan José acaba de cumplir noventa y dos años y sigue siendo un hembrero de cumbre alta. Últimamente se trajina a una niña de Dos Hermanas que toca muy bien las palmas. Para mí que debe de tocar bien algo más que las palmas, porque tío Juan José le ha comprado un pisito en Sevilla y un apartamento en Mijas. La niña se llama Lola, pero mi tío la llama Begoña.

Tío Juan José lleva diez años muriéndose, pero no se remata. Y come más que un mastín, bebe lo que se tercie, fuma como una chimenea de Bilbao y además, le tocan las palmas. A Mamá, la salud de tío Juan José le pone un poco nerviosa. Para más provocación, monta a caballo todos los días, y cuando El Acebuchal estalla de primavera, se arrea unas galopadas que matarían de agujetas al mismísimo Fermín Bohórquez.

Hace unos días me llamó su administrador, Valbuena, o sea, Gutiérrez, para notificarme que el tío Juan José andaba un tanto delicado.

Me interesé vivamente por la salud del tío, y el administrador me informó de que el médico había diagnosticado que tenía el pirulo pasmado. Eso, a los noventa y tres años, es un mal común. Cuando le dije a Mamá que a tío Juan José se le había pasmado el pirulo, advertí en mi hacedora un asomo de sonrisa. Después supimos que el administrador había confundido el diagnóstico, y que en lugar del pirulo pasmado, tío Juan José tenía un espasmo de píloro.

Pero el resultado, que es lo importante, ha sido de nuevo negativo. Ha superado el contratiempo y mañana vuelve a casa.

Voy a dejarme caer por El Acebuchal para recibirle. Mi condición de único heredero me obliga a extremar la cortesía. Incluso, si tengo oportunidad, simularé una alegría que no siento cuando le salude. Una alegría medida, porque el entusiasmo y la expresividad no forman parte de los hábitos de nuestra familia. Una demostración de afecto excesivo podría mosquearle. No puede notar en mis ojos las tres mil hectáreas que me deja.

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