La agonía y el éxtasis (54 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Llegó al centro de la plaza, donde Siena realizaba cada verano su alocada carrera de caballos y se acercó a la deliciosa fuente esculpida por Della Quercia. Subió luego una empinada escalera de piedra y llegó al Baptisterio, con su pila bautismal, obra también de Della Quercia, en colaboración con Donatello y Ghiberti.

Después de varias vueltas alrededor de la hermosa pila para estudiar el trabajo de los mejores escultores de Italia, salió del Baptisterio y subió la empinada colina hasta la Catedral. Se quedó asombrado un momento ante la fachada de mármol blanco y negro, con sus figuras magníficamente esculpidas por Giovanni Pisano, sus ventanas rosadas y el Campanile de mármol blanco y negro. Dentro del soberbio templo, el suelo era una verdadera mina de grandes lajas de mármol con incrustaciones de marquetería blanca que representaban escenas del Antiguo y Nuevo Testamento.

Y de pronto, sintió que el corazón se le encogía. Ante él estaba el altar de Bregno. Los nichos eran mucho menos profundos de lo que él había imaginado, y cada uno de ellos tenía encima una cúpula en forma de concha, donde tendrían que ir insertas las cabezas y rostros de sus estatuas, despojándolas de toda expresión. Algunos de los nichos estaban colocados a tal altura que una persona de pie en el suelo del templo no podría ver qué clase de escultura contenían.

Midió los nichos, revisó en su mente la altura de las bases sobre las que serían colocadas sus estatuas y fue en busca del sacristán.

—¡Ah! —exclamó éste al verlo—. Miguel Ángel Buonarroti… Le estábamos esperando. El San Francesco llegó a Roma hace unas semanas. Lo he puesto en una habitación fresca, donde está también la fragua. El cardenal Piccolomini me hado órdenes de que lo cuide y atienda bien. Ya tengo preparada una habitación para usted en nuestra casa, al otro lado de la plaza. Mi esposa cocina la mejor
pappardelle alla lepre
de toda Siena. Se chupará los dedos…

—¿Me hace el favor de llevarme a donde está el San Francesco? —pidió Miguel Ángel—. Tengo que ver cuánto trabajo falta para acabar esa estatua.

—Muy bien. Recuerde que aquí usted es el huésped del cardenal Piccolomini, y que él es nuestro hombre más ilustre…

Miguel Ángel sufrió una verdadera conmoción al ver la escultura de Torrigiani. Era una figura como de palo, sin vida, con una gran abundancia de túnicas colgantes y mantos bajo los que no era posible discernir parte alguna de un cuerpo humano vivo. Las manos carecían de venas, piel o hueso; el rostro tenía una expresión rígida, estilizada…

Juró dar al infortunado San Francesco, a quien ni siquiera los pájaros reconocerían, todo el amor y capacidad artística de que era capaz. Tendría que diseñar de nuevo toda la figura, modificar el concepto, para que el santo emergiese tal como él lo imaginaba: el más dulce de los santos. Pero primeramente dormiría aquella noche y pensaría en él. Luego llevaría allí sus materiales de dibujo y se sentaría en aquella fresca habitación con luz difusa para hurgar en su mente hasta que el San Francesco emergiese con su amor a los pobres, los abandonados, los enfermos.

V

Al día siguiente hizo sus dibujos. Al anochecer ya estaba en plena tarea de afilar sus cinceles, equilibrarlos para su mano y acostumbrarse al peso del martillo. No bien amaneció al día siguiente, comenzó a esculpir, y del bloque, ahora más delgado, emergió un cuerpo agotado por los viajes bajo su delgada túnica; los esqueléticos hombros, casi piel y hueso; las manos emocionantemente expresivas, delgadas las piernas, cansados los pies, que habían pisado los caminos para venerar a cuanto vivía en la naturaleza.

Se sintió identificado con aquel San Francesco y con el mutilado bloque del que emergía. Cuando llegó a la cabeza y al rostro, esculpió sus propios cabellos caídos sobre la frente, su nariz aplastada tal cual la había visto ante el espejo de Medici aquella mañana después del golpe recibido de Torrigiani, torcida en forma de «
S
», un pequeño bulto sobre uno de los ojos y el pómulo hinchado: un San Francesco entristecido por lo que veía al mirar el mundo de Dios; pero sobre aquellas tristes facciones se percibía el perdón, una gran dulzura y aceptación.

Le invadió una gran tristeza al cabalgar de regreso por las colinas de Chianti. Encontró a Argiento moviéndose excitadísimo, a la espera de que Miguel Ángel lo mirase.

—¿Qué te ocurre, Argiento, que estás tan nervioso? —preguntó.

—El
gonfaloniere
Soderini quiere verlo enseguida. Ha enviado a uno de sus pajes cada hora para preguntar si había vuelto usted.

La Piazza della Signoria estaba iluminada por una luz color naranja que procedía de las ollas de aceite encendidas que pendían de todas las ventanas y de la cima de la Torre. Soderini se apartó de los miembros del Consejo con quienes hablaba, y salió al encuentro de Miguel Ángel junto al pie de la Judith de Donatello. Tenía una expresión de contento.

