La agonía y el éxtasis (52 page)

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Authors: Irving Stone

Tags: #Biografía, Historia

BOOK: La agonía y el éxtasis
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Las piedras le hablaban. Sentía nítidamente su carácter, la variedad de sus estructuras, la fuerza de sus capas. ¡Qué maravilloso era estar nuevamente donde la
pietra serena
era el material principal de la arquitectura! Porque él estaba enamorado de la piedra.

La hostería estaba instalada en un jardín al que daban sombra unas cuantas higueras. El propietario, que era a la vez el cocinero, bajó al río y volvió con una cesta en la que había una botella de vino Trebbiano. La secó con su delantal y la abrió en la mesa. Bebieron por el regreso de Miguel Ángel.

Después del almuerzo, Miguel Ángel subió por las colinas hasta la casa de los Topolino, donde se enteró de que Bruno y Enrico se habían casado. Cada uno había construido una amplia habitación de piedra para sí en uno de los extremos de la casa familiar. Ya había cinco nietos, y ambas esposas estaban otra vez embarazadas.

—Los Topolino —comentó— van a acaparar todos los trabajos en
pietra serena
de Florencia, como sigan a este paso.

—Y pensamos seguir —dijo Bruno.

La madre agregó:

—Tu amiga Contessina de Medici también ha tenido otro hijo después de que murió su hijita.

Miguel Ángel estaba enterado ya de que Contessina había sido desterrada de Florencia y vivía con su esposo e hijo en una casa de campo en la ladera norte de Fiesole. Su hogar y sus posesiones estaban confiscados desde que su suegro, Niccolo Ridolfi, fuera ahorcado por intervenir en una conspiración para derrocar la república y llevar nuevamente a Piero como rey de Florencia. Su cariño hacia Contessina no había cambiado, a pesar de los años transcurridos sin verla. Nunca se había sentido visita grata en el palacio de los Ridolfi, por lo que siempre se mantuvo alejado de él. ¿Cómo podía ir a verla ahora, después de su regreso de Roma, sabiendo que ella vivía en la mayor pobreza y en desgracia? ¿No se interpretaría su visita como inspirada por la lástima?

La ciudad misma había experimentado numerosos cambios, que se percibían sin esfuerzo. Al caminar a través de la Piazza della Signoria, la gente bajaba la cabeza con vergüenza al pasar por el lugar donde Savonarola había sido quemado en la pira. Al mismo tiempo, el pueblo trataba de acallar su conciencia con un verdadero torbellino de actividad, esforzándose por reemplazar cuanto Savonarola había destruido. Se gastaban enormes sumas de dinero en las casas de los plateros y orfebres, lapidarios, sastres, modistas, bordadoras, diseñadores de terracotas y mosaicos de madera, fabricantes de instrumentos musicales, iluminadores de manuscritos… Piero Soderini, a quien Lorenzo de Medici había preparado como al más inteligente de los políticos jóvenes, estaba ahora a la cabeza de la República Florentina como
gonfaloniere
o alcalde-gobernador de la ciudad-estado de Florencia, y había logrado un cierto grado de armonía entre las facciones florentinas por vez primera desde la mortal batalla entre Lorenzo y Savonarola.

Los artistas florentinos huidos de la ciudad intuyeron el resurgimiento de la actividad y regresaron de Milán, Venecia, Portugal, París: Piero Di Cosimo, Filippino Lippi, Andrea Sansovino, Benedetto da Rovezzano, Leonardo da Vinci, Benedetto Buglioni. Aquellos cuyas obras habían sido suspendidas por la influencia y el poder de Savonarola producían ahora nuevamente: Botticelli, Lorenzo di Credi, Baccio da Montelupo… Entre todos habían creado la Compañía del Crisol, a la que, aunque restringida a doce miembros, cada uno de ellos podía llevar cuatro invitados a la cena mensual que se realizaba en el enorme taller de escultura de Rustici. Granacci pertenecía a dicha organización, e inmediatamente invitó a Miguel Ángel a que lo acompañase. Miguel Ángel se negó porque prefería esperar a tener algún encargo.

Los meses transcurridos desde su regreso le habían traído muy pocas alegrías o satisfacciones reales. Su partida a Roma había sido una aventura de niño. Ahora regresaba ya hombre, listo para esculpir montañas de mármol; pero Florencia no estaba enterada de que él hubiese realizado trabajo alguno de importancia.

Jacopo Galli seguía trabajando en Roma para él; los hermanos Mouscron, de Brujas, que importaban telas inglesas a Roma, habían visto su Piedad y estaban interesados en una
Madonna
y Niño. Galli creía que podría conseguir un excelente contrato, cuando los hermanos visitaran Roma nuevamente. Además consiguió interesar al cardenal Piccolomini para que encargase a Miguel Ángel las figuras necesarias para completar el altar de su familia, con el que honraban a su tío el Papa Pío II, en la catedral de Siena.

Inmediatamente después de su regreso a Florencia, había ido al taller del Duomo para estudiar atentamente el famoso bloque Duccio de mármol. Quería explorar en su interior, en busca de ideas, y probarlo nuevamente en busca de fallas.

Por las noches, a la luz de una vela, leía a Dante y el Antiguo Testamento en busca de un estado de ánimo y un motivo heroico.

Se enteró de que los miembros del Gremio de Laneros y la Junta de Obras de la catedral no estaban decididos todavía a que el bloque fuese esculpido. Aquello casi era mejor, pensó Miguel Ángel, pues acababa de enterarse de que algunos miembros de ambos grupos apoyaban la idea de otorgar el encargo a Leonardo da Vinci, que acababa de volver a Florencia, debido a la magnífica reputación de su gigantesca estatua ecuestre del conde Sforza y su pintura de La Última Cena, que se encontraba en el refectorio de Santa María delle Grazie, en Milán.

Miguel Ángel no conocía a Leonardo, pues éste llevaba unos dieciocho años alejado de Florencia, pero todos los artistas florentinos decían que era el más grande de los dibujantes de Italia. A la vez picado y curioso, Miguel Ángel fue a la Santissima Annunziata, donde se hallaba expuesto el dibujo de Leonardo para su obra Virgen, niño y Santa Ana. Se detuvo ante la obra. El corazón le latía como a golpes de martillo.

Jamás había visto semejante fuerza y autenticidad de dibujo, tanta imponente verdad en la figura, salvo, naturalmente, en sus propios dibujos. En una carpeta que había sobre un banco, encontró un bosquejo de un desnudo masculino visto de espaldas, con los brazos y las piernas extendidos. Nadie había producido una figura así, tan furiosamente viva, tan convincente. ¡Leonardo, estaba seguro, también había practicado la disección! Salió de la iglesia anonadado. Si la Junta y el Gremio otorgaban el encargo a Leonardo, ¿quién podría discutir tal decisión? ¿Podría él, con sólo su Baco y su Piedad apenas conocidos en el norte, sostener como injusta tal decisión?

Pero Leonardo rechazó el encargo, basándose en que despreciaba la escultura en mármol por considerarla un arte inferior, digno únicamente de artesanos. Miguel Ángel se enteró de la noticia completamente confundido. Se alegraba de que el bloque Duccio quedase libre para cualquiera, de que Leonardo quedara voluntariamente fuera de concurso, pero sentía un profundo resentimiento contra el hombre que acababa de formular semejante declaración contra la escultura, sobre todo porque la ciudad la repetía ahora con convicción.

Un día se levantó antes del amanecer, se vistió apresuradamente y corrió por la vacía Vía del Proconsolo al taller del Duomo, deteniéndose ante la columna. Los primeros rayos diagonales del sol atravesaron el mármol, proyectando la sombra de Miguel Ángel hacia arriba, en los casi siete metros de altura del bloque, convirtiéndolo así en un gigante. De pronto, pensó en David, tal como lo conocía a través de su historia en la Biblia. «
Así tiene que haberse sentido David
», se dijo, «
en aquella mañana cuando salió para hacer frente a Goliat
». ¡Un gigante para el símbolo de Florencia!

Regresó a su casa y volvió a leer el capítulo de David con una mayor percepción. Durante días dibujó de memoria numerosas figuras virilmente masculinas en busca de un David digno de la leyenda bíblica. Sometió cada dibujo, a medida que lo terminaba, al juicio de su antiguo amigo del Palacio Medici, el
gonfaloniere
Soderini, al Gremio de Laneros, a la Junta de Obras de la Catedral. Pero no ocurrió nada. Estaba paralizado, ¡y en todo su ser ardía la fiebre del mármol!

II

Su padre lo esperaba sentado en una silla de asiento de cuero, en la sala del primer piso. En sus rodillas había un sobre que acababa de llegar en el correo de Roma. Miguel Ángel lo abrió. La carta constaba de varias hojas de apretada caligrafía y era de Jacopo Galli, quien le informaba de que estaba a punto de conseguir la firma del cardenal Piccolomini al pie de un contrato. «
Sin embargo, debo advertirle
», agregaba, «
que no es en modo alguno el trabajo que usted desea o merece
».

Miguel Ángel se desanimó al enterarse de que tendría que esculpir no menos de quince figuras pequeñas, todas ellas totalmente vestidas, para ser colocadas en los angostos nichos de un altar original de Andrea Bregno. Los dibujos preliminares tendrían que ser aprobados por el cardenal, y las esculturas finales, ejecutadas de nuevo si Piccolomini no se mostraba satisfecho con ellas. Le pagarían quinientos ducados, y Miguel Ángel no podría aceptar otro contrato por espacio de tres años, al final de los cuales tendría que estar terminada y aprobada la última de las esculturas.

—¿Quinientos ducados por tres años de trabajo? En Roma has ganado más, pero esa suma, unida a nuestras rentas, nos permitiría llevar una vida digna —dijo Ludovico.

—No, padre. Tengo que pagar el mármol y si el cardenal no las aprueba, debo modificar las figuras o esculpir otras nuevas.

—¿Y desde cuándo no eres capaz de satisfacer a un cardenal? Si Galli, que es un astuto banquero, está dispuesto a garantizar que tú esculpes las mejores estatuas de Italia, ¿por qué tenemos que ser tan tontos que nos preocupemos por eso? ¿Cuánto te pagarán como adelanto?