—¿Por qué tanta luz? ¿Qué se celebra? —preguntó Miguel Ángel.

—A usted.

—¿A mí?

—Si, en parte —dijo Soderini, mientras sus ojos brillaban maliciosos—. El Consejo ha convenido esta tarde una nueva constitución. Ésa es la explicación oficial. La extraoficial es que los directores del Gremio de Laneros y la Junta de Obras de la Catedral le han otorgado el encargo del «
Gigante
».

Miguel Ángel se quedó helado. Era increíble. ¡La columna Duccio era suya!

La voz de Soderini prosiguió, alegre.

—Cuando nos dimos cuenta de que nuestro mejor escultor florentino estaba ligado por contrato a un cardenal de Siena, nos preguntamos: «
¿Supone Siena que Florencia no sabe apreciar a sus propios artistas? ¿O que no tenemos el dinero suficiente para emplearlos?
». Al fin y al cabo, hemos estado años enteros en guerra con Siena…

—Sí, pero ¿y el contrato con Piccolomini?

—Por deber patriótico, tiene que postergar el cumplimiento de ese contrato y hacerse cargo del bloque Duccio en septiembre.

Miguel Ángel sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.

Se fue a Settignano. La familia Topolino estaba en el patio gozando de la fresca brisa del atardecer.

—¡Óiganme todos! ¡Acabo de enterarme de que se me ha otorgado el bloque Duccio para esculpir el «
Gigante
»! —gritó.

—¡Ah! —bromeó el padre—. Entonces creo que ya podríamos confiarte algunos marcos de ventanas.

Pernoctó con ellos. Al amanecer se levantó para unirse a los hombres que trabajaban en la
pietra serena
. Trabajó unas cuantas horas mientras el sol se levantaba sobre el valle y luego se dirigió a la casa. La madre le dio una jarra de agua fría.

—Madre mía, ¿qué sabe de Contessina? —preguntó.

—Está delicada… Pero todavía hay algo peor. La Signoria ha prohibido a todos que la ayuden, a ella y a su esposo. El odio a Piero envenena todavía…

Se despidió de la familia. Ésta sabía, por medio de algún misterioso sistema de comunicación, que la primera visita de Miguel Ángel después de enterarse de su buena suerte había sido para ellos. Y eso les revelaba que el cariño del hombre a quien habían conocido desde niño no había variado.

La distancia hasta Fiesole era corta. Fiesole constituía el ancla septentrional de la liga de ciudades etruscas que comenzaba en Veis, en las afueras de Roma, y que las legiones de César habían doblegado con enorme dificultad. César creía haber arrasado Fiesole, pero cuando Miguel Ángel comenzó a bajar por la ladera norte vio la villa de Poliziano a distancia, pasó por los muros etruscos, todavía en pie e intactos, y ante casas nuevas reconstruidas con las piedras originales de la ciudad.

La casa de Contessina se hallaba en el fondo de una empinada senda, a mitad de camino de la ladera que iba hasta el río Mugnone. Otrora había sido la casa de los campesinos del castillo que se erguía en la cima de la colina. Ató su caballo al tronco de un olivo, atravesó un huerto y miró hacia abajo. La familia Ridolfi se hallaba en una pequeña terraza con el suelo de piedra, frente a su casita. Contessina estaba sentada en una silla de respaldo de paja con su hijito, al que daba el pecho. Otra criatura, que aparentaba unos seis años, jugaba a sus pies. Desde la pequeña prominencia, Miguel Ángel dijo cariñosamente:

—Soy yo, Miguel Ángel Buonarroti. Vengo a visitarla.

Contessina levantó la cabeza bruscamente, y se cubrió el pecho.

—¡Miguel Ángel! —exclamó—. ¡Qué sorpresa! Baje, baje… La senda está ahí, a su derecha.

Se produjo un incómodo silencio cuando Ridolfi alzó su orgullosa cabeza para mirar al recién llegado, mientras su cuerpo permanecía rígido.

—Ayer me adjudicaron el encargo de esculpir el bloque Duccio —dijo Miguel Ángel, no sin un poco de timidez—. Tenía que venir a decírselo. Estoy seguro de que
Il Magnifico
así lo habría deseado. Además, recordé que su hijo mayor debe de tener ya unos seis años. Es hora de que empiece a aprender. ¡Yo seré su maestro! Igual que los Topolino me enseñaron a mí cuando yo tenía esa edad.

Las carcajadas de Contessina resonaron por encima de los olivares. El severo rostro de Ridolfi se iluminó con una sospecha de sonrisa. Luego dijo:

—Es usted muy bondadoso al venir a vernos. Sabe que estamos proscritos.

Era la primera vez que Ridolfi le dirigía la palabra, y la primera también que Miguel Ángel estaba cerca de él desde el día de su boda con Contessina. Ridolfi no había cumplido todavía los treinta años, pero el ostracismo y la amargura ya estaban causando estragos en su rostro. Aunque no había estado complicado en la conspiración que pretendía restaurar a Piero de Medici, se sabía que odiaba a la República y estaba dispuesto a trabajar en favor de una vuelta al régimen oligárquico de Florencia. La fortuna de su familia, basada en el comercio mundial de lanas, se empleaba ahora para financiar al gobierno de la ciudad-estado.