—Nada.

—¿Y cómo se imaginan que vas a comprar todo lo que necesitas? Galli tiene que incluir una cláusula en el contrato por la que recibirás cien ducados antes de iniciar el trabajo. Así estaremos seguros.

Miguel Ángel se dejó caer contra el respaldo de la silla, desanimado. ¡Tres años de figuras vestidas! ¡Y ni una sola de mi propia elección!

De pronto, saltó de la silla como movido por un resorte, atravesó corriendo el piso y salió dando un portazo. Tomó el atajo por el Bargello y la Piazza San Firenze, pasó por una angosta calleja y salió a la luminosa claridad de la Piazza della Signoria. Trepó por la ancha escalinata que conducía al patio de la Signoria. A la izquierda había una escalera de piedra que subió a saltos de tres peldaños. Por fin se encontró en el majestuoso Salón del Consejo, con espacio para un millar de ciudadanos. Estaba vacío en esos momentos, y sus únicos muebles eran una mesa y doce sillas, sobre un podio, en el extremo opuesto.

Pasó por una puerta a su izquierda y llegó a las dependencias que siempre habían sido ocupadas por el
Podestá
, y que ahora ocupaba Piero Soderini.

Fue admitido enseguida en el despacho del
gonfaloniere
.

Sentado ante una maciza mesa de roble estaba el primer magistrado de la República. En su último viaje a Roma, Soderini había sido informado por la colonia florentina sobre el Baco, y había ido a San Pedro a ver la Piedad.


Benvenuto
—murmuró—. ¿Qué le trae a la sede de su gobierno esta tarde tan calurosa?

—Dificultades,
gonfaloniere
—respondió Miguel Ángel.

Florencia decía que Soderini tenía tres virtudes que ningún otro toscano de su época reunía: era honesto, era franco, y capaz de inducir a las facciones antagónicas a trabajar unidas.

Miguel Ángel le habló del contrato del cardenal Piccolomini.

—No deseo aceptar ese encargo,
gonfaloniere
—dijo—. ¡Estoy ansioso por esculpir el Gigante! ¿No puede obligar a la Junta y al Gremio a decidir sobre el concurso? Si no lo gano, por lo menos quedará fuera del alcance de mis posibilidades, y entonces podría aceptar ese contrato de Piccolomini como algo a lo que no puedo escapar.

Soderini lo miró afectuosamente y vio que respiraba agitado.

—Este no es un momento muy oportuno para imponer nada —dijo—. Estamos exhaustos como consecuencia de nuestra guerra con Pisa. César Borgia amenaza con conquistar Florencia. Anoche la Signoria le compró la paz. Treinta y seis mil florines anuales, durante tres años. Ese será su sueldo por actuar como capitán general del ejército florentino.

—¡Chantaje! —exclamó Miguel Ángel.

Soderini enrojeció.

—Son muchos los que besan la mano que desearían cortar —respondió—. La ciudad no sabe todavía cuánto más tendrá que pagar a César Borgia. Los gremios tendrán que proporcionar ese dinero a la Signoria. Por lo tanto, comprenderá por qué el Gremio de Laneros no está con ánimos para abordar el concurso de escultura.

Un silencio emocional llenó el espacio entre los dos.

—¿No le parece que seria mejor que se mostrara más dispuesto a ejecutar ese encargo de Piccolomini? —preguntó Soderini.

—Es que el cardenal desea elegir él mismo los quince motivos. No podré esculpir hasta que él haya aprobado los dibujos. ¿Y sabe lo que me paga? ¡Treinta y tres ducados y un tercio por cada figura, o sea lo justo para pagar un alquiler y comprar provisiones! Ese altar fue hecho por Bregno. Todas las figuras tienen que estar completamente vestidas y serán colocadas en nichos oscuros, donde sólo podrá vérselas como figuras muertas, rígidas. ¿Cómo puedo perder tres años de mi vida para llenar con nuevas decoraciones el altar ya excesivamente ornamentado por Bregno?

Aquel angustioso lamento parecía pesar en la atmósfera del salón.

—Haz hoy lo que tienes que hacer hoy —dijo Soderini—. Mañana estará libre para hacer lo que tenga que hacer mañana. Hemos comprado a César Borgia. Para usted, como artista, es lo mismo que para nosotros como ciudad-estado. Sólo una ley impedía la supervivencia.

En Santo Spirito, el prior Bichiellini, sentado ante su mesa, llena de manuscritos y libros, hizo todo a un lado y sus ojos brillaron tras las gafas, mientras exclamaba:

—Sí, supervivencia, ¿pero de qué tipo? ¿Sobrevivir, estar vivo como lo está un animal? ¡Vergüenza! El Miguel Ángel que conocí hace seis años jamás podría pensar que es mejor un trabajo mediocre que ningún trabajo. Eso es oportunismo, digno únicamente de un talento mediocre.

—Estoy de acuerdo con usted, Padre.

—Entonces, no aceptes ese encargo. ¡Haz lo mejor que tienes en ti o no hagas nada!

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