Miguel Ángel sintió que los ojos de Contessina le quemaban en la espalda. Se volvió para mirarla. Su actitud era de serena aceptación de su destino, a pesar de que la familia acababa de consumir una modestísima comida, sus ropas estaban gastadas y se alojaba en una humilde choza de campesinos, después de haber vivido en los más suntuosos palacios de Florencia.

—Denos noticias suyas —pidió ella—, de los años que ha pasado usted en Roma. ¿Qué ha esculpido? Ya nos enteramos del Baco.

Miguel Ángel les habló de su Piedad, explicándoles lo que había intentado lograr con aquella escultura. Se sentía contento de estar cerca de Contessina nuevamente, de mirar sus ojos oscuros. ¿Acaso no se habían amado, aunque aquel amor fuera el de dos niños? Una vez que uno ha amado, ¿no debe perdurar acaso ese amor para siempre?

Contessina adivinó sus pensamientos. Siempre había sido así. Y se volvió a su hijito:

—Luigi —dijo—. ¿Te gustaría aprender el arte de Miguel Ángel?

El niño lo miró muy serio y preguntó:

—¿Puedo ayudarte a esculpir la nueva estatua, Miguel Ángel?

—Vendré a enseñarte, igual que Bertoldo me enseñó en el jardín de tu abuelito…

Era casi medianoche cuando, después de devolver el caballo a los Topolino, avanzaba colina abajo. Cuando llegó a su casa, Ludovico estaba despierto y esperándolo en su sillón con asiento de cuero negro. Aparentemente era la segunda noche que pasaba así, y se hallaba exasperado.

—¿Así que necesitas dos días para volver a casa de tu padre con la noticia? ¿Dónde has estado todo este tiempo? ¿Qué precio te pagan?

—Seis florines al mes.

—¿Cuánto tardarás en esculpir eso?

—Dos años.

Ludovico hizo cuentas rápidamente y luego alzó la cabeza para mirar a su hijo.

—Pero eso solamente suma ciento cuarenta y cuatro florines.

—Están dispuestos a pagarme más cuando haya terminado la obra, si creen que merezco una compensación mayor.

—¿Y quien deberá decidir eso?

—La conciencia de los miembros del Gremio y la Junta.

—¿La conciencia? ¿Acaso no sabes que la conciencia de los toscanos desaparece cuando se trata de su bolsillo?

—El David será tan hermoso que me pagarán más.

VI

Granacci organizó una reunión a raíz del acontecimiento, para lo cual aprovechó una sesión de la Compañía del Crisol. A festejar la buena suerte de Miguel Ángel se presentaron once miembros de la compañía. Botticelli, cojeando penosamente, y Rosselli, del taller rival de Ghirlandaio, tan enfermo que tuvo que ser llevado en una litera; Rustici, que lo recibió cordialmente; Sansovino, que le dio fuertes palmadas en la espalda; David Ghirlandaio, Bugiardini, Albertinelli, Filippino Lippi, el Cronaca, Baccio D'Agnolo, Leonardo da Vinci, todos lo felicitaron. El duodécimo miembro, Giuliano da Sangallo, estaba ausente.

Granacci había estado llevando provisiones toda la tarde al estudio de Rustici: ristras de salchichas, carne fría, lechones, damajuanas de vino
Chianti
. Cuando Granacci dio la noticia a Soggi, éste contribuyó con una enorme bandeja de patitas de cerdo en escabeche.

Se necesitaban todos aquellos alimentos y vino, ya que Granacci había invitado a casi toda la población: el personal completo del taller de Ghirlandaio, incluso su inteligente hijo Ridolfo, que ya tenía dieciocho años; todos los aprendices del jardín de escultura de Lorenzo de Medici; una docena de los escultores y pintores más conocidos, entre ellos, Donato Benti, Benedetto da Rovezzano, Piero di Cosimo, Lorenzo di Credi, Franciabigio, el joven Andrea del Sarto, Andrea della Robbia; los principales dibujantes florentinos, orfebres, relojeros, lapidarios, fundidores de bronce, el mosaiquista Monte di Giovanni di Liriato, el iluminador Attavanti, ebanistas, el arquitecto Francesco Filarete, heraldo jefe de Florencia.

Conocedor de las costumbres de la República, Granacci había enviado invitaciones también al
gonfalonieri
Soderini, a los miembros de la Signoria, a la Junta de las Obras de la Catedral, al Gremio de Laneros y a la familia Strozzi, a la que Miguel Ángel había vendido su Hércules. La mayoría fueron, contentos de participar de la fiesta.

La enorme concurrencia desbordó el estudio de Rustici y salió a la plaza, donde Granacci hizo trabajar a una troupe de acróbatas y luchadores, músicos y trovadores para entretener a los invitados. Todos estrechaban las manos de Miguel Ángel, le daban palmadas e insistían en brindar con él, tanto amigos como simples conocidos, y hasta desconocidos.

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